Casi siempre intento no ir solo; y mientras el coche recorre los apenas dos kilómetros pienso si no hubiera sido mejor hacerme caso y haber sido ingeniero. El silencio se mastica desde la puerta, y se hace espeso e hiriente dentro; saludos apenas inaudibles al pasar, las miradas bajas y los rostros graves.
Me dirijo a los familiares con un nudo en la garganta. Cuando la joven viuda me ve, reanuda su llanto, descompuesta; lo hace cada vez que se acerca alguien recién llegado, pero el cura le recuerda además a Dios, a la Virgen de los Dolores, a quienes ella reza, en quienes confía con su fe sencilla pero robusta. Nos abrazamos y siento el calor de sus lágrimas, noto cómo se me contagia una tristeza devastadora, una desolación sin nombre. ¿Por qué, Dios mío?
Pasa la tarde y va llegando más gente. Sólo el llanto de la hija pequeña rompe el silencio de la sala; ya no verá más a su padre. Nadie se mira a los ojos, arrecian los sollozos. Cuando perdemos a alguien así, en un accidente repentino, es como si una parte de cada uno de nosotros, los vecinos del pueblo, se fuera con él.
Y nos quedamos sin palabras.
Entonces ocurre algo maravilloso. Llegan también los que han ocupado el lugar de esta familia pocos meses antes, los protagonistas de otros episodios de mi blog, los que antes gastaron aquí sus lágrimas; como en un turno siniestro e inevitable. Se acercan, temblorosos, y ahora son ellos los que abrazan, besan y tocan; a pesar de que este golpe les da donde más les duele, a pesar de que es como si les echaran sal en sus heridas, a pesar de lo conocido e insoportable de la situación, ahí están ellos, de pie, otras viudas, hermanos e hijos de seres queridos perdidos.
Dios no puede evitar estas muertes absurdas. Pero está en las personas, increíblemente buenas y valientes, capaces de mostrar sus cicatrices a los que están destrozados. Seguramente son los únicos que tienen derecho, quizá sólo heridas tan profundas pueden curar. Como las de Jesús.
2 comentarios:
Es gratificante saber que sigue habiendo quien vive despierto y no se desliza en la pendiente que León Felipe previene en su poema "Romero sólo...":
Que no se acostumbre el pie
a pisar el mismo suelo,
ni el tablado de la farsa,
ni la losa de los templos
para que nunca recemos
como el sacristán los rezos,
ni como el cómico viejo
digamos los versos.
La mano ociosa es quien tiene
más fino el tacto en los dedos,
decía el príncipe Hamlet,
viendo cómo cavaba una fosa
y cantaba al mismo tiempo
un sepulturero.
No sabiendo los oficios
los haremos con respeto.
Para enterrar a los muertos
como debemos
cualquiera sirve, cualquiera... menos un sepulturero.
Yo también, en algunos casos, hubiera preferido dedicarme a otra cosa, pero.... la llama del Espíritu llama, valga la redundancia.
Las emociones hacen que el corazón duela y hoy han dolido un sin fin de corazones. Todos te mirábamos y nos preguntabámos como lo haces para estar siempre con aquel que te necesita y das consuelo aunque, tambien tu, tengas el alma partida. Ahora, solo me queda darte las gracias por todo lo que haces y como lo haces, ¡Gracias !
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