martes, 12 de agosto de 2014

LA CAPILLA DE LA PLAYA


A un tiro de piedra de casa hay una pequeña capilla que funciona los meses de verano. La atienden, desde hace años, compañeros de mi diócesis de Mérida-Badajoz que prestan ese servicio pastoral a cambio de alojamiento para unas vacaciones tranquilas. Y yo, cuando estoy, pues echo una mano los domingos.

La campanilla toca a misa de 9 cuando en agosto la luna ya compite con el sol. La iglesita tiene un porche y un patio que se llenan de sillas de tijera, de modo que se junta un grupo apreciable de gente. Es muy reconfortante comprobar que sigue habiendo creyentes, y que muchas personas necesitan expresar su fe también en verano. Quizá porque la fe no es un trabajo ni una obligación, sino una suerte, una experiencia de amor que descansa y calma la sed de sentido y espiritualidad. Que me enrollo.

Comienza la Eucaristía y noto que me suenan muchas caras; de hecho hace más de quince años que somos vecinos aquí en Isla Cristina, y hay gente que repite este destino vacacional cada temporada. Pero también hay siempre muchas caras nuevas, y eso hace de esta misa algo peculiar. Un público multicolor, con vestidos tipo ibicenco o en bernudas, siempre muy atento, porque es la primera vez que ven y escuchan a  este cura.

Así que en el saludo o en la homilía no temo repetirme, ni utilizar expresiones que me gustan, porque todo es nuevo para esta asamblea ocasional y playera. De hecho me doy cuenta de que se sorprenden ante bromas o gracias habituales en mí, y que en mi pueblo no hacen ya efecto (más bien se extrañan si olvido el "¿Cómo están ustedeeees?" de todos los días). En los primeros bancos -delante de las sillas-, recibo leves asentimientos de cabeza mientras trato de explicar que la barca hundiéndose es una imagen de los momentos en que todos hemos sentido: "de esta no salgo". Es encantador.

Pienso cuántas veces, por tener la oreja acostumbrada, ponemos el piloto automático y nos volvemos impermeables a la novedad que el Evangelio siempre trae. Probablemente, para captarla, nos hace falta cambiar de tono de vez en cuando y dejarnos sorprender. Y recuerdo más de una ocasión en que unas palabras puntuales de alguien que jamás he vuelto a ver me han hecho diana en el corazón. Como si paseando junto al mar hubiera visto flotando una botella con un mensaje directamente dirigido a mí.

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