miércoles, 3 de diciembre de 2014
LA MONJA DE LAS ZAPATILLAS DE DEPORTE
Así la llama Torralbi, y a veces lleva deportivas y otras veces esos zuecos de enfermera, pero le pega, es una polvorilla que recorre el jirón Amazonas parándose mil veces porque conoce a todo el mundo, gorro gris por Grau y Belén, saluda, dice "¡cariño, no te veo!", gorro blanco a toda velocidad en la plaza de Burgos, por el mercado: "adiós, gordito", jajaja. No hay duda: es un personaje singular.
Después de más de 20 años en Chachapoyas, no necesita informes sociales para saber a quién le tiene que dar medicamentos cuando cada mañana a las 10 abre el dispensario parroquial. Lleva ya horas levantada, desde antes de las 5, porque dice que a otra hora no la dejan tranquila hacer su rato diario de oración. Se sienta en la capilla con un cojín sobre las rodillas para acomodar su espaldita algo maltrecha y ahí bebe lo que necesita para recargar su corazón de servidora infatigable y sencilla.
El hospital es uno de sus hábitats, allí se mueve como pez en el agua, los médicos la saludan, ella les pregunta por sus familias, sabe de sus vidas, ha creado muchos lazos en esta su ciudad, aunque nació en Puebla de la Calzada. Me jala a dar la unción y recorremos a toda pastilla seis, siete casas... ¿Cómo no va a estar como el espíritu de la golosina? Otro lugar donde ella destapa su esencia es en el comedor parroquial, las ollas, los gorros de cocina, pero sobre todo entre los niños, atenta especialmente a los más pobres.
Y luego está la catedral. Con su compañero Conrado lo tiene todo a punto, es la guardiana de las albas y las casullas, la encargada de que funcionen los engranajes del corazón de la diócesis. Tiene esa rara cualidad de generar confianza: con ella sabes que las cosas van a tirar para adelante, todo va a salir bien.
La puerta de la casa está siempre sonando: "¿La madre Katy, por favor?". Y la madrecita siempre ahí, sin parar, como si tuviera pilas Duracell, siempre con una palabra para cada persona y con la necesidad de que el día tuviera 25 horas. Por la noche me prepara gelatina y puchas, una especie de papilla de cereales "que ya verás lo bien que va para ir al baño" (y es que somos colegas de estreñimiento). Así que cuando por fin para, a las 8:30, y se sienta a ver un rato la tele, el cansancio la vence, se queda dormida en su incómodo sillón y la cabeza se le cae dando el sí de María.
Los domingos le gusta cocinar, ahí se relaja un rato. Y nos pone unos banquetazos tremendos: tortilla de patatas, chuletas de chancho, exquisita sopa, ensalada, canchitas, papaya, helado de huanabana y limón... Mmmmmh! Angélica, Rocío y yo nos ponemos como el quico y a ella le encanta, su vocación de cuidadora se esponja y entonces le sale su mejor humor, su risa que a mí me desternilla.
Habla con mi madre por Skype y me riñen en estéreo, que soy un cabezota, que me tengo que cuidar, y yo aguanto el chaparrón entre divertido y fregado, detectando el cariño. Yo también la quiero mucho y le agradezco que sea acá lo más parecido a mi familia, por eso intento escucharla, ayudarla con su computadora y "este maldito celular que se queda enganchado". Porque, aunque se llama Piedehierro y aguanta carros y carretas, es hipersensible, observadora y finísima.
"Acogida - sencillez - alegría", eso es lo que se lee en el recibidor de la comunidad. Katy es una afinada interpretación viviente de estas cualidades. Qué suerte tenerla por aquí, ¡menos mal! Y, para terminar esta entrada, una imagen en pleno rato de atenciones a las plantas, pero ¡con qué peazo sombrero!
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