lunes, 10 de julio de 2017

CUATRO REALES POR CALENTAR EL AGUA


Repasando mis notas para hacer el informe y un croquis veo que hemos visitado 12 comunidades, desde San Sebastián, a unas 4 horas de surcada, hasta Limonero, adonde llegamos al tercer día de navegación. Las distancias son enormes, y eso que aún nos quedó por visitar la comunidad más lejana: Nueva Esperanza, en el Mirim, adonde se llega en cinco jornadas completas. Una inmensidad, un mundo. No es como salir en moto y llegar en media hora a Longar o a Omia…

Nuestro distrito debe ser uno de los más pobres del Perú, con un Índice de Desarrollo Humano que no llega al 0,30, muy por debajo de la media nacional (0,74) y parecido a muchos países africanos. Cualquier persona sentada en una oficina pensaría que no hay agua, ni saneamientos, ni energía eléctrica; que los servicios sanitarios son muy deficientes, el acceso a la educación limitado y las viviendas precarias y ocupadas por muchos miembros de la familia. Pero cuando los datos se traducen en experiencia directa, en conversación, en incomodidad, en olores… golpean con más crudeza.

La gente sobrevive en unas condiciones realmente duras. Moran junto al río con su riqueza, pero solo tienen el agua de lluvia para beber. Las casas son de madera, construidas sobre palos para evitar la creciente; en la de la señora Estefanía, en Buen Suceso, conté doce niños y cinco adultos… ¿cómo harán para dormir? La mayoría de las comunidades no cuentan con botiquín, y muchas tampoco tienen técnico ni promotor de salud. Cuando tienen paludismo frecuentemente deben ir hasta Islandia para que los vea un médico y recibir su tratamiento. Hay dos colegios secundarios en el río, y el resto son escuelas rurales; los maestros se ausentan muchos días, los niños a duras penas aprenden a leer y escribir correctamente, el índice de abandono escolar es elevadísimo y la mayoría de los jóvenes ni se plantea acceder a estudios superiores, dejan la secundaria en segundo o tercero y a trabajar en la chacra.

En todo el Yavarí no hay señal de telefonía móvil, y en muchos sitios ni siquiera hay Gilat, teléfono satelital… la incomunicación es una nueva forma de pobreza. Vivir tantos días errantes en medio de estas condiciones tan miserables exige un considerable esfuerzo físico y psicológico. Como no hay saneamientos, pues directamente no hay baño, así que has de buscar lugares de monte para hacer tus necesidades, y no es tan simple cuando estás rodeado de casas. Tampoco hay ducha, pero como está el río debería ser más sencillo, ¿no? Pues tampoco: en muchos sitios la orilla es un barranco, un desnivel tremendo hecho un barro, y no es nada fácil llegar hasta el agua. Y cuando llegas, has de meter los pies en el lodo hasta las pantorrillas. Dos cosas tan cotidianas como lavarse y hacer caca se vuelven una hazaña.

Cuando atracamos en un pueblo, no sabemos dónde podremos dormir y cómo será para comer. Preguntamos por las autoridades (el apu, es decir, el presidente comunal; o el agente municipal) y solicitamos permiso para visitar e invitar a la gente a una reunión, y que nos ayuden a avisarlos. Casi siempre nos han recibido bien, y nos han brindado el salón comunal para que pasemos la noche. Luego hemos de pedir a alguien que nos deje cocinar en su cocina, y ha habido gente generosa. En Limonero nos invitaron a un par de presas de majás, en Japón a cocos, en otros sitios a pescado, la familia de Nelson en Dos de Mayo mató una gallina, y en Santa Rita la señora Elsa incluso nos propuso dormir en su casa; allí nosotros pusimos arroz y fideo, y ellos boquichico fresco para armar el almuerzo-cena de aquel día. Es una experiencia peculiar, la de ser peregrinos, andar por ahí botados dependiendo de la buena voluntad de las personas. Me ha recordado al camino de Santiago, esa inseguridad de no saber qué pasará y dónde irás a dar con tu hamaca y tus huesos.

Cansa mucho. Las esperas se hacen eternas. Una noche no paró la fiesta, a 100 metros con la música altísima; otra hizo un frío tremendo y estábamos casi a la intemperie, en un lugar sin paredes, me acosté con el cortavientos puesto; varias veces hemos agarrado pan con sardinas en lata para almorzar en el mismo bote; es decir, “Los viajes han sido incontables; con peligros al cruzar los ríos, peligros provenientes de asaltantes (…). Trabajo y fatiga, a menudo noches sin dormir, hambre y sed, días sin comer, frío y desnudez” (cfr. 2 Cor 11, 26-27). Y a veces por las puras. En Santa Teresa primera zona no conseguimos nada, nadie apareció, menos mal que había el tambo, un equipamiento del gobierno, y ahí nos dieron hospedaje. En Santa Rita, donde el bufeo, había un cumpleaños y la gente no quiso venir. En otro sito fuimos a almorzar a una señora que da pensión, muy simpática. Regresamos al otro día, compramos huevos, le pedimos que nos hirviera el agua para el desayuno… y nos cobró por ello 4 reales. Es eso que no sé nombrar, esa especie de reflejo implacable por sobrevivir que no regala nada, que engaña y trampea como puede y menos vacila en cobrarte hasta por respirar, sobre todo con esta cara de gringo. Sospecha uno que si algo te dan, tarde o temprano vendrán a cobrárselo, y eso impide confiar plenamente en casi nadie. Cansa mucho.

También es verdad que hay varios lugares donde en el encuentro con la gente salieron personas voluntarias para ser animadores cristianos de esa comunidad, incluso fijando la hora de la reunión de los domingos para leer un rato el evangelio y orar juntos. No sé qué quedará de eso, pero al menos es un comienzo. Ahora los convocaremos para una sesión de formación y coordinación en Islandia. Y la próxima visita será más sencilla porque ya sabemos qué tierra pisamos y más o menos dónde podemos ir a parar en cada lugar. Diferente es qué intentaremos hacer cuando vayamos. Eso tenemos que cranearlo mucho, conversar, discurrir. Porque si vamos de frente con los sacramentos nos estrellaremos contra un muro de ignorancia, indiferencia y extrañeza.

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