domingo, 20 de octubre de 2013

TÁLIGA


Cuando llegas y abres la puerta, te encuentras con la mesa. Redonda, grande, generosa y sabia. Experimentada en el silencio, pero también en acoger lágrimas y  redoblar risas. No cabe duda: estás en casa de las religiosas de Táliga, un oasis pituco en medio del estruendo y el vértigo por los que transitamos.

Mucha vida impregna las paredes. Una opción decidida por el pueblo sencillo, por el mundo rural pequeño y difícil. “El obispo nos propuso venir aquí porque había habido problemas con algún cura y…”. Hacía falta reparación, así que, ¿quién mejor que las Reparadoras? Especialistas en suturar heridas en el alma, en vendar los desgarros de la soledad, el desamor o la pobreza.

Y aquí siguen, desde hace muchos años, compartiendo vida y camino con la gente del pueblo. Sin “cargos”, sin hacer labores de suplencia, solo echando una mano en la parroquia con los pies metidos en el barro de cada día, a ras de suelo. Los oídos de su mesa  conocen muchas historias: fracasos, encrucijadas, alegrías, decisiones, crecimientos… Todo lo guardan en su corazón misionero para reciclarlo en oración valiente y encarnada junto a su Señor.

De vez en cuando, si alguna tarde dispongo de unas horas libres, voy para allá y es delicioso. Me reciben con grandes sonrisas y me dejan una habitación donde encuentro tranquilidad y paz. Me paro, oro, reviso, reflexiono, paseo por el  jardín… es un escenario de retiro muy bonito. Y además Alandar y Militante están siempre rodando por la casa.

Luego, al anochecer, la mesa es aquella de Emaús. Escuchamos al Maestro y compartimos con el corazón ardiendo. Casi siempre, alguna de ellas se declara agradecida por sus años de vida consagrada con este estilo en medio de la gente. El trato es fluido, y mientras sirven la sopa, les cuento mi momento, en qué ando, cómo estoy. Y como yo muchas personas; incluso un grupo que viene todos los meses.

La tortilla de patatas esta noche está muy rica. A pesar de que te dan todo y más, ellas siempre dicen gracias y sé que les gusta este ratito. Mientras conduzco en la noche, de vuelta a casa, yo también me siento afortunado por vivir en pueblos chicos y pido esa habilidad para hacerme parte de ellos. Y también la generosidad y el arte de escuchar que tienen María, Ángela, Regina y María.

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