Lo vivimos el pasado sábado 22 de marzo en Caballo Cocha, capital del Bajo Amazonas. Un acontecimiento señero en la vida de nuestro vicariato: un joven hijo de estas tierras, Ramón Ramírez, fue ordenado presbítero convirtiéndose así – Diosito lo quiera – en un shungo, es decir, un pilar, de la Iglesia con rostro y corazón amazónicos que soñamos.
Todo ese día resultó único. Empezando por el lugar,
porque el escenario de las anteriores ordenaciones había sido siempre Indiana,
donde está la sede y por tanto la catedral del Vicariato. Y lo marco en
cursiva para que se olviden de las catedrales al uso, porque esta es una
iglesia bien modesta, sucesora de la primera, construida con madera y emponado,
y techada con hoja de irapay, como las casas de familia. De modo que Caballo
Cocha fue una novedad.
Los viejos del lugar no recuerdan que jamás haya habido allí
una celebración de órdenes. Caballo Cocha es una especie de micro-amazonía
peruana: pujante ciudad de 25.000 habitantes, pero con todo el sabor del medio
rural; acá se cruzan el mundo mestizo flotante (profesores, sanitarios que
vienen y van) con barrios enteros indígenas yagua o tikuna; centro neurálgico
de negocios turbios como el narcotráfico, establecimientos blanqueadores de
plata y enormes problemas de agua y desagüe; carácter fronterizo, paso de todo
tipo de mercancías, ocho ¿o nueve? centros educativos, motocarros, corrupción y
la epidemia de la pobreza extrema.
Pues ahí llegamos un buen número de misioneros e invitados
de diferentes puntos de la geografía vicarial. Y por supuesto, un grupo grande
de la familia de Ramón. Él es de Orán, un pueblo grande en la orilla del
Amazonas. Su historia es la de un chico de la pastoral juvenil y del centro
catequístico que se planteó la vocación, fue al seminario de Iquitos, allá
no se sintió del todo bien, tuvo sus dudas, pidió salir por un año y trabajó en
un restaurante de Lima resultando ser un gran chef, su jefe le ofreció
contratos y ventajas, pero ya tenía claro lo que quería y regresó a seguir
formándose, esta vez en Trujillo. Hasta su día grande.
La ceremonia fue bastante romana y ajustada a las
normas, para que nos vamos a engañar, pero hubo algunos detalles muy
emocionantes. Ramón y sus papás estuvieron todo ese día bastante tranquilos,
pero cuando le colocaron la estola y la casulla se fundieron los tres en un
abrazo que nos hizo saltar las lágrimas a más de uno. Poco después resonó el
tambor y susurró dulcemente la quena acompañando la entrada de las ofrendas:
frutos, corona, dones portados por jóvenes que danzaban con esa gracia y fuerza
tan propias de la selva.
Ese cariño se hizo notar en la liturgia, dotó a la asamblea
de una carga emotiva, se percibía una vibración peculiar. El coro lo hizo
magníficamente e hizo cantar a todos, permitiendo expresar a la manera popular el
agradecimiento y la alegría. Ramón recibió el cáliz y la patena, mientras el
pueblo menudo, su parroquia, su iglesia vicarial, lo ungía como sacerdote
uno-de-los-nuestros, en expresión de Bernhard Häring que leí hace muchos
años y que siempre me ha inspirado.
La jornada era redonda porque, tras la ordenación, nuestro
obispo inauguró el Centro Papa Francisco, un complejo sociopastoral recién
terminado, que se ha podido construir con la ayuda directa del Papa.
Después de los discursos preceptivos y de la bendición, las más de 400 personas
que llenaban las instalaciones (maloka, salón, comedor…) pudimos disfrutar de
una rica cena a base de ají de gallina, refresco de camu camu y por
supuesto masato.
Un pequeño programa culminó con la pandillada, esa danza
masiva típica del carnaval loretano en la que los participantes se empujan,
gritan, hay zancadillas, carcajadas, se bota agua, barro, harina… Fue como la
correspondencia explosiva de la satisfacción que sentíamos, una diversión a
tumba abierta. La pasé genial y acabé empapado de pies a cabeza. Lo que vino
más tarde no fue tan bonito y lo cuento en la siguiente entrada.
(Continuará)