domingo, 22 de julio de 2018

UNA PEQUEÑA GRAN MUJER


El año pasado, el día de la Virgen del Valle, antes de la procesión y de la misa, fui a visitar a Cati. Hacía mucho tiempo que no la veía, dos años de dura lucha contra la enfermedad, y me advirtieron que su aspecto podría chocarme. Recuerdo que a esa hora su casa estaba llena de sol. Cuando escuchó mi voz, sus hijas la ayudaron a levantarse, nos besamos y nos sentamos en el sofá para una de nuestras habituales conversaciones. “Esta es la última vez que nos vemos”, me dijo.

Yo sentía una gran paz, como siempre que hablábamos. Ella tenía la capacidad de ralentizarme, de suavizar mi marcha desbocada de cura joven que patea el pueblo a toda velocidad, y me invitaba a escucharla. Al principio, en cuanto yo llegué a Valencia y nos conocimos, ella requería al sacerdote; más tarde, a medida que fui descubriendo qué clase de persona me abría su corazón, comprendí que con Cati no valían recetas de manual ni frases hechas, ella necesitaba simplemente que yo compartiese mi interior, que dejase fluir con naturalidad mi fe y mi humanidad, sin hacer caso a funciones o roles.

Eran pausas dentro de una actividad tremenda. Muchas veces Blas y yo bromeábamos en la sacristía: “¿Cómo podrá salir tanta energía de una cosa tan chica?”. Sus hijos, su casa, su trabajo, cuidar a sus padres ancianos… y la parroquia. Porque Cati lo era todo en la vida de la parroquia. Se llevaba las colectas y las limosnas e increíblemente contaba ese montonazo, lo ingresaba e informaba puntualmente en el consejo económico. Yo confiaba en ella más que en mí mismo. Estaba en varias hermandades y cofradías y por tanto en su consejo también; y en el equipo de liturgia; y en el consejo de pastoral; y había sido catequista; y…

Podía porque era una mujer de fe. Había sido educada, como tantas generaciones, por las monjas Concepcionistas del convento, y vivía con ese sentido de Dios y esa finura tan característicos de mi pueblo, una piedad tradicional pero centrada muy acertadamente en la Eucaristía. Cuántas veces he encontrado a Cati sola en el silencio de la capilla del Sagrario, en ratos de intimidad con su Señor incrustados en medio de una jornada de vida y trabajo, que le daban determinación y ánimos para batallar y superar tantas cosas. Qué hermosura.

Recuerdo cuando empezó a ser ministra de la Comunión, ¡qué trabajo me costó convencerla! “Pero Cati, si tú no eres digna, como dices… ¿quién lo será? Yo mismo cuelgo los hábitos”, y se reía por encima de sus gafas. Sé cómo disfrutaba esos sábados, ese servicio era para ella el mejor de todos, el más delicado, ella con su Señor para los enfermos y los impedidos. Su hija Cora me decía el otro día por teléfono que la fe que tenía su madre la ayudó a vivir feliz y a enfrentarse al cáncer, que ella lo veía ahora con toda claridad. Ciertamente, cuando llegó el zarpazo de la enfermedad, Cati estaba sobradamente preparada para identificarse con Jesús en la cruz.

El sol inundaba el salón y Cati me pidió confesarse, como tantas veces. Eran conversaciones profundas, que me permitieron asomarme a su alma. Hablábamos de la oración, de la familia, de la bondad de Dios. A pesar de su formación, era capaz de evolucionar en muchas cosas, de adaptarse a ideas más abiertas. Y fue siempre una prudente y discreta consejera para mí, que era novato y más de una vez necesité sugerencias y correcciones. Esa relación me ayudó a sentirme “adulto”, párroco en medio de los problemas reales de las personas “mayores”, y no solo organizador de grupos de jóvenes como hasta entonces.

“Pero si tú no tienes pecados”. Quería darme un dinero para los pobres de mi misión. Hace algunos días puse un whatsapp a su hija Mari Ángeles: “Dile a tu mami que lo que me dio se ha utilizado en comprar medicinas para gente humilde”. “Se lo voy a decir al oído porque está ya sedada”, me respondió. Y Cati lo escuchó, igual que todas las canciones que adornaron su Eucaristía de despedida, como ella quería y merecía. Tenía su lámpara prendida y sus manos repletas de amor regalado y recibido.

Gracias, Cati querida, por todas las riquezas de fe que me mostraste. Por ser hija, madre, creyente y mujer de Iglesia. Sé que estás donde siempre esperaste, en la luz más bella, junto a Nuestra Señora y al Corazón de Jesús. Por eso aunque lloro, estoy alegre; contigo la muerte no tiene nada que hacer. Siempre estarás en los tuyos, en tu pueblo, en tu parroquia, en mí. Te quiero mucho.

1 comentario:

Vale Basaldua dijo...

Que belleza de alma! Me dieron ganas de haberte conocido, caty. Que Dios la tenga en su santa gloria y en ese rico abrazo maternal.