El ruido que hacen árboles que caen, o que, sin caer,
expelen fealdad y concitan rechazo, puede ser modulado y compensado por la
maravilla cotidiana de personas buenas, que, con discretas heroicidades de
andar por casa, hacen que la vida se alce bella. En el caso del obispo
Joaquín Pinzón, la Iglesia muestra su rostro más amable en medio de tantas turbulencias.
Es Joaquín un hombre joven, aunque lleva ya diez años
como el primer pastor del Vicariato Apostólico de Puerto Leguízamo-Solano, en
la Amazonía colombiana. Forma parte de los misioneros de la Consolata, la
congregación que lleva desde la mitad del siglo pasado recorriendo esos
territorios bravos y apasionantes; y no ha dejado de ser misionero no.
Al llegar a Leguízamo me da un abrazo que transmite sinceridad
y jovialidad. Se preocupa de que estén listos todos los detalles del
alojamiento. Observo cómo acoge a quienes van llegando a la Minga Amazónica
Transfronteriza. Con ese carácter simple, discreto y abierto, creo que cada
persona se siente considerada e importante junto a Joaquín. Eso es lo que
logran con naturalidad quienes son humildes y atentos.
Estoy acá en representación de mi obispo; pero no soy
obispo. Y Joaquín se esmera para que mi Vicariato tenga su lugar y yo pueda
intervenir cuando corresponde, superando con delicadeza esa diferencia de
funciones o grados de autoridad. Lo logra con gestos concretos, y sobre todo
con el trato sencillo, llano, cordial y sin aparatos. Sobre su pecho, la cruz
de madera cae como un guante.
Nos vamos a Puerto Lupita a celebrar los sacramentos, entre
ellos la Confirmación. Joaquín se coloca un sombrero y unas zapatillas de
deporte, sube al bote y desde el primer momento se nota que con la gente
está en su elemento. Conversa, ríe… no hay en él gravedad, ni menos solemnidad,
hay cercanía, y eso el pueblo menudo lo detecta con su intuición infalible.
De hecho, a pesar de que hay mucho gentío y bastante
barullo, calor asfixiante, pocas sillas y niños por todas partes, a Joaquín no
se le ve un mal gesto, sonríe todo el rato, explica con calma. Al final de la
misa, posa con infinita paciencia para las mil fotos que quieren hacerse con
el obispo; y aunque intentamos escaparnos, nos obliga a que estemos ahí
también. Nadie puede sentirse desplazado cerca de él.
Quiere que sea yo quien bautice, y que conduzca la
celebración. Al día siguiente, en Soplín, el día de la inauguración de la
nueva casa de los misioneros y de la ampliación de la capilla, me insiste para
que yo haga la homilía, porque estamos “en mi jurisdicción” aunque él es quien
preside, lógicamente. Todo fluye, estamos orgullosos de estar juntos y de
ser iglesias gemelas, en las dos orillas del río que nos une.
En otra ocasión fuimos a celebrar la fiesta patronal de
Yarinal, verdadero santuario de la Consolata en el Putumayo. Joaquín encabezaba
un bote con más de treinta personas. En la Eucaristía, a pesar de que estamos
en el lado colombiano, me pidió que dijera unas palabras. Después del
almuerzo, Joaquín propuso jugar un partido de baloncesto 😯,
y ahí armamos una insensata pachanga bajo el sol de las dos de la tarde;
transpiramos, pero reímos, bromeamos y nos divertimos, y el primero el obispo,
como uno más.
Hay también estos días reuniones donde tratamos, sobre todo,
acerca de cómo asegurar que el equipo de Soplín siga siendo consistente el
próximo año. Joaquín escucha con destreza y, cuando le toca, ofrece un
hablar franco y claro, con una asertividad adornada de amabilidad que genera,
espontáneamente, confianza.
Es domingo en la noche y no hay cocinera. Joaquín prepara
sándwiches tostaditos de jamón y queso porque en la mesa nos juntamos algunos
misioneros e invitados. Pregunta por alguno que falta, ¿dónde va a cenar?
Hay varias tandas de bocatas, quiere que repitamos, me recuerda a mi abuela en
su pertinaz invitación, y me doy cuenta de que para mí ese es uno de los
mejores piropos.
Es una presidencia, en general una vida y una acción
la de Joaquín muy análoga a la de Jesús: suave, sin alardes, lejos de la
ostentación y experta en servicio. Así son los pastores que necesitamos,
los que empatan con una Iglesia sinodal, de abajo y misionera, y con esas
actitudes, la tejen.
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