No me sale tratarle de “Monseñor” si no es para bromearle, porque para nosotros en el Vicariato es simplemente Reinaldo. De hecho fue uno de nuestros misioneros, párroco del puesto del Estrecho, en el Putumayo, aunque solo durante poco más de cuatro meses. Ha estado de visita en Iquitos e Indiana estos días atrás, y ha sido un gusto reencontrarnos, y más después de escuchar su idea de apoyarnos enviando algún sacerdote a estas tierras.
Reinaldo
y yo llegamos juntos a la selva; de hecho nos
habíamos conocido antes, en 2016, cuando los dos casi al mismo tiempo pasamos
unos días en Indiana haciendo una experiencia de descubrimiento de esta
realidad, viendo si sería para nosotros. Y al año siguiente, en 2017, coincidimos
al venirnos del todo e incluso llegamos
en la misma fecha, el 5 de febrero. Lo
cuento en “Sudando por esos ríos” (ver 17 de febrero de 2017) y alguna foto aparece
en “Un primo genial” (ver 11 de marzo de 2017). Hicimos juntos un viaje iniciático por varios puestos de misión y a
la vuelta conversamos con nuestro obispo Javier y quedamos en que Reinaldo iría
para el Estrecho y yo para Islandia. Era a finales de marzo.
En mayo, el nuevo párroco programó su
primer recorrido por las comunidades de la misión, creo recordar que por el
Bajo Putumayo. Es un territorio enorme, desde el Estrecho a donde comienza el
trapecio amazónico, que implica dos o tres semanas de viaje, de modo que allí tienen
una “lancha” en la que duermen, cocinan, etc. Iba extrañado de por qué le picaban los zancudos, si él tomaba
todas las precauciones habidas y por haber; ¿sería por su piel blanca de alemán
de pura cepa? Cuando llegó de retorno al Estrecho, las hermanas le dijeron: “Hay
alguien que ha llamado varias veces preguntando por ti. Dice que es importante”.
Me lo contaba tres meses más tarde en Lima.
Recibió la llamada y escuchó: “El Papa
Francisco le ha nombrado obispo prelado de Caravelí”. Los pobres del Estrecho, que llevaban más de diez años sin sacerdote,
se quedaron con dos palmos de narices cuando su párroco, recién llegado, tuvo
que hacer las maletas y despedirse. Qué historia, recuerdo que lo
comentamos en Islandia y no podíamos creerlo. Todo dio un vuelco para él en
unos segundos, y su aventura en el Vicariato terminó ahí. ¿O tal vez no?
A pesar de la brevedad de su estancia, la
Amazonía se quedó en su corazón, y dos años después ha regresado pero no solo,
sino acompañado por tres sacerdotes y dos seminaristas de su prelatura. Porque
a pesar de que allí hay 22 parroquias y únicamente 15 sacerdotes, está decidido
a enviarnos uno o dos para que colaboren en el Vicariato por un tiempo, y si es
posible ir renovando la ayuda. “Nosotros,
en nuestra pobreza, queremos echar una mano”, me dijo. ¡Ole ahí, es un
notición para nosotros! De nuestros 15 puestos de misión, 6 están sin sacerdote.
Ya con el Nuncio hablamos en la Asamblea de
que en el Perú debería existir un
mecanismo de solidaridad con los vicariatos de la selva, en el capítulo
económico y también en la distribución de personal, especialmente de curas.
Reinaldo además me razonaba el otro día que, si quieren iniciar en la
Conferencia Episcopal un debate sobre este asunto o al menos suscitar en otras diócesis
iniciativas semejantes a la suya, no pueden proponer sobre hipótesis, tiene
mucha más fuerza exponer el propio ejemplo: “Si nosotros, que no estamos
precisamente sobrados de gente, vamos a enviar a dos, ¿qué le impide a diócesis
con muchos más sacerdotes seguir el mismo camino?” Sí señor, lo que dice 1 Jn
3, 18: “No amemos de palabra ni de
lengua, sino de verdad y con obras”.
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