miércoles, 23 de septiembre de 2020

PESCAR LOS SENTIMIENTOS

De momento se nos ocurrió llamar a los jóvenes, los amigos y compañeros de la chica suicidada. Todos integran el grupo de los “catequistas”, colegiales que ayudan en la catequesis y al tiempo se van iniciando, una pandilla cercana a la parroquia, con buena conexión con las hermanas. Había que intentar conversar sobre lo que ha ocurrido.

Al principio, una pequeña oración, un canto para romper el hielo. Las presentaciones (porque yo, aunque llevo en Indiana desde marzo, soy nuevo para la mayoría de la gente) y un vaso de gaseosa. Se explica con claridad cuál es el objetivo del encuentro -no queremos engañar a nadie- y se pasa a la primera actividad: el reloj. Una estratagema para ir charlando por parejas durante unos minutos.

Me percato de que llevo muchos meses relacionándome mayoritariamente con los misioneros, adultos semejantes a mí en maneras de pensar y estilos de hablar. Mientras tengo delante a cada joven noto cómo se desentumecen viejos trucos para llegar a ellos, simpatías y lenguajes que son para mí como montar en bicicleta, me salen naturales. Qué bien me siento.

Escucho voces adolescentes de diferentes edades y modulaciones de madurez. La mascarilla es como un parapeto que impide captar la expresión completa, pero diría que en general todos están bastante afectados por el espeluznante suceso. El virus nos aboca a explorar las miradas para descifrar las emociones y escoger los flancos por donde mostrar cercanía y comprensión, las vetas por donde adentrarnos preguntando.

Aunque realmente hay una máscara cultural más férrea que cualquier atrezo: la impasibilidad, la parquedad de la capacidad expresiva. Por eso hay que pescar los sentimientos (la expresión es de mi compañero Toño, y me encantó), con paciencia, uno a uno, con destreza y gran delicadeza. Parece que en general saben el porqué de la cosa, la razón de esta atrocidad, pero se trata de nombrar y exteriorizar qué produce eso en su interior, cómo de amargos son su estupor, angustia y tristeza.

Ponemos en común algo de lo que ha salido en las parejas. Se desgranan temas clave: los desengaños amorosos, lo necesario que es tener confianza en los papás y contarles lo que me está pasando, no encerrarse… Hay quien considera que su compañera fue cobarde y huyó de algo, en alguno la consternación no deja articular muchos razonamientos, otros simplemente siguen sin comprender.

Luego hay que escribir dos cosas: cómo me siento y qué le digo a mi amiga a modo de despedida. Lo hacen en unos minutos de silencio. El tiempo se ha pasado volando y al ratito estamos comenzando la Eucaristía, que es el final de esta tarde juntos. En la homilía, Toño y Adriana, como padres, se esfuerzan por explicarles qué infierno experimentan los papás que pierden a un hijo, y más de esa forma tan terrible. “La mujer que pierde a su esposo es viuda, el hijo que pierde a su papá es huérfano, pero no hay palabra para los padres que pierden a su hijo”. Es un dolor que no tiene nombre. Los padres siguen siendo padres de su hijo muerto.

Cada uno tiene que salir a decir o leer lo que ha escrito. Reconozco que acá les obligué un poquito, pero me parecía el momento más importante, lo que justificaba todas las dinámicas. Con solemnidad fueron parándose, hablaban y, después de despedirse de su compañera, dejaban su trozo de papel en un bote de madera colocado allí. Hubo frases hechas, pero también varias voces quebradas, y algunas lágrimas. Un instante muy denso.

Cuando todos hubieron participado, el bote se marchó “porque la vida sigue, y hemos de continuar y mirar al futuro procurando que esto no se repita”. Como la vida, como el río, con los jóvenes todo fluye.

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