lunes, 16 de enero de 2012

LA TÍA PURA

La veo a través del postigo de su puerta, sosteniendo a medias con su andador el peso de los más de noventa años que acumula. Reconoce el timbre de mi voz aunque sé que a esa distancia no puede distinguir mis facciones: "soy el cura", y su rostro evoluciona a la sonrisa, en uno de sus muchos cambios de registro, expresiva como nadie. "¡Pase usté!". El pelo blanco recogido en un moño, el traje negro riguroso; personaje arquetípico del mundo rural extremeño.

La Tía Pura, la persona más mayor de Valle de Matamoros, es una mujer pequeña. Su cuerpo, desgastado por el tiempo, conserva no obstante vestigios de antigua fuerza, de acostumbrada determinación. "Hace tiempo que no viene usté; he pensado: ¿estará don César enfadado conmigo". Yo intento ir a verla a menudo, pero comprendo que los días se le hacen iguales y eternos; vive con su hija María, que es la que la cuida a pesar de que tiene más de setenta años, es sordomuda desde que nació y ha perdido buena parte de la vista.

Pura siempre quiere que me tome un vaso de leche, y me cuenta las historias de antes, más o menos las mismas en cada visita; cómo enviudó muy joven, a pesar de que el célebre médico pacense Don Damián Téllez Lafuente intentó operar a su marido de "una dolencia muy mala del estómago"; cómo logró sacar adelante a sus hijos trabajando en lo que podía, apañando bellotas, segando chochos, arrancando garbanzos, acarreando leña, en tiempos difíciles, en la posguerra, combatiendo a diario la escasez de uno de los pueblos más pobres de la provincia de Badajoz.

La escucho fascinado, con una especie de respeto que me abruma el corazón. Sus ojos detellan un discreta satisfacción cuando recuerda cuántas horas, cuántos días "blanqueando, gateá a esos tejados, con la brocha, con la caña". Me la imagino chica, vivaracha, esquivando con gracia las insinuaciones de los hombres; luchando constantemente contra el hambre y el frío, sin dejarse vencer por el agotamiento mientras de noche lava en la candela las ropas de los niños para poder ponérselas al día siguiente. Qué mujer.

El orgullo recorre sus ojillos cuando habla de sus hijos: son su corona. El otro día me contó que uno de ellos se fue a Madrid a trabajar, y que a final de mes le entregaba buena parte del sueldo; ella se lo guardaba, y, cuando se casó, se lo devolvió (aunque no sabe si eran 12.000 pesetas o 12.000 duros) y así pudo comprarse la casa. Qué madre. Hasta el final, hasta el último aliento, sin descanso, madre ante todo.

Referir sus dolencias parece sepultarla un poco en el sillón, menguante y ancianísima; y, cuando nos despedimos, no puedo evitar pensar si habrá sido la última vez. Bajo por su calle, empinada y helada, y pido al cielo otra oportunidad, a ver si Pura me contagia un tercio de su espíritu, un gramo de su fortaleza y cuarto y mitad de su perseverancia. ¿Y si resulta que me lo transmite con la leche? Vaya suertaza.

1 comentario:

Anónimo dijo...

QUE HISTORIAS MAS BONITAS,ESO ERA LA CRISIS Y NO AHORA.ERES UNICO CON TUS VIVENCIAS.