Hasta hace unos meses, jamás había oído hablar de un pueblo
originario llamado ajebeko-urue. De hecho, si uno busca en Google y
se lo pregunta a la IA, lo más parecido es un restaurante francés-japonés Akabeko
en París, cuyo nombre deriva de un juguete folclórico japonés en forma de vaca
roja con la cabeza bamboleante. Pero el caso es que los ajebeko están a solo
cuarenta minutos de Soplín Vargas, puesto de misión del alto Putumayo, en el
río Penella. ¿Quiénes son estas gentes?
“¿Quiénes somos?”, cuenta Enrique que se preguntaron
años atrás. Fue después de que los del gobierno llegaran a darles el título de
propiedad de su tierra, inscribiendo a la comunidad como “nativa murui”. Poco
después vinieron los maestros bilingües, pero resulta que, aunque eran murui,
¡nadie los entendía! y solo podían enseñar a los niños en castellano. Ahí
se dieron cuenta de que no eran quienes hasta entonces habían creído.
Y es que muchos de ellos se llaman de apellido Caimito, un
fruto bien dulce y también el nombre de uno de los clanes de la etnia
murui-muinane. Hay una teoría que dice que los ajebeko son un clan escindido
de los murui en la antigüedad, tras una guerra; de hecho, parece que su territorio-fuente
estaría también en el Caquetá. Pero entonces, ¿cómo se explica que las
lenguas sean tan diferentes? Otra hipótesis es que este pueblo proviene del
tronco común de la gran familia huitoto, pero es de hecho distinto.
Hemos atracado en Santa Teresita y ya nos están esperando
en el puerto. Se han ataviado con sus vestimentas tradicionales y varios
hombres llevan sus coronas de plumas. Estrechamos todas las manos y ahí mismo
hay una primera danza, un círculo rítmico que nos rodea dándonos la
bienvenida. Nos invitan a pasar a su maloka, que me fijo que es de concreto
y calamina. Allí piden que se sienten “los vejucos”, es decir, los
adultos*. A pesar de que somos desconocidos, percibimos buen humor y bromas.
Hay más danzas. Noto que solo algunos abuelos saben las
canciones, los pasos son vacilantes, inciertos… Pero participan los niños, hay
un interés por mostrar y transmitir lo suyo. Lo mismo ocurre con las comidas,
que en un momento llenan las mesas que han dispuesto. Son platillos muy
similares a los de otras etnias, a base de yuca y pescado, sobre todo, pero tienen
sus propios nombres. La mujer que nos los presenta evita decir la palabra
“kawana” cuando toma la jarra con esa bebida a base de piña y almidón, porque
ese es el término murui.
Se suceden varios discursos: el cacique (que es mestizo), la
promotora del internado que nos acompaña, el padre… los blancos y mestizos
acaparan la palabra y yo, mirando las caras de los moradores, sé que no se
están enterando ni de la mitad porque su español es justito. Yo tampoco
entiendo casi nada hasta que por fin ellos mismos, los indígenas, comienzan a
hablar.
El señor Enrique narra que “No somos murui, pero
pensábamos que sí. Nuestros abuelos y padres nos contaron la historia, pero nos
preguntamos quiénes somos nosotros, cómo hemos llegado hasta acá”. Otro
vecino dice que hay una franja de selva, en el Angosilla, donde vivieron antes,
donde están enterrados sus antepasados. “Ahí ingresamos, cazamos,
pescamos, pero no está titulado a nuestro nombre”. Es parte de su
territorio ancestral.
La profesora también tiene claro que no son murui: “no mambeamos
coca, no chupamos ambil (tabaco). No necesitamos las plantas para comunicarnos
con Dios”. Muchos son evangélicos, y es probable que los misioneros hace
décadas les prohibieran el mambe; pero no se pueden definir como cultura
de manera negativa o por oposición, y de hecho “tenemos nuestros cuentos,
adivinanzas, saberes medicinales, la historia de nuestros orígenes. La
lengua no está escrita, estamos en ello, hay reuniones donde discutimos cómo
escribir las palabras, con qué letras y signos”. Es increíble.
Recién comencé a captar en qué situación están, y lo apasionante
que sería poder acompañar a esta gente. Un pueblo originario que indaga sus
raíces, que busca reconstruir sus señas de identidad, que trabaja para conocer
quiénes son y sueña con serlo de verdad. Qué hermosura. Queda un largo
camino para lograr un reconocimiento “oficial”, pero ellos ya están remando. “La
desaparición de una cultura puede ser tanto o más grave que la desaparición de
una especie animal o vegetal” (Laudato Si 145), y por tanto ayudar a que una
cultura reviva y perviva es un servicio que “enriquece a la Iglesia con la
visión de una nueva faceta del rostro de Cristo”, dijo el Papa Francisco en
Puerto Maldonado.
¡Qué envidia me dan mis compañeros misioneros acá en Soplín! Porque solo precisan escuchar, mirar, estar con ellos. No les den muchos discursos ni les hagan muchas propuestas de hacer cosas. Solo respaldar, preguntar, aprender, dialogar, contemplar. Y recibir, como por ejemplo yo, una corona de regalo. Con un abrazo y una cuestión sonriente: “¿cuándo vas a regresar?”
* Es un juego de palabras sarcástico: “bejuco” es cualquier liana o planta trepadora de la selva, que acá suplanta a viej-uco, viejuno, viejo.


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