Tocaba ir a bendecir e inaugurar una nueva capilla en una comunidad llamada Miraflores, en el Napo, no lejos de Mazan. Reconozco que no me sentía yo muy motivado, acudía más bien por inercia, como autómata propulsado por la obligación a modo de batería. Pero Diosito me esperaba a la vuelta del río para obsequiarme una felicidad inopinada.
Navegamos junto con algunas autoridades en el bote de la
Municipalidad, que además se llama “España Perú”, y nada de eso me agradó
demasiado. Estaba poco perrunillero y menos hablador, como ya he dicho.
Al llegar hay que recorrer un puente de madera que, en estos meses de tanta
sequía, se alza sobre hierba y chacras de sandía y arroz; cuando la comitiva
se acercaba a la cabecera y ya se veían las primeras casas, se oyó “Juntos como
hermanos”.
Era una voz de mujer, rotunda y segura, a la que se fueron
uniendo otras mientras los visitantes íbamos estrechando las manos del nutrido
grupo que nos esperaba. A un costado, la capilla recién terminada, y al
toque, allí de pie, las bienvenidas, las presentaciones y los primeros
agradecimientos. Nuestra gente preciosa es experta en decir “gracias”, y
eso es signo de humildad, pero más aún de inteligencia.
Pasamos a la Eucaristía. La capilla estaba a rebosar. En el
desayuno los misioneros me habían contado que es una comunidad cristiana
viva, se mueven, tienen interés, se organizan; y de hecho por eso se les ha
buscado apoyo para financiar la capilla. Primero son las piedras (en este
caso las maderas) vivas, la comunidad, y después es el edificio. Cuando es
al contrario, las construcciones se quedan vacías y se acaban cayendo de no
usarlas.
Les felicité por ser capaces de estar unidos y lograr su
sueño. Y también les advertí que, si ahora la comunidad no da un paso
adelante y se convierte en un pulmón de humanización de su pueblo, la capilla
no les servirá de nada. Es un punto de arranque: los seguidores de Jesús se
han de comprometer más para que la vida sea más digna, para que haya menos
abusos y más justicia.
Varias personas tomaron la palabra, no pueden faltar los
discursos de rigor, que fueron básicamente reiteradas declaraciones de gratitud
y reconocimiento. Lo que se expresó ahí se tradujo enseguida al lenguaje de
los gestos concretos y las sonrisas, que la gente sencilla domina con maestría.
En el comedor de la escuela estaba listo, para toditos, un abundante almuerzo a
base de pescado agarrado esa misma noche, arroz, yuca, plátano. De entrante,
ceviche de gamitana, toma ya qué exquisitez.
Tras la comida, deporte, como no puede ser de otra manera en
cualquier fiesta que se precie. Las apuestas dan emoción a los partidos,
juegan mujeres y varones, hay barras, polémicas arbitrales, lesiones y
litros de sudor, porque a esa hora ya el sol zurraba sin clemencia. El masato
hizo su aparición en grandes baldes de pintura y empezó a fluir por manos y
gargantas, haciendo brillar ojillos.
Estábamos sentados a la sombrita conversando, abanicándonos y
mirando el fútbol cuando vinieron a buscarnos para ir al baile. La capilla
había sido despejada de bancas y ya hacía rato que sonaban la quena y el tambor.
Nos sacaron a bailar al toque, ¿y cómo nos íbamos a negar? Yo hacía rato que
me sentía más relajado, y en la pista me solté del todo. Sucesivos
cañonazos de masato ayudaron lo suyo, desde luego…
La cantora del puente es la señora Roxana, mamá de Ana
Dueñas, una de las chicas de las becas. Tiene una risa fuerte y explosiva, en
la que los dientes que hay encajan con los que faltan de manera muy chistosa. Bailamos,
sudamos y bailamos, con pausas en las que nos atacaban pates rebosantes
por todas partes; hasta que no pude más y fui declinando amablemente.
Le contaba a Gina (en la foto) que quería quedarme más rato, pero los jefes
anunciaron la hora de despedirse. No noté ni el más mínimo mareo; sí me
sentí claramente dichoso y afortunado por ser misionero, estar acá y poder
compartir con esta gente linda, que me enseña y me salva. Como tantas otras
veces.
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