Nos habíamos quedado arribando al aeropuerto de Puerto
Leguízamo para emprender el periplo Leguízamo-Bogotá-Leticia-Santa Rosa-Iquitos
como única manera de salir de Soplín Vargas, en el Putumayo. Nos registramos,
facturamos las maletas, nos llaman a la sala de embarque… todo puntual y sin
contratiempos. Oímos el ruido de los motores del avión ya cercano… pero nos
informan de que no está logrando aterrizar.
Tras tres intentos, la megafonía anuncia que el avión ha
tenido que dar media vuelta y regresar a Bogotá por la deficiente visibilidad
debida a la niebla, de manera que el vuelo ha sido cancelado y reprogramado
para mañana a las 12 del mediodía. ¡Oh noooooooooooooooooo! Nos devuelven
los equipajes y Jair nos recibe de nuevo en el vicariato, con desayuno. Cuando
se lo he contado a mi papá, ¡cómo se ha reído! “Las cosas que ocurren en esa
selva son para contarlas”.
Pero tenemos el pasaje Bogotá-Leticia para mañana ya
comprado, oleado y sacramentado. Ahora es toooodo un proceso para cambiarlo,
por supuesto con la consiguiente penalización económica (solventar las
contrariedades viajeras cuesta una plata). Peor cuando sacas la
tarifa más barata, porque no incluye cambios… En fin, durante la jornada en la
oficina de Punchana lo consiguen y pasamos la tarde tranquilos. Me compro unas
chanclas en un super.
Al día siguiente hay de nuevo un corte general de
electricidad en Leguízamo. Nos despedimos, nos lleva el mismo motocarrista, y
en el aeropuerto afrontamos una espera de más de tres horas sancochándonos
bajo un sol abrasador y sin refrigeración porque no hay luz, claro. Había
que hacer escala en Puerto Asís, más al norte en el Putumayo, aterrizamos en
Bogotá, por supuesto mi maleta salió la última… Solo para decir que fue
larguísimo y demoramos como siete horas en llegar a casa de los misioneros de
la Consolata.
Hambrientos y agotados, pero de nuevo muy bien acogidos, pasamos
del calor feroz de la selva al frío de los 2.640 metros de altura de Bogotá,
yo con el cortavientos sobre el polo de manga corta y un incipiente dolor de
garganta en la madrugada. Pero el agua de la ducha hirviente y las frazadas
gorditas me ayudaron a atravesar esas horas hasta que a las 4 am fuimos a
buscar el vuelo a Leticia.
Me figuro que la ley de la compensación, que equilibra la
ley de Murphy, propició que el resto del viaje transcurriera sin percances reseñables,
más allá de cacheos y registros aleatorios a Montse y su mochila. Ni siquiera
en Migraciones de Santa Rosa hubo problema, a pesar de que nos faltaba el sello
de salida de Perú; como nunca habíamos salido, dijeron que no hacía
falta colocarnos la entrada y santas pascuas. A las tres y tanto de la
madrugada, muy rápido, estábamos en Indiana, y desde acá escribo.
Estos días he aprendido esta frase coloquial: “queriendo
Dios”. Es una versión colombiana del español “si Dios quiere” o del “primero
Dios”, que dicen en México. Pero me gusta más, porque expresa con más
precisión que Diosito se esfuerza por ayudarnos; no es que ponga
condiciones, permita o detenga desenlaces exitosos alzando su dedo imperioso
como un guardia de tránsito, sino que está presente y activo, trabaja,
posibilita, abre puertas, sincroniza, facilita, hace que suceda… como con
sus propias manos (“id est, habet se ad modum laborantis”. Ejercicios
espirituales nº 236).
Vivimos haciéndonos programaciones, en la ilusión de que lo
controlamos todo. Pero la realidad es que nuestra vida está siempre
pendiente de un hilo, es frágil y quebradiza, como juguete con el que el azar
pasa el rato; y a la vez estamos en los ojos de Dios, en todo momento bajo
las leyes misteriosas de la providencia, jamás perdidos o en un limbo.
Nunca somos autosuficientes. Dependemos cada instante de los
demás, de su consideración y su generosidad. Si lo pensamos, veremos que
increíblemente siempre contamos con personas que nos miran, nos auxilian, nos
acompañan. Encarnan los modos concretos y cariñosos que Diosito tiene de
cuidarnos, porque “en tus manos están mis azares” (Salmo 31). No queriendo
Él, no pasa nada.
Suena “Going home” de Mark Knopfler. “Yendo a casa”.
Con el Señor, siempre estamos en ella y a salvo.

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