lunes, 7 de octubre de 2013

EL SABOR DE LA GELATINA

Hoy hace justo un mes que regresé de mi experiencia en Perú. El jet-lag ya pasó, pero... algo mío se quedó allí y algo de aquello está dentro de mí. Porque, aunque soy el mismo de siempre, nada podrá ya ser igual.

Miro de reojo esos días y siento tranquilidad, la misma que me acompañó pateando los Andes, Trujillo o Celendín, y a la vez una alegría desconocida y especial. Sigo vibrando con todo lo que viví allí, pero sin euforia, al ritmo peruano de "ahorita mismo". Dejo pasar el tiempo para volver sobre las impresiones, los rostros, los colores, las voces, los sentimientos... las "mociones" que diría San Ignacio.

Voy saboreando de nuevo los instantes, los encuentros, las sensaciones; me gusta quedarme solo para paladearlos, como un rumiante que vuelve a masticar la comida que antes tragó. Necesito contemplarlos en silencio y volver a sentir, tanto como hablar de ello.

Uno de los días que pasé en Chachapoyas, al regresar de la visita a Kuelap, Katy me puso una copa de gelatina a la hora de cenar. Hacía mucho tiempo que no la tomaba, y me supo deliciosa, con su dulzor refrescante y las caricias que te hace dentro de la boca. Una vez en casa, estaba deseando ir al Mercadona a comprar gelatina para preparármela; me ha cambiado el gusto como a las embarazadas, pero el entusiasmo por la gelatina permanece.

Así seguiré por ahora: recordando, retornando a lo que experimenté, compartiendo, “sedimentando” lo vivido. Saboreo ahora la gelatina y vuelvo a disfrutar de aquellos momentos, aquellas miradas y Diosito esperándome en cada recodo del camino para hablarme sonriendo y llamarme... despasito.

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