lunes, 15 de junio de 2015

GRACIAS A ATALAYA


Había tortilla de patatas, chorizo, croquetas y empanada de bacalao hecha por Grabiela. Había, sobre todo, mucho cariño en Atalaya, cariño que resiste todos los cambios, idas y venidas, viajes largos y lluvias. Un cariño que se materializa en sencillo encuentro de Eucaristía y mesa compartida.

Allí estaba Sofía Franco Castillo con su guitarra y sus sobrinas Lucía y Marina (que hizo su segunda comunión) con su mamá Mª del Camino; estaban las titas Toni y Pepa (Valle, ¿dónde te metiste, sinvergüenza?)), estaban las hermanas gemelas, y por supuesto Mercedes y el resto del coro. Isabel Mª, Sandra y Esther grandísimas, y Manoli y José Antonio enseñándome fotos de la Bicha y de Jose en Manchester. Ignorando el desgaste del tiempo que ha pasado desde que salí de Atalaya (7 años ya) porque el amor es un perfume que coloniza el corazón y lo siembra de alegría.

Siempre me invitan en Atalaya a presidir la Eucaristía y echar un rato con ellos. Voy en la novena de la Virgen de las Nieves, a veces en San Gregorio, he ido a varios entierros y acontecimientos... Es la relación de un párroco con su antigua parroquia, una relación singular atravesada de recuerdos pero tejida, sobre todo de agradecimiento por el bien que nos hemos hecho mutuamente. Cuando regresé de Níger hecho polvo sentí la necesidad de ir a Atalaya a contar qué me había pasado; y el domingo, con mucho gusto, les expliqué que me encuentro muy bien en Perú.

Porque los talayejos son parte esencial de mi proceso, de las caídas y amaneceres de mi vida como cura de pueblo y como misionero. La iglesia, preciosa, hecha por todo el pueblo, es la expresión de la valía de esta gente, humilde pero fuerte, perseverante en la acogida y ante todo generosa; generosidad para que todos sus curas quepamos en su entraña, sin distinciones ni comparaciones. Esas vidrieras pletóricas de color son el paisaje de heridas restañadas y amarguras domadas por una comunidad pequeña pero palpitante.

Por eso sé que a Carmen le brotará de nuevo la sonrisa, como a su hermana Manuela, y a Puri, si retoma su cita a la vera de Goyo. Gracias, Carmen, por venir. ¡Gracias Atalaya! Gracias a su párroco Jose Rubio por la delicadeza de invitarme; gracias por hacerme sentir querido incondicionalmente. Leandra, tú de vez en cuando me das un telefonazo a Mendoza; ya sabes, por si el morrillo se me tuerce... Para recordarme que las alpacas de trigo siguen siendo amarillas y en Atalaya yo sigo teniendo mi casa.

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