Este 12 de septiembre no he podido acudir a la cita con la
Virgen del Valle de Valencia del Ventoso. En los últimos 20 años habrá ocurrido
esto unas cuatro veces como máximo, así que he extrañado mucho la fiesta de
mi querido pueblo. Me ha aliviado participar en la festividad de Nuestra Señora
de la Natividad, patrona de Tamshiyacu, a dos horas río Amazonas arriba. Una
linda experiencia, tan distinta y tan paralela.
Esta localidad tiene unos 140 años de fundación, y en su
origen están los borjeños, habitantes de la región San Martín que vinieron
emigrantes a establecerse en esta orilla fértil. Ellos, devotos de María,
trajeron la imagen de la Virgen de la Natividad, que desde entonces es
venerada.
Acá la fiesta del distrito, la conmemoración de su
instauración, coincide con la fiesta patronal; en muchos otros lugares está
duplicada y la parte religiosa va perdiendo fuerza con el paso del tiempo. Pero
en Tamshiyacu, los dos argumentos están fusionados a pesar de que hay otras
iglesias y confesiones (evangélicas, etc.). La Virgen está en la entraña de
este pueblo, es su historia, su carácter y su identidad. Como en Valencia.
El festejo se extiende una semana completa de actividades
muy variadas: feria agropecuaria y artesanal, elección de miss,
concursos varios (de canoa a remo, de danza, canto, dibujo…), cuñushqueada
y poncheteada (toma de masato y ponche), carrera de motos, baño en la
collpa, desfile, ginkana, verbena, show infantil y de adultos, baile… De
todo un poco.
El Paseo Amazónico es ya tradicional y se celebra el 6 de
septiembre. Se sale de la iglesia con la imagen de María a la caída de la
tarde. El anda camina hacia el puerto envuelta en una música suave de
flauta, tambor y violín, y del silencio respetuoso de los fieles. Ese es un
momento muy hermoso. Aguarda un bote grande, dispuesto para acoger a la
Virgen, con focos de colores y parlantes.
La concurrencia, numerosa, se acomoda en esa embarcación,
arropando a la Patrona; y cuando ya está llena, hay otras canoas y hasta un
ponguero grande, una especie de autobús fluvial. Comenzamos a surcar hasta
la boca del Tahuayo. Don Grimaldo en la popa, dirigiendo todo, e Ysaías de
proero. Vamos cantando y rezando el rosario, aunque a la megafonía le
cuesta remontar el ruido del motor.
Es una travesía muy apacible. Entre medias hay alguna
conversa, risas, descubrimos que esta chalupa se usa habitualmente para
transportar arena porque estamos manchados, diostesalvemariallenaeresdegracia,
y se ha hecho de noche. Las bombillas están prendidas, miss Tamshiyacu va con
su corona junto al padre Juan. No hay banda de música como en Valencia, la
calle mayor es el lecho del río y como estandarte miramos la luna que asoma.
Pero todo concuerda.
Llegamos al punto de retorno y los motores se detienen
porque vamos a emprender la bajada a bubui, es decir, como nos lleve
la corriente. Ahora la calma embellece las voces y las melodías. María de
la Natividad es ribereña, es indígena, es amazónica, es la mujer que navega
junto a sus hijos, que vive en medio de su gente, una como nosotros, una madre
a quien parecerse y a quien confiarse.
Al día siguiente hay misa en el escenario de la plaza, y me
sorprende lo bien que resulta, la atención, la acogida. Justo después se arma la velada, la danza espiritual, la expresión corporal del fervor, el cariño
piadoso del pueblo menudo de la selva hacia la Virgen. Por supuesto que
salgo a danzar con mi pañuelo, sudo a chorros, intento mover mi cadera y mis
hombros y no me sale, pero me siento relajado y feliz.
Los adolescentes del grupo juvenil quieren que Gris y yo los
llevemos a la cama elástica con las bolas gigantes. Mientras brincan, patean y
lanzan carcajadas, pienso que son lo más parecido a los hijos después de sobrinos
y ahijados. Y ahí siento que la fe que he visto acá trasciende las
geografías y las culturas, porque se mama en el amor de la madre y se
moldea en el amor a la madre. Son los amores más puros, preciosos y
eternos.
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