Recibir la noticia de que más de 500 niñas y niños awajún
han sido víctimas de abusos por parte de sus maestros en los últimos 14 años
fue como encajar un gancho al hígado, una conmoción de dolor que te deja sin
aire y sin sentir las piernas. Pero escuchar a dos miembros del gobierno peruano
calificar las violaciones como “prácticas culturales” me hundió en una
silenciosa grieta de perplejidad e indignación.
El horripilante hecho fue contado acá con todo detalle y competencia por Paola Calderón. Las declaraciones del ministro de
Educación, Morgan Quero, y de la ministra de la Mujer, Ángela Hernández, están
recogidas por la cruel hemeroteca y divulgadas por una televisión generalista. El
obispo de Jaén, Mons. Alfredo Vizcarra, salió enseguida con unas palabras tan acertadas como contundentes, a las que me adhiero.
Pero sigo dándole vueltas al porqué de semejante patinazo.
No puedo evitar retrotraerme al evolucionismo de Lewis Henry Morgan,
antropólogo clásico del siglo XIX, tal vez porque es medio tocayo del ministro
de Educación. Su tesis es que el desarrollo del ser humano es gradual y pasa
por tres etapas: salvajismo, barbarie y civilización, que es el culmen. De modo
que los awajún deben estar en alguno de los dos primeros estadios, todavía en
la infancia como especie. Calificar de “prácticas culturales” una
bestialidad tal como violar a las menores exhibe de manera asombrosa el racismo
que infecta hasta las mentes supuestamente más ilustradas.
Me ha ayudado a comprender esto un excelente artículo de
Alicia M. Barabas en la revista Alteridades. Ella dice que el imaginario del
indio como “bárbaro” no ha desaparecido, sino que constituye un
componente estructural del racismo. El bárbaro es un otro percibido
como diferente e inferior a partir de quienes observan y relatan. Ellos, acá
nuestros ministros, lejos de ser imparciales, son valorativos y excluyentes; el
bárbaro awajún representa el opuesto a un “nosotros” situado en posición de
superioridad y hegemonía.
Los indios cometen actos que, aunque atentan claramente
contra los derechos humanos, forman parte de sus “prácticas culturales”, y por
tanto son unos ignorantes y unos salvajes. Este etnocentrismo flagrante y
despectivo es heredado de la época colonial, en la que se fraguaron las
representaciones sociales sobre los indígenas que fueron consolidadas en el
siglo XX. Recuerdo acá los relatos de varias personas mayores que me contaban
cómo, siendo estudiantes, les prohibían hablar sus lenguas originarias (incluso
en internados católicos, ay) porque eso era un atraso, cosa de brutos, y nomás había
que aprender el español.
La autora habla de una “transposición de bárbaro a salvaje”,
muy interesante y certera. Es un proceso espontáneo de salvajización
de los indígenas, que son imaginados como seres brutales, que comen comida
cruda, andan desnudos, se revuelcan en una “promiscuidad” asquerosa… El
gigantesco prejuicio alcanza incluso a los mismos indígenas: uno de los
participantes en la reciente asamblea de los pueblos originarios del Vicariato
estaba sorprendido de que “han llegado gente de otras etnias y no nos han
atacado con flechas ni han venido a matarnos”.
Igual que las tribus de la selva pasaron a ser los nuevos
bárbaros de los civilizados europeos, los indígenas de hoy son los habituales salvajes
para la clase dominante, blanca y urbana. Los antiguos horrores de la
idolatría, los sacrificios humanos, el canibalismo, la brujería, la poligamia, el
incesto o la sodomía, han sido reemplazados hogaño por la terruquería, la
violencia ciega en las manifestaciones, el shamanismo, la adoración de imágenes
de la Pachamama y otras supersticiones, el uso de psicoactivos nocivos, el
libertinaje sexual y demás “prácticas culturales”.
Estas calificaciones peyorativas coadyuvan a la impunidad
con la que se despachan los poderes económicos dominantes, que se afanan en
redactar leyes para poder depredar libremente la Amazonía; esta sería un
inmenso territorio repleto de riquezas naturales casi vacío, donde únicamente
viven cuatro “salvajes” que no hacen más que fastidiar con sus
reivindicaciones. El etnocentrismo, además de un déficit educativo o
intelectual, es un poderoso motor del interés económico.
Algo que me cae muy cerca es el ritual de la pubertad en el
pueblo tikuna, llamado también “la pelazón”: el paso de niña a mujer se
celebra, junto con otras costumbres, arrancándole a la adolescente toditos los
cabellos de su cabeza hasta dejarla calva. ¡Qué barbaridad! ¡eso es algo
demoníaco! – decían y hasta hoy dicen los evangélicos del Instituto Lingüístico
de Verano. ¡Qué animales estos nativos!
Claro, si lo estudias un poco aprendes que es un ritual
que se relaciona con la construcción de la identidad tikuna y con la formación
de un cuerpo individual y colectivo. Absolutamente toda la comunidad está
implicada en su preparación y realización. Por una parte, se está buscando el
bienestar de la niña, fortalecer un cuerpo que reproducirá nuevas personas, y
por tanto renovar la sociedad. Por otra parte, la construcción del cuerpo
social se logra por la participación de las dos mitades exogámicas sobre las
que se sustenta la organización social tikuna para permitir las alianzas
interclánicas entre los clanes de animales con plumas y los clanes de animales
sin plumas.
Entendido en sus términos y colocado en su contexto, la
pelazón no es ninguna salvajada. Es una ceremonia con todo su significado y su
belleza, liderada por verdaderos sabios. Llamarla “práctica cultural” en
sentido despectivo, como si los tikunas fueran bestias o paletos, solo indicaría
la torpeza y el desconocimiento de quien se atreviera a pensarse en un plano
superior a ellos. Pero no son inferiores, son diferentes en una realidad
pluricultural, el país de todas las sangres, donde tenemos que caminar
en el reconocimiento pacífico del otro distinto, y luchar por la igualdad:
suelen coincidir “los salvajes” con los que se mueren de hambre, curiosamente
(no hay nada nuevo bajo el sol).
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