sábado, 15 de febrero de 2025

ASAMBLEA ECLESIAL DE LA AMAZONÍA PERUANA

 
Durante muchos años los misioneros de los ocho vicariatos apostólicos de la selva se reunían en enero en Lima, junto con sus obispos, para reflexionar, formarse, converger, planificar. Llegó un momento en que se incorporaron más personas, especialmente indígenas. Pero ahora, el habitual encuentro ha evolucionado a “asamblea eclesial”, nada más y nada menos.

Y ha sido un proceso similar a la cristalización de los minerales, la lenta y progresiva decantación y construcción de una identidad y una tarea, en condiciones favorables y con naturalidad. De pronto, este año nos hemos reconocido como Asamblea Eclesial de la Amazonía peruana: obispos, misioneros, laicos, indígenas; protagonistas y corresponsables de un camino compartido, y por lo tanto con la competencia de diseñar el futuro.

El campo semántico de “competencia” refiere, por una parte, a talento, destreza, saber; y ciertamente entre los participantes hay, como siempre hubo, un capital acumulado en experiencia, conocimiento y trayectoria muy apreciables. Agentes de pastoral con muchas horas de vuelo; Diego Clavijo aportando todo el bagaje de la misión con los achuar; representantes de diferentes pueblos originarios (asháninkas, murui, tikuna…); líderes y lideresas de organizaciones; pero también jóvenes con su ilusión intacta, y además Amparo Zaragoza, memoria viviente.

Pero, por otro lado, “competencia” alude a capacidad, es decir, a incumbencia, atribución, jurisdicción, autoridad. Ser asamblea eclesial, con el reflejo de la CEAMA, y ya no un mero evento recurrente, implica asumir una dimensión más ejecutiva, una facultad para producir y encaminar decisiones concretas que marquen rumbo. Y eso son ya palabras luminosamente mayores en nuestra Iglesia, todavía con demasiados tics clericalistas.

Se trata de una competencia inequívocamente sinodal. Porque esta Asamblea eclesial es primariamente un espacio donde nos escuchamos, como recalcó varias veces Miguel Ángel Cadenas, el obispo de Iquitos. El micrófono estaba abierto y pasaba de mano en mano con rauda horizontalidad, de modo que todos sentíamos que en cualquier momento podíamos expresarnos en completa libertad.

“Un paso clave hacia una Iglesia amazónica más organizada, participativa y comprometida con el cuidado de la casa común”. “El objetivo (…) es proponer acciones conjuntas para la construcción de un plan pastoral intervicarial”. “Un espacio histórico”, etc. La crónica la pueden leer acá, y luego quedan las sensaciones, el poso que nos ha dejado este acontecimiento, tan sencillo como innovador. Sé que hay satisfacción por el paraje eclesial adonde hemos llegado, pero sobre todo detecto una gran esperanza. La convicción de que estas son la ruta y la manera, sazonada con la ración de sorpresa que llevan aparejadas las cosas de Dios.

Por esta quebrada nos adentramos, conscientes de nuestras muchas debilidades como iglesias casi nacientes, pero con decisión y pujanza. Los remos son las comisiones intervicariales, a veces un tanto chuecas y limitadas, pero que están funcionando. Contamos con una cada vez mejor conectividad, con aliados que permitan financiación, y más que nada con la afinidad, el cariño y el apoyo mutuo.

Se sueña mejor juntos. Unidos se pueden soñar los sueños de Dios. No conocemos las siguientes fases de este desarrollo ni adónde nos llevará nuestra navegación común. Sabemos que Dios desea una Iglesia con rostro amazónico, y esperamos ir discerniendo sus contornos, atentos al impulso del Espíritu. De momento, en la travesía ya hay felicidad, el gozo de estar en algo grande, vivo y hermoso, como la misma Amazonía.

sábado, 8 de febrero de 2025

ENCUBRIDORES POR DEFECTO


Tramas recientes relacionadas con abusos sexuales y de poder en el mundo y en la esfera eclesial me tienen desazonado y pensativo. Me pregunto si, a pesar de los pasos que se han dado, estamos haciendo suficiente en la Iglesia, y tristemente debo contestarme que no.

El caso de Giselle Pericôt, que tanta repercusión ha tenido, es muy esclarecedor si lo colocamos en paralelo con algunos de nuestros horrores eclesiales. Su marido la sedaba para violarla él y al menos otros 51 hombres. Podríamos considerar esta sumisión química similar a la sumisión moral de los niños y niñas que han sido abusados por quienes eran sus referentes religiosos y sus modelos. Su voluntad quedaba anulada ante el poderío y prestigio de sus victimarios: “si cuentas algo, nadie te va a creer, total es tu palabra contra la mía”.

“La vergüenza debe cambiar de bando” declaró Giselle Pericôt, acuñando un nuevo eslogan del movimiento Mee Too. De hecho, esta mujer se ha enfrentado al juicio completo a cara descubierta, sin miedo a que salga todo a la luz, sea lo que sea y con todas las consecuencias. En cambio, las víctimas de abusos en la Iglesia frecuentemente viven lidiando con los destrozos ocasionados a su salud mental, paralizadas por la vergüenza, espantadas ante la posibilidad de que lo que les pasó salga en los medios, de que sus familiares pudieran llegar a enterarse.

Este secretismo establecido es una patología eclesial y un modus operandi que continúa alimentando la impunidad. Todo lo relacionado con los abusos lo conversamos a media voz, o directamente no hablamos de ello, como si así se fueran a exorcizar esos fantasmas o disipar los delitos. La falta de fluidez y naturalidad en el discurso (habitualmente defensivo) y en el manejo público de este tema, es un síntoma de que queda mucho camino por recorrer. Ruta que el número 55 del documento final del Sínodo de la Sinodalidad marca con acierto.

La opacidad entorpece la posibilidad de denuncia, pero es la denuncia la primera herramienta para que pase algo, para combatir a este monstruo. Acierto a comprender que es duro denunciar a alguien a quien apreciabas y admirabas, con quien tenías una conexión, y que es muy bien considerado por la mayoría. En la última Macroencuesta de violencia sobre la mujer en España, solo en el 17,5% de los casos los victimaros eran hombres desconocidos. El resto: padres, hermanos, tíos, amigos, abuelos.

Ilustración de Daniel Mauri

La experiencia dice que las víctimas se atreven a denunciar cuando detectan receptividad, valor y entereza ante este asunto, y sobre todo
cuando encuentran dentro de la Iglesia a alguien en quien realmente pueden confiar, que antepone la persona a la imagen de la institución. Lo normal es que haya que animarlos mucho a efectuar la denuncia, con la promesa de que de verdad se va a hacer algo, de que la justicia frenará a los abusadores para que no puedan seguir haciendo daño. No es suficiente esperar a que se acerquen, como he leído hace poco: hay que ir a buscarlos, informarles, motivarles.

La palabra del investigador queda comprometida. Y se crea un vínculo con las víctimas. No se puede evitar implicarse personalmente, como rostro visible y parte de una Iglesia que les ha quitado algo de enorme valor. Estremecen la dimensión de las heridas y la dignidad vulnerada pero entera. Angustia la lentitud de los procesos, una vez que el informe fue enviado a donde corresponde. Cuesta obtener siquiera un feed-back acerca de cómo se desarrolla el procedimiento, si han recibido la documentación, si están trabajando. Irrita ver a los acusados seguir con sus vidas y tareas, como si no hubiera pasado nada, las medidas cautelares inexistentes y la revictimización rampante y lacerante.

Creo que tenemos que agilizar y mejorar los mecanismos, construir lenguajes más claros y valientes, pero sobre todo generar una sensibilidad nueva, más inequívocamente empeñada en acabar con esta lacra. Nadie puede decir “a mí no me toca”, “es cosa de Doctrina de la Fe”, etc. Todos somos responsables, yo el primero, y todo lo que no sea hacer lo máximo en la lucha contra los abusos resulta ser encubrimiento, pecado de omisión.

Como Iglesia deberíamos estar enviando siempre el mensaje, con acciones concretas, de que no vamos a parar. Sin componendas ni medias tintas. Cuando no es así, caemos en lo que alguien ha llamado “encubrimiento sistémico”. Una lamentable y ya demasiado vieja complicidad por defecto.

sábado, 1 de febrero de 2025

UN PAÍS MARAVILLOSO

 

Cuando el avión desciende, la visión de los cerros poblados de casitas pardas presenta un paisaje mineral, de una belleza desolada. Pero no estamos aterrizando en la luna, sino en Lima, capital del Perú.

Los ratos que el sol se exhibe, insolente, la sensación es abrasadora; pero si las nubes se imponen, uno recuerda al toque que estamos a orillas del Pacífico. La brisa marina compite contra la panza de burro, y pierde.

Ejercer de peatón equivale a adentrarse en un caos de asfalto, fierro, cláxones y gritos. Cruzar la calle casi siempre supone un peligro letal, pues los pasos de cebra están de adorno, y esos semáforos numéricos pueden pasar del 39 al 0 en un segundo.

Mujeres con polleras y chullos o sombreros de la sierra acarrean cestas con paquetitos de maní o roscas de almidón de yuca, ofreciendo su mercancía mientras jalan o cargan a bebés de diferentes edades y todos con los cachetes rojos.

Todito está colapsado: el hospital, las combis, el tren eléctrico. En el Metropolitano las colas van creciendo a medida que los buses pasan repletos y no hay un hueco para un pasajero más. Un hombre se ha encaramado a la puerta, gira con ella cuando se cierra y logra quedar dentro, pero media mochila circula asomando, como si al vagón le hubiera salido un granito.

Puedes comer de todo al paso: emoliente, keke, sopa de quinua, jugo de naranjas que te exprimen al toque, sándwich de chicharrón de chancho, tajadas de mango, torta de crema volteada, arroz con pollo (por supuesto)… solo acá no veo aguaje.

Se aprecian insólitos trabajos y ocupaciones: paseador-a de perros; encargante que cuida carteras, mochilas o folders mientras sus dueños están dentro de un consulado haciendo trámites; monitor callejero de pilates o fitness o lo que sea; el que coloca los cartones sobre los sillines de las motos para que, cuando regresen los choferes, no se achicharren el poto por un sol; los que guardan cola por ti en el RENIEC a veinte solcitos.

En la puerta del edificio A del Rebagliati veo pasar una, dos, seis, diez mujeres embarazadas, que me parecen todas demasiado niñas. Si eso trae suerte, ya debería tocarme la tinka pronto.

El panorama en Larcomar es bellísimo. El morro solar con el Cristo de Odebrech. El restaurante La Rosa Naútica, quintaesencia de la pituquería y la categoría, y los puestos ambulantes de choclo con queso en Gamarra. La delicada cítara de las agustinas y los montones de basura al costado de la panamericana. Contrastes.

Gatos de todos los pelajes se amontonan en el parque Kennedy, siempre con ese aire indolente y suficiente, domesticando las miradas de los humanos. A su espalda, los cuadros expuestos por los artistas callejeros escoltados por un torito de Pukará tamaño mutante.

Bienvenido de nuevo a Perú, un país maravilloso en el que cualquier cosa puede ocurrir. Adornado con primor por el carácter de su gente linda, amable y sonrisueña. Todo fluye y me resulta familiarmente encantador, y esta hermosura sencilla me cautiva como el primer día.

sábado, 25 de enero de 2025

"Mi LLEGADA YA SABE DE ADIÓS"

 
Ya han pasado ¡tres meses! No puede ser, ¿tan rápido? Han sido las vacaciones (o lo que sea) más largas en los últimos 10 años, pero se han escurrido igualito que las más breves, allá por junio de 2015. Entonces recordaba aquella canción del p. Carreño titulada “La vuelta del misionero”, que me gustó desde niño, y que en la tercera estrofa decía: “Ya lo sé, la visita es muy corta / mi llegada ya sabe de adiós”.

Toca hacer balance de este tiempo. Se trataba de acompañar a mi papá y atravesar junto con mi familia el trance de la primera Navidad sin mi mamá. También de lograr “un reposo apacible, lento, sereno. Un descanso profundo, consciente”, según mis propias palabras. Bueno… he hecho lo que he podido, y luego la vida está jalonada de sorpresas que no se pueden programar.

Curiosamente, no importa si la estancia dura más o menos, el hecho es que no se consigue ver a todas las personas que pretendes, nunca alcanza. Y no solo porque es mucha peña y yo uno solo: el ritmo de vida es tan alto, todo el mundo tiene tantas historias, hay tan poco tiempo, que en ocasiones hallar huecos en las agendas ha sido como resolver un sudoku de los de nivel diabólico.

El estar en Badajoz y ya no más en Mérida no ha facilitado más de una cita. Y además me he visto en la tesitura de despedirme de mi casa y recoger mis cosas. El piso familiar, escenario de mi infancia y mi adolescencia, allá donde regresé varias veces, ya no es una referencia para mí desde que no está mi mamá. He experimentado de manera nueva aquello de “no tener dónde reclinar la cabeza” de Lc 9, 58. Y no ha sido fácil: recorrer junto a la Mártir Santa Eulalia las calles de mi niñez supuso encontrar a mi madre a cada paso, y al mismo tiempo decir adiós a Mérida, cerrar una etapa de mi vida.

“Siempre fueron muy cortos los besos / pero los que guardé para ti / en el cielo sin fin van impresos”, sigue la estrofa. Aunque aquel día –y otros- lloré, veo que los Ejercicios me prepararon para este paso adelante afectivo. Detecto una cosecha de gran libertad, certezas y serenidad. Ciertamente Diosito me ha concedido nuevas luces, pacificar y reubicar aspectos, ahondar en las vetas de mi entusiasmo y disponerme para remar hacia aguas más profundas.

Algunas otras impresiones de estos meses: el montonazo de gente comprando en el centro comercial, que haya tremendas colas hasta para tomarse un café, lo alto que habla todo el mundo… El hecho de que vas por la vereda y te tienes que tragar el humo de los que han salido de los locales a fumar, y dejan todo perdido de colillas, un asco. Y, claro, la cantidad de personas mayores que van a las iglesias en comparación con los pocos niños… Ya lo sabía, pero me impacta.

Hemos sobrevivido a la nostalgia de la Navidad, con su síndrome de “silla vacía”. Mis hermanas han sido valientes, porque se han esmerado en preparar los platillos que siempre hacía mi mamá: pierna de cordero al horno, bacalao de Natal, canelones, bomba de helado, dátiles con nueces acompañando el vermut del aperitivo… Tradiciones de años que nos han permitido sentirla con nosotros a través de sus comidas.

Menos mal que estaban mis sobrinos, con esa juventud desprovista de gravedad, el humor, las corbatas para la fiesta de Nochevieja, las acostumbradas y personalizadas bromas… Al empacar “mis tesoros” de adolescente me topé con viejos objetos, pequeñas cosas cargadas de candor: reloj del Atleti, boli de madera, pisapapeles, libreta de cuero, afilalápiz mecánico, bote de colonia en forma de pipa marca Avon… Mágicamente han reaparecido como regalos para mis sobrinos, así de ingeniosos son los Reyes.

En fin: una paliza emocional que necesito metabolizar estos días. Regreso a la vida misionera, en la que se suele decir que, desde que llegamos a un lugar, nos estamos despidiendo. Somos provisionales, siempre interinos, estamos de paso. Pero así es en realidad toda existencia. Me insufla esperanza el tener a mis sobrinos, y a otros hijos e hijas fruto de la misión: la vida continúa en ellos.

Ya me vuelvo a la grande faena / reza tú que allí brille la fe / cuando acabe la vida terrena / a ti, madre buena / juntito estaré.

sábado, 18 de enero de 2025

POR FIN, EL PIN


Hacía tiempo que tenía marcada esta fecha, la convivencia navideña del presbiterio de mi diócesis de Mérida-Badajoz, donde cada año se homenajea a aquellos que cumplen sus bodas de oro y plata sacerdotales… porque este año me tocaba a mí. Y disfruté plenamente del momento.

Sí, me ordené en el 2000, y, como ya conté, empecé a celebrarlo junto a la Virgen de Guadalupe, y continué saboreándolo y profundizándolo durante los ejercicios en Loyola. Más tarde armamos un día de encuentro en Sevilla con mis compañeros salesianos de la misma quinta, programado desde ¡abril del año pasado! para lograr coincidir. No hubo condecoraciones aquel viernes de diciembre, pero sí mucho afecto.

Con ellos fue reconfortante apreciar que la distancia y el paso del tiempo no los han convertido en extraños para mí, sino que la conexión sigue vigente a pesar de la divergencia de rutas vitales. Además, nos noté en general mejorados por la experiencia acumulada, más serenos; los mismos jovencitos que llegamos al postulantado en Cádiz (yo tenía 19 años), pero con el conocimiento y el empaque propios de quien ha recorrido ya buena parte del camino. Una jornada estupenda.

Con los salesianos, en Sevilla

Pero el día D era el 7 de enero, y confieso que ya llegué un poco nervioso al seminario. Es una oportunidad en la que se saluda a muchos sacerdotes, pero esta vez con el matiz del reconocimiento por los 25 años. A los homenajeados nos ubicaron en la primera fila del salón de actos. En mi grupo de plata éramos seis, y me ocurría casi lo contrario que con los salesianos en cuanto a relación: había dos africanos nuevos en la diócesis, dos compañeros que conocía de vista y solo con José Antonio Sequeda he tenido más contacto por los veranos, cuando él atiende la capilla de Isla Cristina.

Antonio Manuel salió a pronunciar unas palabras en nombre de nuestro grupo. La verdad es que, si hubiera tenido que hacerlo yo, no creo que hubiese sido capaz, porque estaba muy emocionado. Me venían a la memoria mis inicios en la diócesis, lo arduo de llegar de fuera e integrarte en un colectivo, los compañeros que me acogieron y me ayudaron a dar los primeros pasos como párroco novato: Joaquín Obando y Ángel Vinagre, que ya se fueron con Diosito, José Antonio Salguero, Lolo (que también es de esta promoción), Guadi, autor de la imagen de cabecera de esta entrada, gracias… Y también quienes, más adelante, me sostuvieron y creyeron en mí: Paco Sayago, Antonio Becerra, Juan Román, Antonio Sáenz y otros, todos allí presentes. Qué alegría.

Extrañé mucho a Manolo Calvino, porque además era el delegado del clero y organizaba estos eventos con primor (la comida hubiera sido mucho mejor sin duda con él detrás). Se me saltaban las lágrimas, y ahorita también mientras escribo, recordando sus detalles, su escucha, su delicadeza, su sagacidad evangélica y su camaradería con sabor a crema de queso en su casa de Oliva. Me sigue haciendo mucha falta y sé que se habrá recreado desde el cielo viéndome alcanzar el borrego.

Llegó la hora de subir a recibir la distinción, que es simplemente un pin de plata con el símbolo de la diócesis: el cordero que identifica a San Juan Bautista, nuestro patrón. Aunque era el único que no llevaba alzacuellos, me había comprado, asesorado por mis hermanas Susana y Berta, una chaqueta para la ocasión; pero pucha, no tiene ojal, así que el arzobispo encontró sus dificultades para colocarme la insignia y al final me la puso en el jersey. Así ha sido mi vida en Mérida-Badajoz: como un parto difícil, pero con desenlace feliz; siempre distinto, pero uno más.

Luego, los agasajados nos colocamos entre los concelebrantes principales ¡y con casulla! Unos leyeron las peticiones y a mí me tocó llevar el cáliz. Más tarde, en el almuerzo, ocupamos asientos en la mesa presidencial. Eso fue todo, con algunas fotos entre medio. Por eso me gusta esta celebración, muy sencilla, discreta y fraterna. Ya estoy “empinado”, como dice con chispa Eugenio Campanario, y ya terminaron los festejos. El 6 de mayo, si paro en Iquitos, me iré a tomar un helado de aguaje.

Pero sigo en estado de agradecimiento y una mijita de orgullo, disculpen ustedes. El pin del borrego es como la estrella del mundial sobre el escudo de la selección: nadies te lo puede quitar. La señal de una historia -trancas y barrancas, aciertos y batacazos- plenamente vivida y lograda.