Llevo poco más de dos semanas por Lima y se me están
haciendo largas, porque ya extraño la selva y cuento los días que faltan
para regresar. Llegué muy cansado, con la resaca del dengue horadando mi
cuerpo, y me ha venido muy bien este tiempo; pero ni modo: el hechizo que hace nueve
años me tiene fascinado, me convoca de modo irresistible.
Echo de menos la selva. Su calor lento, sus lluvias
rotundas, la humedad que lo envuelve todo, como un aura de vida.
Amo esa pobreza, los pies en sandalias, los vendedores
ambulantes del puerto, los rabiosos colores de las frutas en el mercado, el crujido
de las maderas decadentes, el perfume de las flores abiertas, el desorden de
los botes en la orilla del río.
Adoro que los niños están por todas partes, sus risas
al viento mientras se bañan en la quebrada al atardecer, las vidas desprovistas
de gravedad, ligeras, avezadas en la diversión, con la carcajada generosa siempre
preparada.
Sí, me gusta la gente. Me gustan incluso físicamente,
sus facciones notoriamente amazónicas, los ojos rasgados, la suave redondez de
los rostros, el pelo oscuro y liso de las mujeres, su belleza agreste, las piernas
robustas, las manos ásperas habituadas al machete.
Creo ir comprendiendo, y perdono, las mezquindades de
la miseria, las componendas obligadas por la necesidad; el lenguaje genuinamente
amazónico del compartir, de la reciprocidad, de la tarea de la supervivencia,
allá donde los extranjeros blancos y con plata somos inoportunos y hasta
intrusos.
Me deleito con las palabras, ese tono de voz, la
jerga regional tan graciosa, y sobre todo con la música de las lenguas
indígenas, majestuosas, colmadas de sabiduría ancestral, diestras para dialogar
con los espíritus del bosque y del río.
Amo la selva, donde todos estamos conectados, entre nosotros
y con la naturaleza; amo cuando asoman las estrellas en el frescor de la noche,
el rumor del río en la madrugada profunda, la algarabía de los loros y las
sonrisas omnipresentes.
Irme a Lima, dar ejercicios, descansar, participar en un
encuentro, hacer un retiro, meditar, orar… nomás para estar pensando en mi
selva, en la misión, en mi vida de cada día, como el enamorado temporalmente
alejado que anhela el reencuentro con su amada. Miguel Hernández lo expresa con
primor:
Una querencia tengo por tu acento,una apetencia por tu compañíay una dolencia de melancolíapor la ausencia del aire de tu viento.
Eso es lo que siento: querencia, dolencia y apetencia.
Mi única oración: gracias Señor por la selva.
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