domingo, 30 de abril de 2017

AUSTERIDADE


Una de las primeras impresiones al llegar a Islandia es el hecho de que mi nivel de vida ha se ha precipitado como los mojones del tío alto del chiste. Intuía lo que me he esperaba, pero hasta que no lo experimentas en carne viva no te das cuenta de lo que significa ser pobre. Durante años fui religioso con voto de pobreza, pero es ahora cuando vivo realmente las precariedades de una economía breve, como dicen mis compañeras brasileras.

“El obrero merece su salario”, pero un vistazo al cepillo de Islandia es un asome a la desolación: la colecta no llega ni a 40 euros al mes. En Mendoza, parroquia gigante llena de fiestas patronales, misas de todo tipo y sacramentos, los curas ganábamos casi para cubrir nuestras necesidades cotidianas y los gastos de la pastoral (si exceptuamos el carro); aquí, en esta remota y enorme frontera, los misioneros vivimos de lo que nos envían de nuestros países de origen. Comemos gracias a la generosidad de otros lejanos, nosotros no ganamos nada.

Más bien al revés: la misión nos cuesta. Lo que antes me servía para ayudar a la gente y para cosas personales (porque la parroquia me proveía de todo lo esencial), ahora tengo que emplearlo en la compra cotidiana de alimentos, el mantenimiento de la casa… y los gastos normales de la tarea parroquial (desplazamientos, el cirio pascual que he pagado de mi bolsillo, libros, rotuladores etc. etc.): vivir y trabajar. Eso hace extremar la austeridad; yo nunca fui por ahí de misionero platudo por opción, pero ahora es por obligación. No podemos dar porque “¿de dónde?”, como dicen acá.

Y luego está, por el otro extremo, la realidad de los precios: la frontera reduce tu poder adquisitivo como los jíbaros las cabezas porque todo cuesta una barbaridad. En Islandia peor porque no hay chacras, vivimos sobre el agua y por tanto no se cultiva y todo hay que traerlo de fuera. Así que vas a comprar acelgas y te encuentras con que un kilo vale 15 soles, cuando en Iquitos tal vez esté a 2. Un par de papas y tres cebollas 7 soles, 2 euros, ¡esunescándalounabuso! en idioma de Mafalda. Como todo el mundo, tenemos que hacer cuentas para llegar a fin de mes, y eso nos iguala en la lucha diaria por salir a flote (jaja, nunca mejor dicho). Es una solidaridad en la estrechez con todos nuestros vecinos.

Pero el primer problema es el agua. Es una paradoja: durante los meses de la creciente del río no vemos el suelo y vivimos rodeados de agua, pero no hay agua en las casas; resulta que las tuberías que llevan el suministro municipal van bajo tierra (claro) hasta llenar los depósitos domésticos, pero cuando el Yavarí crece esas cajas hay que subirlas para evitar que queden sumergidas, y entonces el sistema de bombeo ya no tiene presión suficiente para hacer remontar el agua y llenar los depósitos. Resultado: hay que estar recogiendo constantemente agua de lluvia para beber, lavar la ropa, los platos… Y siempre con el reflejo de no desperdiciar el agua, porque si durante muchos días seguidos no llueve, solo queda botarse al río.

La escasez lo vuelve todo muy difícil. La impresora de la misión no tiene tinta ni se pueden conseguir los cartuchos hasta Iquitos. Hoy no hemos logrado encontrar una grapadora en todo el pueblo, ni una lata de pintura marrón. Ni helados, ¡ni queso (que es más grave)!. Y hacer fotocopias ha sido una odisea; al final en la municipalidad nos han brindado su máquina, una pequeña multifunción… pero llevando nosotros el papel.

Si quieren les hablo de la casa, o mejor lo dejamos para otra entrada porque ya van a cortar la luz (son las 10:50 de la noche). En la capilla (eso sí tenemos) hay una tela con el lema de mis compañeras: “Itinerancia Austeridade”. Yo deseaba vivir más humildemente, compartir más la pobreza de esta gente; pues lo he conseguido. Y no es fácil. Ojalá mi sensibilidad se impregne de esta sencillez, de modo que no solo “la soporte”, sino que aprenda a amarla como parte de mi espiritualidad para que me enriquezca y me haga crecer.

lunes, 24 de abril de 2017

BOTADO EN PLENO AMAZONAS


Ocurrió en el regreso del viaje de reconocimiento a Islandia. El deslizador sale de Santa Rosa a las 4 de la madrugada, así que nos fuimos a dormir a Leticia la noche antes. A las 3, un motocarro vino a recogernos y nos llevó a Tabatinga, donde a su vez un bote nos pasó por 10 reales al muelle de Santa Rosa. El rápido estaba ya casi lleno a las 3:30, de modo que a las 3:40 ya salió. “Vacán – pensé yo- vamos a llegar a Iquitos todavía más temprano”. Jeje, no sabía la que nos esperaba.

El deslizador es un barco grandazo, una especie de autobús fluvial que lleva a unas 80 personas desde Iquitos hasta la triple frontera en 8 o 9 horas (bajando, porque surcando, o sea río arriba, demora unas 12 horas), es decir que va a toda pastilla por el Amazonas formando una olas que fastidian a las canoas y otras embarcaciones domésticas. Te dan el desayuno, el almuerzo y una botella de agua, y algunos hasta te ponen películas; y pagas duro, claro, 170 soles o más.

Nuestra surcada comenzó bien, yo me dormí como de costumbre las primeras 4 horas o así. Hubo una primera parada (no me acuerdo dónde), en la que varios policías entraron, nos jalaron a todos los DNIs, se pusieron a abrir mochilas al azar y a mí me tocó, claro está: la cosa había empezado a torcerse. Aunque desde luego, si quieren interceptar la coca que viaja por el río así, están cagaos, jamás van a dar con un gramo. Lo que sospechamos todos es que realmente no quieren…

Un poco más arriba, ya pasado San Pablo, de pronto se oye un ruido bien feo RRRRRRR!!! y empieza a oler a humo. La nave se detiene en mitad del río, los tripulantes empiezan a recorrerla frenéticamente palante y patrás, traen herramientas, hablan bajito entre ellos, sudan, llaman por teléfono satelital a la empresa. Y mientras los pasajeros, hundidos en un espeso silencio y sancochándonos lentamente bajo el sol tropical, nos tememos lo peor: una pieza del motor se ha tronzao y hay que traer de Iquitos en un fuera borda el repuesto y el mecánico. Piña.

Estábamos cerca de San Isidro, una comunidad ribereña, de modo que comenzaron las operaciones de remoque a ese lugar. Aparecieron cuatro peke-pekes solidarios, se colocaron dos en cada costado, pero como los motores no tenían la misma potencia costaba un mundo dirigir correctamente el deslizador. Hubo dos o tres buenos choques contra la orilla, pero al final, gracias a un tipo subido en el techo dando instrucciones, llegamos al puerto. Habían pasado casi tres horas desde la rotura del motor.

El pueblo debe de ser uno de los más cochinos del Amazonas, con incontables botellas de plástico botadas por todos lados. Allí estuvimos esperando más de seis horas, alternando lluvia con sol, asistiendo al espectáculo de carga y descarga de las lanchas que iban llegando y haciendo un curso intensivo de paciencia. Resulta que el fuera borda salvador se quedó sin gasolina a una hora río arriba; tuvieron que pedir prestado otro fuera borda para ir a salvar el bote salvador y traer el repuesto.

Finalmente, sobre las 6:45, ya casi de noche, el motor resucitó y zarpamos. Yo iba zurrao por los peligros del río a esas horas: palos, ondas sorpresivas, obstáculos, embarcaciones sin luz, lluvia… cada dos por tres el barco se paraba y me parecía que el motor ya se había malogrado de nuevo. Como no podía pegar ojo, pensaba y sentía, y me extrañaba de cómo me decantaba por Islandia de entre todos los lugares visitados. Así hasta que avistamos Iquitos.

Pero cuando estábamos ya en el Nanay, a 300 metros del puerto, pum, otra vez el deslizador detenido. Y es que también se había quedado sin combustible; probablemente dieron gasolina a los peke-pekes remolcadores pero no la repusieron después pensando que tendrían suficiente, en una exhibición híbrida de tacañería y estupidez. Veinte minutos más esperando hasta que por fin llegamos. Eran las 2:15 de la madrugada y el viaje, que debería haber durado 12 horas, duró casi 23. Me he quedado con el nombre de la empresa: Transtur nunca mais

miércoles, 19 de abril de 2017

PASIÓN FLOTANTE


"¿Y si, en vez de lavar los pies yo solo, nos los lavamos todos unos a otros? Total, si somos 15 personas”. Sí, fui yo el que lo dije, pero no era idea mía: se les había ocurrido a los de Islandia los días anteriores, preparando el jueves santo. Me pareció chévere y la exporté a Santa Rosa, la sucursal que tenemos en la trifrontera. Todo en mi nueva misión es nuevo y sorprendente, me impacta pero al mismo tiempo lo recibo con naturalidad, es curioso. “Como gota de agua que entra en una esponja” (Ej 335).

De modo que pusieron cuatro tinas, jarras y toallas, y tras lavar yo varios pies, la gente fue saliendo por parejas a hacer lo propio. El gesto es perfectamente elocuente porque acá todos vamos siempre en sandalias (chanclas en España) y limpiarse los pies manchados de barro o tierra es algo automático antes de entrar en la casa. Que te lave otro tus pies cochinos no cabe en cabeza, y que te los lave Jesús menos. Tal es su pequeñez, de ese talante es su señorío.

El viernes santo discurrimos leer la pasión en movimiento por las calles (perdón, por los puentes) del pueblo como si fuera el via crucis. El profe de religión preparó un drama con los muchachos para acompañar a cada estación. Los chicos aparecieron con sus vestimentas, se habían hecho cascos de romano y corona de espinas de cartón, las santas mujeres tenían velos y Jesús se iba llenando de sangre a medida que le iban pegando y crucificando. La creatividad de los jóvenes es imparable en todas las culturas, y en la acuática Islandia también.

Se sucedieron las paradas, la gente miraba con curiosidad y gran respeto, incluso haciendo fotos. Nadie se burló, creo que el que más me reía era yo, que fastidiaba a las chicas: “las mujeres mucho llorar, pero no hacen nada” jaja. En varias casas habían preparado como altares parecidos a los del Corpus, en una esquina le pedimos al heladero que parase el compresor por el ruido, y en la casa misionera los jóvenes hicieron el sketch debajo de mis calzoncillos tendidos. El cuadro lo completaba Marina entonando cantos de la época de nuestros bisabuelos, “sacando del arca lo viejo y lo nuevo”, como el buen escriba de Mt 13, 52. La cruz caminaba sobre el agua del Yavarí invasor del pueblo, entre motores fuera borda, olor a pescado y balsas, adornada con las risas de los niños nadando a la caída de la tarde. Otro mundo que ahora es el mío.

Al día siguiente (aniversario del inolvidable “Sábado Santo bajo el huayco”) tocaba la Vigilia. La echaba de menos y la cogí a deseo, preparándola con el personal autóctono lo mejor que pudimos. Empezó con el fuego… en el muelle, frente al mercado. Las mujeres que venden cena a esas horas nos miraban silenciosas. Como la misión no tiene plata, la gente llevó sus velas, y de camino a la iglesia cantábamos “Los hijos de la selva te alabamos Señor”. Luego, con todo y guitarra, entoné el pregón pascual, las letanías de los santos y les hice aplaudir (reír de momento les cuesta más).

Por primera vez he bautizado a una adulta en la noche de Pascua, Rocío, una mamá joven. Sus nervios y su cara de felicidad fueron la mejor gala para una celebración hermosa y muy especial, la primera sobre las aguas del Yavarí y el Amazonas. Continuó en casa de la bautizada, que nos invitó a sánguches de pollo, torta ¡de chocolate! y vino semi seco brasilero marca Dom Bosco (jeje). Conversamos en familia sobre cuántas cosas queremos hacer en la parroquia mientras veíamos el clásico peruano: La U 3, Alianza 0, toma ya. Así terminó mi primera semana en Islandia: santa, mojada y entrañable.

sábado, 8 de abril de 2017

ASAMBLEA VICARIAL


En esta tierra de misión que es el vicariato, todo está siempre empezando. Igual que el río, que es siempre nuevo y siempre el mismo, este trozo de iglesia amazónica y fronteriza tiene 72 años, pero con cada fiesta de san José vuelve a nacer, se detiene a pensar, a recrearse y a celebrar. Es la asamblea vicarial, el encuentro anual en Indiana de los misioneros y un buen grupo de laicos.

Una ocasión especial porque es la única vez que nos veremos casi todos debido a las enormes distancias y las dificultades para encontrarse durante el año. Por eso se aprovecha para estar juntos y conversar, intercambiar, compartir. Es un ambiente muy particular, distendido y multicultural, -procedemos de variadas nacionalidades-, y al mismo tiempo apasionadamente selvático. La maloka, que es el espacio donde trabajamos, imita el lugar central de la vida de las comunidades nativas. Está bellamente decorada y la rodean pancartas con los nombres de los 16 puesto de misión (no tanto "parroquias") de nuestro vicariato.

Hay diez o doce nuevos (como cada marzo) y me cuentan que más de la mitad de los misioneros llevan menos de tres años por estos ríos. Así que le dedicamos una tarde entera a la integración: Dominik, con mucho ingenio, nos hace jugar, brincar, cantar y bailar, comunicarnos... en definitiva romper el hielo y convivir. Pronto botas el roche y te sientes parte de un grupo humano, porque al fin y al cabo eso es el vicariato.


A golpe de campana se sucede una semana entera de faena: evaluaciones de los puestos de misión y de las áreas pastorales, temas de formación, rendición de cuentas exhaustiva y transparente, oración y Eucaristía, ejes transversales de trabajo cara a este año, programaciones... Salen cosas muy interesantes: compromiso por los Derechos Humanos, la ecología, la pastoral indígena, las fronteras… Por momentos me sale humo de la cabeza y, a pesar de que las sentadas te dejan el poto cuadrado, acabas estos días hecho mazamorra.

El día del patrón del vicariato, en la noche hay la velada a San José. Un grupo de folklore autóctono ameniza con flauta y tambor la maloka, donde se colocó la imagen del santo el primer día. La gente va saliendo a danzar (que no es bailar, ¿eh?) por parejas o tríos, comienzan santiguándose ante el Patriarca, y luego mantienen una cadencia rítmica: cuatro pasos adelante y cuatro atrás, un pañuelo en las manos; y cuando el tambor redobla, hay que mezclarse unos con otros y regresar a donde antes. Una danza ritual típica de la selva, y tan fácil que hasta yo me inculturé un poquito.

En cada desayuno, almuerzo y cena de los días de asamblea, el obispo se encuentra con el equipo de cada lugar, y ahí se comentan cuestiones del puesto, se barajan fechas y también se bromea y se estrechan lazos. Y además, durante toda la semana está la pequeña emoción de saber dónde irán destinados los nuevos, qué cambios habrá en los servicios vicariales, etc. El misterio se devela el último día, cuando Monseñor Javier sale y nombra los responsables de los puestos, de las áreas y funciones, y los integrantes de los organismos del vicariato. Ahí se leyó: "Islandia - P. César Caro", aunque ya se sabía porque los secretos siempre corren por los pasillos... o trepan por los tamshis (lianas) de la selva.


Lo penúltimo es la Misa Crismal. Hay que celebrarla más de tres semanas antes del jueves santo porque en esa fecha estaremos cada uno en una punta del mapa. Nos juntamos 12 curas con el obispo, creo que falta alguno. De los 16 puestos de misión, 6 no tienen sacerdote, ahora, con la nueva pesca, quedarán en 4; Islandia nunca ha tenido hasta ahora. En mayo cumplo 17 años de ordenado, y esta vez la misa es muy sencilla pero me emociona de veras.

Y lo último es la fiesta, donde reímos con ganas y comemos canchitas. Mientras veo los diferentes números artísticos, pienso que por un lado me da pereza empezar de cero, conocer a nuevas personas, son ya varias veces (Mérida-Badajoz, Chachapoyas…); pero al mismo tiempo estoy orgulloso de ser uno de ellos, de formar parte de este vicariato, casi no me lo creo todavía. Los misioneros me parecen unos tromes, unos cracks, no les llego ni a los talones pero aquí estoy. Sale a actuar La Modelo Cantante, la secretaria Ninfa, siempre tan seria en su oficina detrás de su computadora, y nos sorprende matándonos de risa. Es mi nueva familia, que Diosito me ha dado y yo no merezco. Habrá que enterarse de qué pretende Pachayaya.

sábado, 1 de abril de 2017

ISLANDIA


En apenas 40 minutos, el rápido nos lleva desde la triple frontera al viejo puerto brasilero de Benjamin Constant, justo donde el Yavarí muere en el Amazonas. Enfrente, a solo 5 minutos de navegación Yavarí arriba, hay una isla ya sobre territorio peruano. Al llegar de inmediato quedo atónito, y mi asombro no desaparece hasta ahora. Es como estar en Venecia, pero en medio de la Amazonía y al estilo selvático.

Islandia está armada sobre pilares que sostienen las calles, las cuales son pasarelas de concreto y madera para salvar la creciente que cada año, durante muchos meses, cambia la faz de la tierra por el agua del río invasora y omnipresente. Te pones a pasear y se te acaba el pueblo, y si vas leyendo el periódico y no miras por dónde vas, puedes salir del pasillo y darte un chapuzón involuntario. Las entradas de las casas son también pequeños puentes. En Islandia la gente pasa meses sin pisar suelo firme, sospecho que son una evolución de anfibios inteligentes.

No se ven carros ni mototaxis (...), pero sí canoas para visitar a la familia y los amigos, jeje. La plaza de armas es una especie de piscina gigante que tiene al fondo la municipalidad. Los niños se bañan, nadan y juegan. Por la tarde van con sus mamás al coliseo deportivo (digo yo que no podrán patear la pelota muy fuerte para no tener que botarse al agua a buscarla); también hay escuela, colegio, puesto de salud... y todo flotante. Viví dos días fascinado, nunca había visto nada igual.


También estaban perplejos los que nos vieron bajar del rápido aquella tarde: las cinco religiosas brasileñas de cuatro marcas distintas, un franciscano y dos curas diocesanos bien gringos. La hermana Alcira, que está despidiéndose, había preparado bonito la Eucaristía de bienvenida a Zélia, Eunice, Emilia, Ivanês y Fatima; la iglesia, chiquita, no se llenó, como no se llena casi nunca, pero la gente se mostró muy acogedora y cariñosa. Esta misión solo tiene diez años de existencia (más o menos) y acá nunca ha habido sacerdote residente. Es un territorio con fama de difícil para la tarea de evangelización.

La frontera tiene sus propias leyes, y una de ellas es que la pobreza es un rodillo del que no escapa nadie. Las condiciones de vida en el pueblo son muy modestas: hay luz de 6 de la mañana a 1 de la tarde, y luego de 6 de la tarde a 11:30 de la noche; a pesar de vivir sobre el río, hay restricciones de agua para beber y para uso doméstico cuando las lluvias son cicateras. Hay wifi importado de Benjamin a razón de dos soles por dos horas (o algo así). Los regidores municipales están preocupados por la limpieza para evitar que el río bajo la población se convierta en un vertedero. Y todo hay que traerlo de enfrente, de Tabatinga, Leticia o Caballo Cocha, desde un frigorífico hasta una caja de paracetamol, con lo que eso supone de gasto y complicaciones. Por cierto, se compra en reales, la moneda brasileña, más que en soles. Un lío políglota para terminar de adornar el cuadro.

Otra ley es la supremacía de la impunidad, porque la frontera parece alejar a la autoridad y condenar a los humildes a las infecciones de la lejanía: producción y tráfico de coca, trata de personas, venta de niñas (a veces por su familia) para prostitución, comercio ilegal, empresas madereras y mineras implacables y crueles con la naturaleza, violaciones de los derechos humanos y atropellos contra los derechos territoriales y culturales de los indígenas, devastación del medio ambiente... Un reto enorme para el puesto de misión, un Yavarí inmenso y casi desconocido, donde el Vicariato ha penetrado poco por falta de personal.

Pues hasta allá llegan esas cinco mujeres valientes, que recién he conocido. Ni por un momento había considerado la posibilidad de trabajar yo allí, pero, como pasó cuando puse el pie en la selva, algo me cautivó. Y de hecho, en la asamblea vicarial, que es la siguiente experiencia, se acabó de fraguar y decidir una tremenda sorpresa: Islandia era el final de este viaje portentoso, y será también mi destino, el lugar donde viviré y trabajaré como misionero. Diosito es tan bueno y generoso como bromista. Para mi cumple, un chaleco salvavidas con el escudo del Atleti.