Gracias por todas las felicitaciones y muestras de cariño en
esta fecha. Varias personas me han preguntado últimamente: “¿Cómo estás?”.
La verdad es que jamás he estado peor.
Hoy es el día en que mi mamá comenzó a ser madre y yo a ser
hijo. Aunque, hablando con precisión, el vínculo entre ella y yo nació meses
antes, se fraguó durante todo el tiempo que me llevó en su vientre; esa
fase en que, siendo parte de nuestra mamá, nos vamos desarrollando y empezamos
a distinguirnos, siempre dentro de ella, hasta que el cordón umbilical se rompe
y esa unión queda sellada para siempre.
No logro atinar en describir cómo me siento… Vuelto del
revés… con la vida vaciada… expulsado de alguna manera de mi propia existencia…
Mejor acudo a Maggie O’Farrell:
“(…) la muerte de mi madre me consumía como el fuego,
porque era la única persona (…) que me quería con una ferocidad tan
incuestionable y completa que, cuando la perdí, me quedé como desarraigado,
como sin sustancia, como si hubiera dejado de existir” (“Tiene que ser aquí”,
Maggie O’Farrell).
Me doy cuenta ahora de que nunca voy a sentir un amor de
esas dimensiones, de ese carácter. Por las opciones que he tomado, ser
misionero, ser sacerdote. Pondero de una manera nueva esta renuncia, me
pregunto si he elegido bien…
Noto el frío de la ausencia de ese amor tan total, el
reverso que duele hasta lo más profundo del alma, me pierdo en la crueldad de
lo irremediable. Transito por la cotidianidad a menudo como un autómata, como si
la Inteligencia Artificial hubiera reemplazado mi corazón por un trampantojo hueco.
Durante mi reciente viaje por el río Napo, en una comunidad
llamada Puka Yaku, me quedé solo una tarde casi entera. La mayoría de la gente
había ido a un campeonato de fútbol en un pueblo cercano, y el lugar estaba prácticamente
desierto, apenas salpimentado por algunos juegos infantiles. Paseé tranquilo,
flanqueado por altas palmeras, sentía la tristeza medrar y saturarme.
Sobrevoló este verso de Rabindranaz Tagore:
“La pena se
convierte en paz en mi corazón como la tarde entre los árboles silenciosos”
Fue, más que todo, una suave oración; un tímido deseo. Y mi
madre me estaba viendo. Supe que ella me ve, incluso ahora más que antes. Ya
no necesito contarle dónde voy y qué he hecho, porque ella está en mí, como yo
estuve dentro de ella. Saboreo esa certeza y resulta agridulce, amarga y
luminosa.
Felicidades, mamá. Te quiero.
2 comentarios:
Mucho ánimo. Un fuerte abrazo
Querido Cesar, gracias por expresar con tanta intensidad y verdad lo que estás viviendo. Te acompaño en este dolor y en este caminar como misionero. La muerte de la madre nos toca mucho, nos hace
sentir el gusto amargo de la pérdida, y el deseo inmenso de volver a los tiempos en que gustamos su presencia, su amor hecho de gestos simples y pequeños. Pienso y rezo por ti, amigo.
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