Cada madrugada a las 4:30 la campana toca en la isla de
Pompeya. La manchita del CEFIR quiere seguir la costumbre naporuna de
levantarse temprano, tomar mate de wayusa para que se puedan recordar los
sueños y conversar, contarlos e interpretarlos, porque los sueños dan claves
para el futuro, en ellos se manifiesta Pachayaya. A pesar del madrugón, es fascinante,
como casi todo lo de estos días.
Cuando le toca preparar la amarga infusión a mi grupo,
quedamos incluso antes, a las 3:30. Ellos me explican cómo hacer para vomitar. Se toman 5 o 6 tazas de wayusa seguido, de manera que se
estimula el vómito y funciona como una limpieza natural del estómago. Ellos
lo hacen como si tal cosa, y yo, pues también. Sudo de pies a cabeza pero te
quedas como nuevo; además es un diurético potentísimo, pasas día y noche ishpateando sin parar. Primero te purificas
y luego, junto con toda la familia, lees los sueños para que los samaykuna te orienten.
También aprendemos a preparar masato, que por esta zona llaman chicha. Es algo que corresponde a las mujeres, y estoy seguro de
que el ciclo del masato, que muestra la
fertilidad de la tierra, está unido al ciclo de la fecundidad de la mujer
(lo tengo que estudiar). Ellas recolectan la yuca, la pelan, la cuecen y
comienzan a machacarla, y en eso les ayudamos algunos varones. Mientras golpeo
con el mazo, mama y hatur-mama empiezan a sacar cucharadas
de la pasta y se las meten en la boca, mordiendo a la vez un trocito de camote
y masticando todo; después de un ratito, escupen en la olla que yo remuevo. Las
enzimas de la saliva contribuyen a romper el almidón de la yuca para facilitar
el puré y al mismo tiempo inician ya la fermentación con ayuda del azúcar del
camote.
Como sé que voy a
tomar masato muchas veces, prefiero quitarme el escrúpulo ahora viendo cómo una
y otra vez escupen en mi olla,
hasta que me dicen que el jugo ya está listo para dejarlo fermentar al menos
dos días, antes de beberlo. Y serán las mujeres las que lo sirvan, cerrando el círculo:
la yuca que Pachamama, la madre tierra, nos da, se transforma, a través de
ellas, en bebida de alegría y unión; la vida que se gesta en el vientre de la
mujer y se prolonga saliendo por sus senos como masato nutricio es la vida que Pachayaya
nos concede a todos como un cuerpo. Muy profundo, misterioso y precioso.
Recuerdan sus historias, cuentan episodios sobre shamanes con capacidad de curar y hacer
daño, sobre la potencia de la ayawasca,
la planta que te pone a temblar y te muestra tus visiones, rozando el límite de
la dimensión espiritual de la realidad, allá donde habitan los espíritus que
llegan de entre los altos árboles de la selva. Muchas cosas nos las enseña José
Miguel Goldáraz, al que pusieron hace años “Achakaspi”, es decir, “bagre”,
pescado largo, estrecho y duro como un palo de madera. Achakaspi lleva en el
Napo más de cuarenta años, y es un espécimen de misionero clásico: vino a
quedarse toda la vida, vivió seis años con una familia en un pueblo y aprendió
kichwa a la perfección.
Es alto y desgarbado, y duro como mango de hacha, tiene
un mote muy bien puesto; nos hace reír cuando nos llama “matracos” o dice que
tales o cuales son unos “hijos de la gran chingada”. En su eterna txapela permanece
intacto el vasco convencido que a la vez hace mucho que pertenece al pueblo
runa, graciosa paradoja. Un luchador contra las penúltimas formas de esclavitud
de los encomenderos en los años sesenta, un activista frente a la invasión de
las compañías petroleras. Un organizador de las comunas, que hacen fuertes a
los runas. Un enamorado de esta gente y de esta cultura.
Los capuchinos
españoles realmente han hecho mucho, con José Miguel en la vanguardia. Lo
intuyo cuando visito los museos de Pompeya y Coca, cuando hojeo tantas
publicaciones, gramática kichwa, diccionario, colecciones de mitos, los
elementos centrales de la cultura naporuna rescatados, sistematizados para la
posteridad, es fabuloso. Estos misioneros son como el paradigma de la
inculturación, personas que apostaron toda su vida y que se atrevieron
realmente a “ser otros” porque amaron apasionadamente al pueblo que Dios les dio.
Y yo me encuentro en el epicentro de este entusiasmo, Pompeya es el vórtice de
este deseo hecho camino.
¿Por qué estoy aquí,
en Perú, en la selva? ¿Cómo debo estar? ¿Qué significa ser misionero? ¿Cómo
serlo hoy, en este tiempo, en donde Dios me pone? No lo sé. Tal vez esta
experiencia me dé luz, quizá los indígenas puedan interpretar mi sueño, el
sueño de toda mi vida. Amar esta tierra, estas gentes, estas culturas.
Acercarme, identificarme con ellos lo más que pueda, ir con ellos para nomás
estar con ellos, sin tener que ayudarles a nada ni enseñarles nada. Para compartir
la vida, y que la vida sea plena, sea sumak
kawsay, la mía y la de cada uno, hasta el más pequeño. Quizás eso sea todo.
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