Raramente ocurre que una persona que veo por primera vez
y con quien paso apenas un rato me cause un impacto semejante. Se llama
Amparo y es la señora que ocupa el centro de la foto. Fue el otro día en
Caballo Cocha, donde ella vive hace unos dieciocho años, según me contó. Desde
entonces me acompaña la exquisita melodía de su humildad robusta.
Ya me había
hablado Matías de ella, y seguro que eso me predispuso positivamente, pero
conocerla superó todas mis previsiones. Se trataba de conversar con el equipo
de Manos Unidas (Mariana y José, en los extremos de la imagen) acerca de las
problemáticas sociales de Caballo Cocha, que es la única población del
Vicariato que puede considerarse una ciudad, y con todos los aderezos de la
frontera: conflictividad, migración masiva, desempleo, violencia, trata,
abusos, narcotráfico y por supuesto consumo de drogas.
Muchas de
estas lindezas fueron desfilando por el diálogo, hasta que nos centramos
en la última, cuando Amparo nos fue narrando su experiencia. Ella tiene una
tiendita en una calle, y veía casi a diario pasar a los yonquis hacia
una afuera o pedazo de monte que hay en ese barrio; la gente lo llama “la
olla” o “el agujero”, y allí se van a refugiar los jóvenes que están atrapados
por ese veneno.
Amparo
se fue acercando a ellos, me imagino que con esos modales considerados y ese hablar suave. Es
una mujer más bien menuda, de tez morena, bordeando los cincuenta; mamá de
cinco hijos y viuda desde la pandemia. Con determinación, pero con paciencia
y delicadeza, se fue ganando su confianza, les hizo sentir que merecían
atención, les transmitió el cariño de una madre.
Los
drogadictos son en esta sociedad rechazados y ocultados a partes iguales. Don
Héctor (segundo por la derecha) refirió que se les trata como a rateros,
maleantes, gente peligrosa y sin remedio; los papás a menudo los botan de la
casa y van cargando con ese estigma al que se añaden el hambre, la soledad y la
necesidad apremiante de consumir. Porque acá lo que se meten es PCB, pasta
básica de cocaína, es decir, la coca después del primer procesado, extraída
pero sin refinar, altamente tóxica, con un efecto muy breve (unos 15
minutos) y extremadamente adictiva.
Cuando pasa el bienestar que proporciona esa cochinada, los
jóvenes caen en un terrible estado de excitación y ansiedad, buscan como sea
otra dosis, el síndrome de abstinencia es demoledor. Amparo les calma, los
lleva a su casa, los baña, les ofrece una comida caliente – jamás les da plata.
Dice que le han robado muchas veces, y otras tantas han regresado avergonzados
a por un poco de descanso y solidaridad.
“Porque ellos son buenos, no son malos. Solo necesitan que
los acojan humanamente y los escuchen”. Únicamente Amparo puede ingresar en
“la olla” con seguridad, porque la conocen. Saben que no van a recibir una
ración de palos, como es frecuente, sino unas gotas de comprensión. “Poco
a poco los voy convenciendo para que se vayan a un centro de rehabilitación que
hay en Tabatinga”. Y los lleva ella misma, pagando de su bolsillo los
pasajes. Sueña con una casita donde puedan estar cuidados mientras hacen
este proceso.
Amparo no es católica, es de una iglesia evangélica.
Cree en la capacidad de los adictos para regenerarse y rehacer su vida, porque “para
Dios todo es posible”. Lo ha visto muchas veces y siente una satisfacción
enorme; aunque se acuerda de otros momentos en que ha encontrado los huesos
nomás… ha llegado tarde… (Ez 37). Al relatar todo esto, se emociona hasta las
lágrimas y una oleada de ternura llega hasta mí.
¿Y cómo es que está trabajando junto a la parroquia?
Conoció a la hermana Berta (religiosa franciscana, la que queda por señalar en
la foto) en las faenas callejeras del grupo de pastoral social. Y Berta pide a
Amparo que pronuncie una oración antes de despedirnos. Cierra los ojos y
mientras habla puedo sentir esa fuerza, esa convicción, esa fe con piernas propia de los místicos; ruego que se me
contagie algo, y pienso que el amor creyente es el único antídoto contra el mal
que destruye lo humano. Así es como Dios salva.
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