jueves, 10 de abril de 2014

EL VALLE ES UNA MONTAÑA Y SANTA ANA ES UN VALLE


La niebla satura el amanecer de este domingo de primeros de abril. Se cuela por las rendijas, lame las paredes del baño y resbala lentamente hasta sustanciarse en el suelo, que parece manar agua.

Conduzco a las 11 de la mañana por el caminito de San Gregorio, hacia el Valle, dentro de la nube de niebla. Pero mi Valle es una montaña, está tendido sobre la ladera de la sierra y flanqueado hermosamente por los castañares. El carreteril pica hacia arriba y, cuando alzo los ojos, la tonalidad va pasando de blanco a gris y de gris a azul, como si la atmósfera se fuese quitando perezosa las legañas de la noche. Detrás, Santa Ana, que es un auténtico valle, se desfigura hundida en la mancha blanquecina que le da un aire misterioso y melancólico.

El Valle planea suspendido sobre la niebla, y por encima de él se adivina un cielo claro. Me tropiezo, al bajar la calle Rufino, con varios rayos intrusos, avanzadillas del sol, que se abren paso entre la humedad pertinaz. Todo está mojado, pero, durante la misa, la ventana alta de la iglesia se ilumina y un pedazo de sol me envuelve. Y todos sentimos que ha llegado la primavera.

El regreso es un silbar en una avalancha de luz. Mi Santa Ana ahora perfilada en la vibración del mediodía, la vieja torre tocada por el arrullo de las cigüeñas, digna y parda.

Son los Valles, mis pueblos. Para mí una lotería o una licenciatura en felicidad. Una fina estratagema de Dios para enseñarme y bendecirme. Un orgullo, una condecoración preciosa y no merecida. Y la devoción y el amor verdaderos. Para siempre.

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