Estos últimos viajes del año por las comunidades de la misión me han dejado un paladar grato y un aire de familia. Siempre regreso a casa más cansado pero más contento que cuando salí, eso es una ley característica del misionero, pero estos meses realmente se ha verificado a satisfacción.
Marchar por una de esas toscas veredas de
concreto en mitad del campo y escuchar
por la espalda que alguien te llama por tu nombre es como contemplar un
enorme arco iris contra el atardecer amazónico o como coincidir con el salto de
un bufeo en mitad del río: fina melodía para el enviado. Conocer y ser
conocido, entregarse y sentirse apreciado; nada hay más simple, más efectivo y
más gratuito.
Es
lo que tiene ir y regresar, y de nuevo volver, una
y otra vez. Mostrar así que ellos nos importan, expresarles sin palabras que
son nuestros, y recibir la más hermosa contraparte: el reconocimiento silencioso del
afecto, somos suyos. A pesar de
las dificultades para a veces armar una mera reunión, a pesar de que caminamos
dentro de un proceso cogido con alfileres, siempre llega el premio de la
sonrisa abierta, que es la cualidad peruana más luminosa.
En los hogares de los animadores, donde
pasamos días y noches, ya no somos unos
huéspedes ocasionales. No tienen nada que ofrecernos pero ahí está el
espacio donde armamos carpas, el agua para lavar y bañarnos, una lámpara de
aceite cuando ya se hace de noche o una espiral para ahuyentar los zancudos. Nos sentimos en confianza y nos
manejamos con soltura, colaboramos con algo de arroz y fideos, María Elena,
Elita o la mamá de Armando preparan la comida para todos, cada cual se sirve la
cantidad que desea, sin formalismos ni roches, ya somos de casa.
Poco
a poco, con el paso de meses y algún año, estas familias nos han permitido
participar de su intimidad. Usamos sus hamacas para
la siesta, intervenimos en la conversación, miramos las notas de los niños, nos
cuentan sus enfermedades. Donde Nelson son tan pobres que al anochecer sus seis
o siete hijos duermen acomodándose en el piso de la única sala que tienen. Al
día siguiente Melita mata un pollo; no sabe leer ni escribir, pero domina el lenguaje
del agradecimiento y el cariño propio de los pequeños.
La conversa es en ocasiones interminable,
con un montón de preguntas sobre la fe, o la Biblia, o España (“¿padre, tú conoces a Messi?”). Un bebé
tiene hambre y la mamá saca su teta “sin dudar ni poder dudar” que diría San
Ignacio. Tal vez de madrugada un llanto despertará a mayores, jóvenes y
visitantes. Todo natural y espontáneo, la vida misma. Cuando llega la hora de
marcharnos alguien trae anonas y guabas para que nos llevemos, tal vez una
piña. Y en un sitio el otro día me
invitaron bajo una feroz lluvia al desayuno más humilde: café con palomitas
(“canchita” en Perú). Pero qué sabroso.
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