domingo, 15 de septiembre de 2024

LA VIRGEN RIBEREÑA

 
Este 12 de septiembre no he podido acudir a la cita con la Virgen del Valle de Valencia del Ventoso. En los últimos 20 años habrá ocurrido esto unas cuatro veces como máximo, así que he extrañado mucho la fiesta de mi querido pueblo. Me ha aliviado participar en la festividad de Nuestra Señora de la Natividad, patrona de Tamshiyacu, a dos horas río Amazonas arriba. Una linda experiencia, tan distinta y tan paralela.

Esta localidad tiene unos 140 años de fundación, y en su origen están los borjeños, habitantes de la región San Martín que vinieron emigrantes a establecerse en esta orilla fértil. Ellos, devotos de María, trajeron la imagen de la Virgen de la Natividad, que desde entonces es venerada.

Acá la fiesta del distrito, la conmemoración de su instauración, coincide con la fiesta patronal; en muchos otros lugares está duplicada y la parte religiosa va perdiendo fuerza con el paso del tiempo. Pero en Tamshiyacu, los dos argumentos están fusionados a pesar de que hay otras iglesias y confesiones (evangélicas, etc.). La Virgen está en la entraña de este pueblo, es su historia, su carácter y su identidad. Como en Valencia.

El festejo se extiende una semana completa de actividades muy variadas: feria agropecuaria y artesanal, elección de miss, concursos varios (de canoa a remo, de danza, canto, dibujo…), cuñushqueada y poncheteada (toma de masato y ponche), carrera de motos, baño en la collpa, desfile, ginkana, verbena, show infantil y de adultos, baile… De todo un poco.

El Paseo Amazónico es ya tradicional y se celebra el 6 de septiembre. Se sale de la iglesia con la imagen de María a la caída de la tarde. El anda camina hacia el puerto envuelta en una música suave de flauta, tambor y violín, y del silencio respetuoso de los fieles. Ese es un momento muy hermoso. Aguarda un bote grande, dispuesto para acoger a la Virgen, con focos de colores y parlantes.

La concurrencia, numerosa, se acomoda en esa embarcación, arropando a la Patrona; y cuando ya está llena, hay otras canoas y hasta un ponguero grande, una especie de autobús fluvial. Comenzamos a surcar hasta la boca del Tahuayo. Don Grimaldo en la popa, dirigiendo todo, e Ysaías de proero. Vamos cantando y rezando el rosario, aunque a la megafonía le cuesta remontar el ruido del motor.

Es una travesía muy apacible. Entre medias hay alguna conversa, risas, descubrimos que esta chalupa se usa habitualmente para transportar arena porque estamos manchados, diostesalvemariallenaeresdegracia, y se ha hecho de noche. Las bombillas están prendidas, miss Tamshiyacu va con su corona junto al padre Juan. No hay banda de música como en Valencia, la calle mayor es el lecho del río y como estandarte miramos la luna que asoma. Pero todo concuerda.

Llegamos al punto de retorno y los motores se detienen porque vamos a emprender la bajada a bubui, es decir, como nos lleve la corriente. Ahora la calma embellece las voces y las melodías. María de la Natividad es ribereña, es indígena, es amazónica, es la mujer que navega junto a sus hijos, que vive en medio de su gente, una como nosotros, una madre a quien parecerse y a quien confiarse.

Al día siguiente hay misa en el escenario de la plaza, y me sorprende lo bien que resulta, la atención, la acogida. Justo después se arma la velada, la danza espiritual, la expresión corporal del fervor, el cariño piadoso del pueblo menudo de la selva hacia la Virgen. Por supuesto que salgo a danzar con mi pañuelo, sudo a chorros, intento mover mi cadera y mis hombros y no me sale, pero me siento relajado y feliz.

Los adolescentes del grupo juvenil quieren que Gris y yo los llevemos a la cama elástica con las bolas gigantes. Mientras brincan, patean y lanzan carcajadas, pienso que son lo más parecido a los hijos después de sobrinos y ahijados. Y ahí siento que la fe que he visto acá trasciende las geografías y las culturas, porque se mama en el amor de la madre y se moldea en el amor a la madre. Son los amores más puros, preciosos y eternos.



martes, 10 de septiembre de 2024

TENGO OTRA HIJA

 
Se llama Ilse del Pilar, casi como mi sobrina y mi abuela. Cuando su mamá, Nimia del Pilar, me pidió que fuera su padrino, sentí algo conocido que despertaba dentro de mí después de un letargo: una combinación de orgullo y responsabilidad, un estremecimiento de dicha que pelea por superar el pudor de aflorar. Retrocedí siete años atrás…

… a aquel instante de ternura vivido con Esperanza, mi hija. Ya lo conté acá, y al releerlo tiemblo de pura emoción. Solo días después de aquella mañana de enero me vine a la Amazonía, y pocos meses más tarde Esperanza fue adoptada y se la llevaron de Mendoza. Indagué, pregunté, llegué incluso hasta la Superintendencia Nacional de Adopciones en Lima vestido con clergyman (por si así me hacían más caso), pero por más que insistí me dijeron simplemente que ella estaba bien, en una familia estable, que no me preocupara, pero sin darme más datos de su paradero porque la ley lo impide.

Hace ya tiempo que desistí de intentar encontrarla. Saber que tiene unos padres que la crían con amor me da alegría, y ayuda a paliar la nostalgia de abrazarla. Quiero pensar que, ahora que va siendo más grande (debe tener unos 9 o 10 años), le hablarán alguna vez de sus padrinos, e incluso podrá ver fotos de su vida en la Casa Hogar, y de su bautismo. No lo sé. Sí estoy seguro de que la sigo queriendo inmensamente y que, donde sea que se halle, siempre será mi hija, y si me necesita, estaré para ella.

Regresemos a 2023. Sin esperarlo, Pilar se quedó embarazada. Todos en la ODEC (Oficina Diocesana de Educación Católica) y muchos en el Vicariato nos ilusionamos por esta yapa de felicidad que Diosito le quería regalar a ella y a nosotros. El final de la gestación y el parto no fueron nada fáciles, pero estuvo siempre muy arropada por Gerty, su pareja, que se comportó como un padrazo (envergadura tiene, desde luego), y toda esta familia de San José del Amazonas.

Ilse nació justo el día en que la Infanta Leonor de España cumplió la mayoría de edad, así que su chapa fue “la princesa”. No nos podíamos creer cómo esa bebe tan blanca había podido salir de una mamá tan negra y tan chica, y hasta hoy la fastidiamos con que alguien se la debió de cambiar en el hospital. La niña me sonrió la primera vez que la vi, y ya me enamoró de manera irremediable, como la selva.

Porque ese es su carácter, alegre y desenvuelto. Cuando se la ve medio cancamurriosa o reclamona es porque está malita. Come con apetito todo lo que se le ofrece, a pesar de que apenas le asoman unas cuatro diminutas ferocidades, en lenguaje de “Las nanas de la cebolla”. A menudo su mamá tiene que llevársela a la oficina y allá se convierte en el juguete de todos, y todo lo que pilla a mano, en su juguete; peligrando sillas, libros, la computadora, documentos varios y el pisapapeles de cristal.

Se acercaba el día de bautizarla. Y lo hice yo, aunque esta vez materialmente no le “eché el agua” (el ministro del sacramento fue nuestro obispo Javier), la bauticé porque soy su padrino. En el momento de contestar a las preguntas me pasé al lado del público, y después la marcó su madrina Siomara y yo le coloqué el paño blanco. El photocall completo la sostuve en mis brazos con mucha satisfacción y sosiego, como se puede apreciar.

A continuación, la fiesta. La prepararon los papás, yo intervine apenas con algunas sugerencias, y elegí el modelo de torta; pero era nuestra fiesta, y la viví como anfitrión generoso. Hubo un grupo de animación con un payaso, tuve que salir dos veces a hacer gracias, me pusieron un sombrero de mariachi, bailé con mi habitual destreza y me dieron como premios un peine (no se sabe muy bien para qué) y dos espejos de mano. Se sirvió arroz con pollo, apareció un ponche delicioso pero peligrosito, había varios maestros de ODEC y de nuestros colegios, nos reímos…

La música paró a una hora prudencial, los invitados se iban despidiendo de nosotros educadamente y se quedó la gente más íntima conversando, mientras los de la empresa iban desarmando el decorado y retirando las sillas. Al final los papás de Ilse y yo, los tres solos ya, recogimos los últimos cachivaches, nos felicitamos y dimos por terminado el evento con el corazón dulce.

Antes, en la homilía de la misa, traté de expresar cómo estos últimos meses, tan desolados, estoy sin embargo apreciando de manera nueva la dimensión de la entrega de los padres hacia sus hijos. El dolor que cargo, aunque es profundo, no supera al agradecimiento. Tener ahora a Ilse es una invitación a reproducir de alguna manera esa experiencia de amor singular, porque los sobrinos y los ahijados son lo más parecido a los hijos biológicos.

Dios me ha dado alguien a quien cuidar, por quien velar siempre, y lo haré como digno hijo de mi madre. El flujo de la vida continúa maravillosamente. Ilse hija, no te defraudaré. Siempre podrás contar con tu padrino; junto con tus papás, remaremos para que tu vida sea plena y feliz.

jueves, 5 de septiembre de 2024

EPOPEYA PARA LLEGAR A YANASHI


En la entrada anterior mencionaba que había viajado a Yanashi y había encontrado la grata sorpresa de una reunión zonal de jóvenes. Me queda contar la aventura de esa travesía, tremenda para mí, pero cotidiana para la gente de allá y para muchos habitantes de la Amazonía, que sufren los estragos lacerantes del cambio climático.

Yanashi no está en el Amazonas grande, sino en una quebrada, es decir, un afluente. He visto fotos de cuando el río se desbordaba y el agua llegaba hasta la puerta de la iglesia. Había que ir a misa y al colegio en canoa, y eso era para la vecindad tan fácil como comerse un colín porque ocurría cada temporada de creciente. Pero ahora hace dos o tres años que no sucede.

Por el contrario, el nivel del río desciende tanto, que el caño en cuya orilla está Yanashi prácticamente se seca del todo. Emergen inmensos bajiales donde se cultiva maíz, sandía, frejol, y sobre todo, arroz. Ese barro es mucho más rico en nutrientes que el suelo de la tierra firme, y todo el mundo cosecha con alegría algunas toneladas de arroz, el alimento base. Esa es la cara amable del asunto.

El reverso tiene muchas aristas desagradables. Excepto las pequeñas canoas, ninguna embarcación puede ya entrar hasta Yanashi. Las lanchas de carga no llegan, las movilidades de pasajeros tampoco. Los atracaderos hábiles se han ido alejando de la población durante el último mes y medio, a medida que la merma se hacía más severa. Ahora, con el agua en cota crítica, no queda más remedio que encostar en la ribera misma del Amazonas.

¿Cómo transportar abarrotes y artículos de primera necesidad hasta Yanashi? ¿Y las personas? Por el momento queda un hilo de agua. Mi ponguero llegó a la boca de la quebrada después de varias vueltas y siete horas de navegación desde Iquitos. Allá esperaba un bote metálico, grandecito pero más ligero que los de madera; ocho pasajeros nos brincamos a él, en total éramos diez más la carga. Enfilamos la surcada atravesando con miedo silencioso la fuerte corriente del final del caño, justo cuando vierte al río grande.

Una vez dentro y quebrada arriba, empieza la odisea. El agua alcanza apenas medio metro, y enseguida la canoa empieza a varar, es decir, su quilla topa contra el fondo y se arrastra a duras penas. Hay dos hombres en la proa que intentan mostrar los rumbos más profundos, tentando con una estaca larga, metiendo el remo, pero ni modo: a cada momento tienen que bajarse y empujar.

Uno de ellos se queda en el agua, agarra la soga de amarre y jala del bote como si fuera un caballo; parece que sale, el hombre sube, el motor acelera, avanza unos metros, pero de nuevo se queda enganchado; se apean los dos, empujan… y vuelta a empezar. Es un esfuerzo físico tremendo, están empapados por igual de la remojada y del sudor.

Hay un momento en que no pueden; entonces colocan transversalmente bajo el casco un palo grueso (que ahora comprendo por qué lo llevamos), y yo me acuerdo de los esclavos egipcios haciendo rodar sobre troncos las enormes piedras para edificar las pirámides. Hacen falta ya más manos, de modo que me descalzo, me remango el pantalón hasta las rodillas y al agua. Empujamos con todas nuestras fuerzas hasta que desatascamos el bote.

Así durante más de hora y media. Hay un momento en que, cuando voy a saltar de nuevo, escucho un grito: “¡Padre, no!”. Miro extrañado: “¡Es barro, te vas a hundir!”. Ahí aprendo que, sobre el fondo de arena fina, la canoa desliza mejor, pero cuando es puro lodo cuesta mucho más hacerla avanzar, y es más peligroso pararse en el agua. Me dicen que, días atrás, un profesor quedo clavado en esa greda hasta las axilas y sacarlo fue como descorchar una botella rebelde.

Hasta que llegamos a Yanashi. Y eso no es nada comparado con el regreso: el ponguero zarpa a las 4 de la mañana, así que el trayecto de vuelta quebrada abajo ¡se hace en la oscuridad de la noche profunda! Tocó botarse varias veces al río a empujar bajo la luz de los focos. Yo estaba preocupado por los bichos que puede haber en el agua, por el barro pegajoso, y por mojarme y luego no poder secarme por el aire del ponguero, y resfriarme. Pero no pasó nada grave, solo algún resbalón incluido en el contrato.

Dentro de poco ese hilo de agua se va a secar del todo. Cuando eso suceda, los habitantes de Yanashi tendrán que caminar ¡12 kilómetros! hasta el río grande; ya han comenzado a abrir la trocha en mitad de la selva. Es increíble lo que sufre este pueblo, y otros muchos, para poder acceder al agua, a los alimentos, a los bienes y servicios más básicos. Lo más triste es que cada año es peor, llueve menos, hasta el punto que temen que el acceso se cierre completa y definitivamente. ¿Qué ocurrirá entonces?