Esta serpiente fue la única compañía que encontramos en toda la caminata al Paujil, el lugar más alejado que visitamos en nuestra parroquia, más de ocho horas a pie, un desafío a los límites del cuerpo, una prueba para la inteligencia, un contraste a la paciencia... y un palizón.
Salimos de Primavera, de casa de Eugenio, mi compañero en este episodio, sobre las 8:30 de la mañana. El camino va ascendiendo implacablemente entre espectaculares bosques hasta la punta, donde se alcanzan los 1900 metros de altitud. Esta vez, tras la experiencia del viernes santo, procuro parar a comer y beber casi cada hora, y nos vamos jincando unas barritas energéticas que aún guardo del viaje a España (¡gracias, mamá!). No hay ni una sola casa desde Primavera al Paujil, no vemos absolutamente a nadie, y hablamos de todo un poco: teología, abusos en la apropiación de tierras, trazado de la carretera, los obispos, el medio ambiente... La cosa va de momento bien.
Bajando se alcanza el tambo, que es una cabaña de madera a medio camino para poder descansar resguardados, almorzar e incluso pasar la noche. El sol está alto pero al ambiente en la altura es agradable, atacamos los fiambres que Armandina nos ha preparado (arroz, plátano, pollo, yuca) y dormimos una siestecita rodeados de mariposas, algunas hermosísimas. Todo es acá virgen y salvaje, no hay un gramo de humo de carro, el aire es delicioso.
Pero en el descenso al valle me ataca la fatiga, la tremenda pendiente (se baja hasta los 1000 metros) carga mis rodillas; de modo que, con 28 kilómetros a cuestas, llego pidiendo la hora. Pero llego, que es lo importante. "¿Qué tal, padre? ¿Cómo ha encontrado el camino al Paujil? ¿Para no volver más, quizá?" - me dice Juan, el agente de pastoral, y no estoy seguro de que hable en broma. Pero cómo no regresar, con lo bien que nos han acogido ofreciéndonos chicha de hongos y un plato de arroz con picuro (https://es.wikipedia.org/wiki/Cuniculus_paca) riquísimo que me he ventilado en un suspiro. Y con lo bien que lo hemos pasado por la noche en la misa con bautizos... ¡por supuesto que volveré al Paujil!
En varios momentos del día siguiente me retracté de esas palabras. Esta vez salimos antes de las 7, y enseguida comenzó a diluviar: un lluvión torrencial que prácticamente no nos abandonará durante casi toda la jornada. Durísima es la ascensión de vuelta, una rampa terrible de más de 14 kilómetros que te jala tus fuerzas sin piedad. Chorreando agua y sudor, calado hasta los huesos, con las botas inundadas, luchando por no perder el aliento, necesito recordar por qué estoy acá, qué hago acá. Lo paso mal, me agreden las dudas, pero nunca me vence la sensación de no poder dar un paso más, trato de gestionar el agotamiento con pausas, alguna fruta y un sorbo de agua. Además de los músculos, el sentido común y la calma son verificados.
En la última parte, ya más suave y sin lluvia, me pareció que ya estaba hecho. Pero quedaban las quebradas, cargadísimas. Y atravesando una de ellas por las piedras, ¡plof!, nos caímos al río los dos al mismo tiempo (que ya hay que ser torpes). No pasó nada, apenas algún golpe, y el susto que se trasmuta en risa, y la risa en carcajada al arribar a casa de Eugenio y sentir que lo he logrado: más de nueve horas caminando empapado, 56 tremendos kilómetros en dos días, las piernas en gestación de agujetas, ampollas, heridas por el roce del jebe de las botas, y mi fe más consistente.
Sé que no es una gran hazaña misionera y que más bien parece una crónica de trekking, pero había que contarlo. Han ido cayendo muchos retos en estos meses, y éste era uno de los punteros. Prueba conseguida.
Eugenio y yo en el mirador en medio de la niebla. Una imagen para la posteridad |
1 comentario:
Si que es una verdadera aventura misionera, pero ademas con maysculas. Estos relatos son propios de los primeros misioneros, que tuvieron que llagar hasta el fin de su mundo conocido para llevar la Fe, y ahora los vives tu. Muchas gracias por hacerlo y por contarnoslo
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