Siempre me ha gustado sentirme lo que soy: una persona
como otra cualquiera, sin nada especial, uno más en la cola de los
pecadores, con un número de la seguridad social, como todo el mundo. Esto, que
parece una obviedad, me sosiega, me centra y me hace respirar simplemente mi
humanidad. Más que agradarme, es que lo necesito.
Nos formaron con la vieja táctica de sacarnos de “el mundo”,
especialmente en las primeras etapas. La teología conciliar del Pueblo de Dios,
con la igualdad radical de todos por el Bautismo (hace treinta años todavía no
estaba de moda la palabra sinodalidad) estaba vigente pero ya en
regresión; era una época claramente con muchos menos clergymans, pero seguía
pesando mucho la tradición: los religiosos son “distintos”, de algún modo
“mejores” o “superiores” al resto. Perdón por la crudeza, pero así era.
Por eso, cuando salí de la congregación y evolucioné a cura
de pueblo, esa manera de vivir me calzó como un guante. Disfrutaba siendo
vecino, que va a comprar el pan, participa en los carnavales, llora las
muertes, cocina, va al bar con sus amigos, pasea y saluda a todos, porque es
uno más, sin nada que lo distinga o lo segregue. Y cuando alguien me decía:
“reza por mí, tú que estás más cerca de Dios”, yo le contestaba: “no es cierto,
tú yo estamos a la misma distancia, porque Él está en nosotros”.
Esta sensación la disfruto en lugares de paso, en museos,
bibliotecas, sitios públicos o en transportes. Según se estudia en
antropología, citando a Foucault, son heterotopías, espacios excepcionales
que existen fuera del orden social y territorial normal, con sus propias
reglas, funciones y sentidos. Son áreas donde las identidades quedan
difuminadas o integradas, que acogen la diversidad sin prejuicios ni
clasificaciones, de alguna manera “no-lugares”.
Observo a las personas en el aeropuerto, durante la cola del
control de seguridad. Es increíble la multiplicidad de razas, colores,
peinados, atuendos, idiomas, expresiones, hasta olores. Cada viajero es diferente,
único e irrepetible. Todo está mezclado, pero la corriente humana obedece a
unas normas, porque estamos en un mundo peculiar dentro del mundo, y por eso
acá todos somos iguales: el escáner, el pase de abordar, los números de puerta…
Y yo, uno más entre ellos. Con mi cultura, con mis
afanes y mis esperanzas, como todos. Sin cargos, particularidades o importancias;
con la jerarquía puesta en modo avión, porque acá no hay “el
sacerdote”, o el encargado de esto o responsable de lo otro, sino solo un
hombre con una mochila en tránsito hacia su destino. No me quiero poner
distintivos, no deseo que me reconozcan o me señalen, para bien o para mal, sin
eventuales ventajas o incomodidades. Descanso al pasar desapercibido, disuelto
en la masa, perdido plácidamente en el anonimato.
Ahora estoy en el ponguero, el colectivo que surca el
Amazonas de Indiana a Iquitos, una especie de autobús del río. Los asientos son
dos largas bancas fijadas longitudinalmente a las bordas del bote, de manera
que los pasajeros vamos colocados unos frente a otros, y es inevitable
mirarse. Toda la gente de hoy es de raza amazónica, la piel oscura, el
cabello y los ojos negros, la estatura baja, las piernas fuertes. Hay muchos
niños, y varios bebés; uno llora, y su mamá inmediatamente saca la teta y se la
embroca.
Acá se me nota mucho más singular, soy un gringo, o
sea blanco, y además, pelacho. Contemplo sereno a mis compañeros de
travesía, y me imagino los problemas de cada cual: la señora de mi costado, el
joven con los audífonos… Voy con mi carga de preocupaciones, trabajo amontonado,
enredos y sinsabores propios del día a día; pero cada cual tiene los suyos,
nadie está libre, en eso sí que somos igualitos, y me conforta sentirme
parte del conjunto, sin desentonar, también uno más.
En el ponguero o en el aeropuerto el tiempo
tradicional se rompe o se "acumula" curiosamente. Se dilata, pero
vamos chismeando quién sube en cada parada. Y de pronto ahí está el puente
Nanay, y el cobrador pasa recogiendo los quince soles. Todos igual, ya
llegamos, sonrío como todos, hay unos pollos en el piso, junto a unas piñas de
plátanos, que sorteo como "uno de tantos" (Fil 2, 6-11). Qué alegría.
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