Escribo a las 2 de la madrugada porque no puedo dormir. Todo el día hizo un calor espantoso, y a esta hora el termómetro de mi cuarto marca unos aterradores 30 grados con un 70% de humedad, y mejor no mirar la tabla de sensación térmica para no agobiarse más y porque no hace falta: el ambiente es asfixiante y la noche muy larga.
Leo en Facebook que “hoy 2 de octubre se alcanzarán en Iquitos temperaturas entre 36 y 37 grados bajo sombra, con una sensación térmica de hasta 45 grados”, y doy fe:
a las 6 de la mañana, con el sol apenas asomando, la impresión era
amenazadoramente tórrida. Estás sudando al levantarte y así será durante
toda la alegre jornada de verano amazónico.
Prendemos los ventiladores del techo (estamos de retiro para
los misioneros del Vicariato, en la casa Kanatari) pero casi es por gusto. Las
botellas de agua se empinan y las franelitas dan pasadas una y otra vez
por las frentes sudorosas. El sol se eleva, implacable, y arrasa
literalmente con todo, abrasando gente, motocarros, derritiendo el asfalto,
burlándose de gorros o sombrillas. Es tremendo.
Noto cómo las gotas de sudor van resbalando por mis piernas,
bajo mis pantalones. Es un bochorno pegajoso y persistente al que no te
puedes enfrentar porque te rodea, te sancocha, se cuela por todas partes
y te exprime lentamente. Hay que acordarse de beber, aunque no tengas sed,
si no quieres deshidratarte. La ropa queda completamente embebida en sudor, hay
que tenderla antes de meterla en la bolsa de ropa sucia.
Las horas de la siesta son particularmente sofocantes,
aunque logré adormecerme un rato. Los techos de calamina crepitan y reverberan,
multiplicando el ardor. Perseguiremos como yonquis una brizna de
aire en movimiento, un rincón sombrío que nos alivie, el abanico
momentáneamente paliativo. No hay cómo sobrellevar esta calorina.
Anochece y observo cómo la gente saca las sillas y
butacas a la puerta de las casas buscando un poco de fresco, como en la
mejor tradición de nuestros pueblos extremeños. Pero ni modo: el sofoco
pertinaz anuncia una noche como la que estamos padeciendo. La cama quema, la
almohada se empapa, el flujo del ventilador incomoda al chocar contra mi piel
mojada… Al menos acá hay electricidad, ¿cómo deben estar los pobres de las
comunidades?
Me levanto y casi puedo palpar en la oscuridad la
atmósfera densa, tórrida y pesada. Bajo el flexo de la mesa, miro mis
brazos perlados de sudor mientras tecleo, mis hombros están chorreantes, noto
picores por el cuerpo, que protesta por este calorón impropio y
desmesurado. Insoportable de veras.
Se me acaba la página y creo que iré a estirancarme
a la mecedora, que es de tiras plásticas y deja correr un poco el aire por la
espalda y los riñones, a ver si agarro un hilo de sueño antes de que
amanezca. O tal vez me doy una ducha fresquita antes; ajá, eso mejor.
…
Nada. Ahora son las 4:45, casi la hora de levantarme.
Sumando todas las mijinas de cabezada, no habré pegao la pestaña
ni una hora, vaya nochecita. Pero yo tranquilo, sin renegar, aceptando la
situación y descansando lo más posible. Voy a prepararme un café (no muy
hirviente) y en marcha. O mucho me equivoco, o a este bruto calor seguirá un lluvión
tropical más pronto que tarde. Qué bonita es la selva, con su clima peculiar,
¿no? Sí: la amo.
1 comentario:
Ay Dios!
Señor de la Vida y de la existencia, sé Tú nuestro consuelo y la frescura necesaria en éstos tiempos tan singulares. Amén! 🙏
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