Por la noche, en casa de tía Mila, en Omia, me percaté de que es la primera vez en mi vida, al menos en los últimos 32 años, que no
celebro la Vigilia Pascual. Así ha sido. Es la Eucaristía más bonita y más
importante del año, la que más me gusta, la que más disfruto. Solo una fuerza
mayor puede privarme de ella. Debería estar narrando más peripecias de la
Semana Santa, pero he de contar que sigo vivo, o que la Resurrección este año
es más física o más nítidamente real.
Después de todita la mañana sin parar preparando cosas para
la vigilia de Mendoza, había logrado llegar a Omia sobre las 2 y media, con algo
de tiempo para almorzar y pegar un pestañazo hasta las 4, hora en que había
quedado con un grupo de gente para armar la vigilia de allí. Aparqué la moto en
la plaza, frente a la catedral, ya cayendo
tremendo aguacero, y durante toda la siesta el lluvión no dio tregua. De modo que estábamos maquinando cómo vamos a
proyectar dentro de la iglesia y dónde íbamos a encender el fuego, cuando desde la puerta un grito nos sobresaltó:
“¡¡¡¡La quebrada!!!!”
Yo al principio no sabía de qué se trataba, pero rapidito reparé en las caras de pánico de Junior, Jamil,
Delmi y la tía Mila. Salimos zumbando y en la plaza nos cruzamos ya con grupos
de gente corriendo hacia la banda (el otro lado del río), gritando
despavoridos. Recuerdo que el rato que estuve dormitando escuchaba un pum-pum,
y creí que era un parlante de alguna fiesta, pero me explicaron más tarde que
son los golpes de las piedras al bajar el huayco. Porque de eso se trataba, de un huayco: un terrorífico alud de lodo,
piedras y palos que se forma al descolgarse el agua acumulada en la altura, que
se precipita por la ladera del cerro y lo arrasa todo a su paso.
“¡Vamos arriba, a Huarango!” – grita Nancy, y casi sin
tiempo para coger nada enfilamos calle arriba, hacia la parte alta del pueblo.
El run-run continúa, como si de unos tenebrosos tambores de guerra se tratase,
y el olor a barro movido se cruza con los bramidos de aviso y algunos llantos. Aún
no he creído que la cosa sea muy grave, y de hecho nos acercamos a uno de los
puentes para hacernos unas fotos (la tía Mila sale con cara de circunstancias)
y bromeamos, pero pronto se nos borrarán las sonrisas. Llegamos arriba y vamos
a mirar la zona por la que se carga y desciende la quebrada, justo cuando oímos como un inmenso rugido, el
huayco se desprende y comienza a bajar delante de nuestros ojos.
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No ha habido pérdidas humanas, apenas unos rasguños, pero lo
que se ve es sobrecogedor, el pueblo está
sepultado por el lodo: calles, casas, chacras… Hay varias casitas que han
sido borradas del mapa, hay otras amenazadas por enormes piedras, y barro por
todas partes. La gente está empezando a afrontar los estragos del huayco,
ayudándose unos a otros, con generosidad, y yo me pongo manos a la obra
también, a botar agua y cieno de casas, veredas, calles y sardineles que están
desbordados. Son apenas las 6 de la tarde y sigue lloviendo.
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No hace falta decir lo bien que se portaron conmigo; me dieron ropa seca, comida y cama, y alguien
incluso se preocupó de poner a salvo mi moto. De hecho, lo mejor del ser humano
emerge en este tipo de situaciones límite. Es una aventura humilde: no hice ninguna hazaña, ni resolví
nada importante o imprescindible. Pero estuve con la gente en esos momentos
críticos, y sé que lo agradecen con esa sincera discreción de los huayachos. Por esta vez no hubo cirio pascual, ni
Aleluya, ni recuerdo del Bautismo, ni chocolate al final de la Vigilia; pero sí
hubo Resurrección, y tal vez más auténticamente vivida: la solidaridad, el
compartir, la fraternidad. Luz que ningún lodo puede sepultar.