sábado, 26 de noviembre de 2022

UN DÍA SIN HACER NADA


Incrustada en la gira de confirmaciones aparece una visita a la comunidad yagua de Remanzo (con z), un lugar de primera evangelización y una buena piedra de toque para que se expresen los más característicos genes misioneros: estar, escuchar, aprender, paciencia, mucha paciencia y más paciencia.

Me toca con Rosalinda, una de las EMJ de Pebas, el distrito al que pertenece este caserío. Nos bajamos del deslizador y buscamos a Leónides, el animador, pero está trabajando; preguntamos por el teniente gobernador, pero “no hay”. ¿El agente municipal? Tampoco. En realidad, hay pocos vecinos porque “se han ido a la raspa”. Nos lo cuentan las mujeres que se han acercado a nosotros para charlar sentados en unas bancas bajo un árbol junto a la orilla del río.

Media población se ha ido a cosechar hojas de coca, que los narcos pagan ahora a 0,80 soles (0,21 €) el kilo; con eso se procesa en la misma selva la PCB (pasta básica de cocaína), que se envía en bloques de color pardo a Manaos, a Iquitos o a Bogotá para que sea refinada y extraído el alcaloide. Las señoras nos preguntan si hemos visto el PIAS (Plataformas Itinerantes de Acción Social), o sea “el buque” que en teoría brinda varios servicios (banco, RENIEC, atención sanitaria, cobro de programas sociales…) y que más de dos veces es otro fraude para el pueblo menudo.

Mientras van a avisar a Leónides, en la conversación escuchamos “las cosas de la gente”, sus intereses y necesidades. A menudo pensamos que tenemos que hablarles de “lo nuestro” (si no, ¿para qué vamos?), pero eso será mero ruido si no nos sienten parte de ellos, de su vida. El animador no se enteró de que veníamos hoy, no nos esperaban. Ya pues. “Intentemos hacer algo”- nos decimos, persistiendo en nuestra torpe programación occidental.

Nos dirigimos a la escuela. Al caminar miro nubes de niños y me pregunto si no hay clase. El director, que hoy no trabaja porque es su cumpleaños (lo cual explica en parte el aplastante absentismo), nos advierte de que acaba de presentarse la supervisión de la UGEL y que no podemos ingresar ahora. Piña. En la tarde veremos llegar más visitas inopinadas: los de la municipalidad, la brigada de vacunación… Todos arribamos a la vez y nos chocamos con el mismo muro.

Paseamos y nos impacta la sencillez, casi miseria. ¿En qué gastan la plata que ganan raspando? Vemos otro cumpleaños, una casa atiborrada de botellas de cerveza y con la música a todo volumen. Se lo gastan en tomadera; la pobreza más destructiva infecta las cabezas, desestructura las familias, degrada las culturas. Los yaguas casi han olvidado su lengua.

Y eso que la escuela es bilingüe. Pero está medio vacía, invitamos a los pocos alumnos a reunirnos en la tarde en la maloka. Entonces no sabemos que no podremos porque la maloka estará llena de moradores borrachos, varones y mujeres… Qué problema el alcoholismo en tantas comunidades indígenas. ¿Cómo acompañar esa situación? ¿Cómo ayudar a superarla?

Entregamos algunos víveres (arroz, aceite, fideos, atún enlatado, azúcar…) y Estefany se brinda a cocinar. Nos han acomodado en casa de don Genaro, que tiene 78 años y casi no puede caminar. Una nuera que vive al costado lo atiende y un nieto duerme con él, pero pasa gran parte del día solito, trastabillando de la hamaca a la mecedora. La casa no tiene baño, como casi todas las de este lugar; el anciano se hace pichí sobre la madera del piso. Le hacemos compañía, nos cuenta que es de Yurimaguas, vino por esta región de soldado y acá formó su familia.

Las horas van transcurriendo lentamente bajo un sol severo, interrumpido por una suerte de breve tempestad que hace estremecerse las construcciones, ya de por sí inestables. Regresan los colegiales de San Francisco, el sitio donde estudian y al que han de ir diariamente en bote. Seguimos sin hacer nada de mérito aparte de bromear con los críos y enterarnos de más cosas: la precaria electricidad, la falta de agua potable, la inexistencia de atención sanitaria…

En la noche, Estefany ha preparado café y ha frito plátanos. Pero también nos invitan a pango* donde el hijo de Genaro: dos cenas, es la fisonomía del agradecimiento de esta gente. Y eso que hemos pasado una jornada como estatuas. Armamos las carpas y a descansar (¿de qué?). En la madrugada, de pronto mucho ajetreo, voces. Me levanto y me dicen que “el viejito no hay”. Buscamos a Genaro y lo encontramos debajo de la casa, hasta allí se ha arrastrado con su cabeza perdida; he pensado que estaba muerto, pero no, lo hemos subido de nuevo, lo han lavado y todos a dormir.

No hicimos nada: cero resultados; no hubo reunión, ni misa, ni bautismos. Pero me he pasado de extensión y me han quedado cosas por contar… Tal vez no hacer nada sea condición para abrir los ojos, prestar atención y conocer para amar. Quizás sean necesarios muchos días como este para que, dentro de veinte años, hayamos descubierto por dónde y cómo caminar juntos. Confieso que yo disfruté a full; Rosalinda, también.

* Sopa con pescado y plátano sancochado; plato típico de la selva.

sábado, 19 de noviembre de 2022

HERMANO JUAN


“Yo te acerco” – me dice él. “Puedo ir caminando” – objeto, pero ya está sacando la Honda Wave 110 a la vereda de la plaza, y comprendo que es inútil resistirse, yo también he sucumbido al agrado discreto y eficaz de este hombre, que me ganó en una mera llamada telefónica, sin verlo siquiera. Me subo y pienso cuándo será la próxima vez que un obispo me lleve de paquete en la moto.

Había confirmaciones en Islandia y necesitaba el dato de la partida de una joven bautizada en Requena, de modo que llamé a un número que aparece en la página web de ese vicariato. Me contestó una voz masculina -alguien de secretaría, pensé- y me emplazó a la tarde para darle tiempo a buscar. “Sí, acá está, Iris… bautizada el… y además veo que la bauticé yo, Juan Oliver”. “???????????😲. ¿Es usted el obispo? Disculpe monseñor, no le había reconocido…”. “No me llames monseñor”.

Y es que nadie le llama así, es simplemente el hermano Juan. Mientras conduce, mucha gente le saluda; es una constante que me maravillará los dos días que pasaré en Requena. Atraviesa un motocar y las voces de un par de niños se balancean a coro: “¡hermano Juaaaan!”. Estrecha manos por acá, abraza por allá; va vestido con sandalias, un polo no tan nuevo y shorts; no tiene apariencia de obispo en modo alguno. Sonríe generosamente.

Alguien me contó otra anécdota deliciosa. A una parroquia de Lima tenía que llegar el obispo de Requena. Un acólito va a decir al párroco que “hay un señor en la sacristía, ya le he dicho que Cáritas atiende los martes y jueves, pero insiste en verlo a usted”. El cura acude extrañado y ¿a quién encuentra? Sí, lo han adivinado: al hermano Juan. Jaja. Este hombre rompe los esquemas de más de uno, por descontado.

Antes de esta visita a Requena solo había conversado con Juan en directo una vez, una noche cenando en Punchana, él de camino hacia su misión pocas semanas después de que se conociera la noticia de su renuncia y el nombramiento de su sucesor. Necesitaba descargarse y me habló mucho, a corazón abierto, no sé por qué suscité esa confianza y hasta hoy continúa, lo cual me abruma un poco.

En el trasfondo de su narración descubrí a un misionero. Un hombre humilde, de abajo, que está con el pueblo, que pertenece a la gente. Un franciscano genuinamente pobre y coherente; un misionero al que hace dieciocho años sobresaltaron proponiéndole ir a un rincón de la Amazonía para ser obispo. Y él aceptó estoy seguro que por amor a la Iglesia y para seguir al lado de los más pequeños.

No sé si lo de obispo era para él, al menos no con esa connotación de poder y grandeza que tiene adosada inevitablemente. En su estilo de vivir, de organizar, de gestionar se manifiesta su personalidad característica, y por supuesto que muchas cosas podrían haberse manejado de manera diferente. Pero si se trata de acompañar al pueblo con la cercanía del Buen Pastor; si consiste en escuchar más que hablar, en compartir y no tanto dar, en caminar manchándote los pies con el mismo barro que tus hermanos, entonces pienso que Juan ha sido y es un excelente sucesor de Jesús.

El día de su despedida y correspondiente toma de posesión (vaya palabro) trajo escenas muy emotivas. Cuando llegó el momento del saludo al nuevo obispo, subían al presbiterio las autoridades, las religiosas, todos cumplimentaban y bajaban; pero cuando subieron laicos, personas de a pie, mamás con niños, saludaban al obispo y de ahí pasaban a abrazar a Juan antes de regresar a sus lugares. Al final de la misa no le dejaban alcanzar la sacristía, lo vi rodeado por una nube de fieles, tocado con su mitra y sin duda tocado en su corazón.

Durante toda la jornada, Juan recibió numerosas muestras de cariño y reconocimiento. Le van a recordar siempre por estar ahí a la mano, por su invencible sencillez y su solidaridad con los más vulnerables. Varios discursos destacaron que jugó un papel clave en la gestión de la pandemia en Requena, posibilitando la llegada de ayudas que salvaron vidas. Una señora declaró que “ha sido verdaderamente un hermano menor”.

Cuando le tocó decir una palabra, manifestó: “Me voy porque les quiero”. No creo que lo comprendan, pero sé que lo respetan. Porque el respeto es padre e hijo del amor, y se conquista con entrega, paciencia y bondad. Gracias hermano Juan por tu silenciosa cátedra de Evangelio.

sábado, 12 de noviembre de 2022

HOSTIGAMIENTO SEXUAL NATURALIZADO


Como cuando te das un golpe y de pronto todos los siguientes van al mismo sitio, así llevo una temporada escuchando relatos que me hacen transitar del estupor al asco y de ahí a la indignación. Pocas veces he sentido tan perentorio el impulso de partirle la cara a alguno, si se me acepta la chabacana expresión.
 
La historia admite escasas variantes: un varón de mediana edad se acerca repetidamente a una chica joven con comportamientos insinuantes que permiten interpretar que quiere algo con ella. Aumentemos el zoom: hombre de entre 30 y 55 años, muchas veces con mujer e hijos, y que ostenta una posición de poder o autoridad, hostiga a una adolescente o joven con el objetivo de tener relaciones sexuales. Para que quede claro.
 
La sangre me hierve con más virulencia cuando se trata de profesores. Les envían whatsapps a las chicas (algunos los he visto), les piden “ser amigos”, las invitan a salir, a comer algo; les pasan el brazo por el hombro o les tocan la rodilla, la espalda, el pelo; les dan plata, les ofrecen comprarles un celular… A una el profe incluso le propuso que se fueran a Nauta, que es el picadero por excelencia en lenguaje loretano coloquial.
 
Las jóvenes tienen catorce, quince, dieciséis años, son alumnas, y siempre las notas actúan como chantaje. Es repulsivo. Me contaron cómo en un colegio el maestro le daba dinero a la mamá, y así se aseguraba su silencio, una ayudita para traer el arroz a la casa y de paso un 17 para su niña. Pero las noticias más repugnantes me llegan de la universidad: profesores que prácticamente “venden” el aprobado a las alumnas; eligen a las que más les gustan, las citan a solas en clase o en su oficina, las presionan suciamente. Y peor en cursos que son “llave” y que dan acceso a otros posteriores.
 
Hay un par de consideraciones que añadir para completar el cuadro. Una es el estereotipo de las loretanas como “ofrecidas”, mujeres fáciles o pishpirillas. Recuerdo que, en cuanto dije en Mendoza que me venía para la selva, varias señoras me advirtieron de que “cuidado padrecito, porque allí todas van con tirantes y short…” 😨. Asu. Creo que tiene que ver con el carácter desenfadado y comunicativo, con la manera de vestir a causa del calor, la forma de vida en la calle. Es un mito, pero hace poco un compañero me contó cómo una mamá le insistía para darle clases de matemáticas a su hija colegiala: - “Yo soy de letras señora, no sé nada de eso”; – “Bueno padrecito, pues téngala ahí en la casa con usted para que le haga compañía…”. Blanco y en botella, leche.
 
El otro aspecto tiene que ver con el silencio y la impunidad. Las actitudes ambiguas son tan explícitas que las muchachas no saben qué hacer. ¿A quién van a acudir con algo así? ¿Cómo van a creerme si cuento que mi profe se propasa, me llama “linda”, se las arregla para que nos quedemos solos, me llena el celular de mensajes? Los rijosos se aprovechan de esa losa de sigilo, vergüenza e impotencia que favorece a los abusadores, incluso dentro de las propias familias.

Es realmente nauseabundo; una corrupción mucho más grave que la económica, y está igual de naturalizada en el Perú. Lo mismo que aquel eslogan “El alcalde roba pero hace obras”, cualquier día nos encontramos escrito en alguna pared “El profe acosa a las alumnas pero enseña bien inglés”. ¿Qué habrá en la cabeza de estos individuos para que se comporten así? Probablemente nada más que porquería.

Toparme con esta infección me coincide con la tarea de armar códigos de creación de ambientes sanos y seguros, y protocolos de protección de menores en el Vicariato. Nos lo pide la Iglesia y nos lo exige a gritos la realidad: debe haber instrumentos que permitan a las adolescentes defenderse, denunciar y salir de la pesadilla. Hay que reflexionar, concebir el material e informar a todos: niños, jóvenes y adultos.

Un problema muy profundo, contra el que debemos luchar por tierra, mar y aire, y empezando por la escuela, porque la clave es, por supuesto, la prevención (en el Vicariato tenemos cuatro colegios en convenio con el Estado). Aprieto los puños de rabia, casi no puedo escribir, pero nadie nos va a detener hasta que acabemos con esta herida social. Ya pueden ir temblando esos cochinos mañosos (“mañoso” en Perú no es “manitas”, sino un baboso que toquetea a las mujeres).

sábado, 5 de noviembre de 2022

INMOLACIÓN EN EL ALTAR ADMINISTRATIVO


Me empujo un paracetamol con el bocadillo de la cena porque me duele la cabeza (el morro, diría mi padre) y noto los ojos cargados. Normal -me digo- si pienso que me he pasado prácticamente todito el día delante de la computadora acorralado por informes pendientes. Y hace poco, el DOMUND… vaya misionero que estoy hecho.

En octubre y noviembre se acumulan las tareas administrativas relacionadas con cerrar proyectos: hacer balances, rendir cuentas y por tanto elaborar informes narrativos de lo que hemos hecho a lo largo y ancho de nuestro Vicariato (que es decir mucho): visitas pastorales, encuentros de formación por acá y por allá, jornadas vicariales, construcciones de diverso pelaje, compras de materiales…

Toca desempolvar reportes que los puestos de misión enviaron en su día, y perseguir implacablemente a quienes deben documentos y crónicas de actividades realizadas. Muy pronto, en Islandia, aprendí que una parte ineludible de la misión en un vicariato pobre como el nuestro consiste en escribir, en componer memorias que den cuenta del trabajo que hizo posible un financiador al que en su día nos dirigimos con la mano extendida.

Todo ese material debe llegar a la oficina, y acá dos o tres pringados lo acomodamos, lo preparamos y sacamos informes finales para enviar a quienes nos ayudan. Así pues, buscar, leer, hacerme una composición de lugar, darle al botón de la creatividad y redactar. En general no es difícil porque está todo servido, pero a veces tengo que mirar fijamente los listados de gastos e incluso las boletas para deducir qué tengo que poner… igual que hacía Tanque, el operador de la nave en Matrix, que descifraba los churretes de caracteres verdes en la pantalla, sabía qué había detrás de ese aparente caos alfanumérico.

Una castaña pilonga en toda regla. ¿Qué cómo lo llevo? Pues más o menos. Me ayuda recordar por qué estoy acá, en Perú, en la selva, el sentido último de todo, y por ahí cuadra. Ayer encontré una cita que me alivió: “(…) todo lo que uno hace, por muy mundano y profano que parezca, se convierte en “divino servicio”“ (Constituciones de la Compañía de Jesús 547, 3)*. ¿Acaso estos papeleos no son imprescindibles para que la misión navegue?

Que además son un ciclo imparable, pues casi a la par que se terminan proyectos, hay que ir pergeñando otros que nos permitan vivir y trabajar el próximo año: reforma de casas misioneras (antes de que se caigan a pedazos), presupuestos para catequesis, para los internados, para reparar ambientes en Indiana (la casa que nos acoge a todos); apoyo para que pueda haber asamblea vicarial en marzo (pasajes, alimentación, viajes de los facilitadores…), para reuniones de coordinación, jornadas y encuentros de capacitación de agentes pastorales, de los misioneros; plata para que podamos seguir subiendo a los botes y llegando a las comunidades más lejanas…

Pues eso. He cambiado las botas de jebe por el mouse y el gorro por las fotocopias. Es lo que hay, alguien tiene que hacerlo, y por suerte no durará eternamente. En Alex, una novela de Pierre Lemaitre, el comandante Verhoeven se dice a sí mismo: “Estás haciendo tu trabajo, así de simple. Un trabajo, Camille, no una misión. Haz lo que puedas. Hazlo lo mejor posible, encuentra a esos tipos, a ese tipo, pero no dejes que afecte a tu vida”.

Tal vez no haya definición más rigurosa de la misión como aquello que afecta a tu vida hasta el punto de trastocarla, voltearla, levantarla y enrollarla (Is 38, 12), cambiarla por completo e impelerte a que la entregues entera. La misión la vivo ahora, también, en estas faenas burocráticas; trato de dar lo mejor. No es ninguna aventura apasionante, pero hoy es lo que tengo para compartir.

* GUIBERT, J. M., Liderazgo basado en la amistad. Cincuenta recomendaciones ignacianas, Sal Terrae, Santander 2021, pág. 27.