Sólo se tarda una hora en llegar, depende de si el ponguero
va con uno o dos motores y de si está más o menos próximo a la chatarra. Otros
días me he bajado en la bodega de Papá Piraña, pero esta vez les he dicho que
me dejen en el puerto de la iglesia católica, y desde ahí he caminado nomás dos
cuadras, rodeado de belleza de palmeras de aguaje, hasta la capilla.
La celebración de esta comunidad, que pertenece al puesto de
Aucayo, es a las 9, y me gusta acercarme a celebrar la Eucaristía algún raro
domingo que me agarra en Iquitos y no viajando por esos mundos. Al pasar saludo
a un grupo de evangélicos que, casi en frente de nosotros, preparan almuerzo en
su local… “la competencia”, que no tardará en hacerse notar.
Esta capilla, pizpireta y de material noble, fue construida
con ayuda de las ursulinas y los franciscanos que trabajaban en Aucayo hace
veinte años. Está el Santísimo, que los agentes de pastoral van renovando, para
que cada domingo se reciba la comunión; don William, doña Zoila, doña Betty y
doña Robertina, ya experimentados, son el alma de esta comunidad, organizan y
ayudan a participar en la Eucaristía de hoy: reparten las lecturas, inician las
peticiones espontáneas, eligen las canciones...
William acompaña con su guitarra acústica conectada a un
parlante que guarda en su casa “porque acá lo robarían, padre”. Es un estilo de
tocar que podríamos llamar “divergente”, pero todos se unen con las palmas, muy
animados. Dentro del sagrario, junto al copón, hay un cáliz y una patena
también de madera que atestiguan que acá la misa no es una rareza. De hecho, hay
tres cuartos de entrada y noto que la asamblea sabe las respuestas y las
oraciones.
Al poco de comenzar, cuando apenas estamos en la parte del
perdón, los vecinos evangélicos arrancan su megafonía y empiezan a jarrear duro
música y arengas. Me pregunto si no podrían llegar a un ecuménico acuerdo para
que cada cual tenga su hora y no se interrumpan unos a otros, pero por lo visto
no hay manera. En la doctrina de muchos grupos similares suele haber un
ingrediente anticatólico, aunque estos no parecen de los más recalcitrantes, y
de hecho a la hora de la homilía el ruido baja ostensiblemente (qué alivio).
Toca la samaritana. “- Cuando estamos chambeando duro en la chacra
bajo el sol de las nueve de la mañana, ¿sentimos sed? – Síiiii. – Tomamos
refresco o masato y ¿ya se calma la sed? – Síiiii. – Pero ¿volvemos a tener sed
de nuevo? – Claro. - Jesús le dice a la mujer que hay un agua que apaga para
siempre una sed más profunda: la de ser felices, la de vivir en armonía con todo,
la de amor verdadero y eterno. Y esa agua es Él”.
Y así, en su simple y tranquilo ritual, va transcurriendo la
misa del domingo. No es nada extraordinario, ninguna aventura misionera increíble
o portentosa, pero a mí me llena porque sencillamente me hace sentirme cura. Normalmente
paso gran parte de mi tiempo entre informes, reuniones y POAs, y muchas horas en
botes y avionetas. Extraño ese dulce vínculo con un grupo humano al que servir,
del que aprender, con quien caminar.
Tras la bendición y el canto final, “vamos a conversar”.
Recordamos que Coro y Fede (ver acá) enviaron un dinero para apoyar a la reparación
el tejado de la capilla, y en un pis pas esta gente programa hacer una
parrillada para completar lo que falta. Por cierto, si alguien que lea esto quiere
colaborar, que me avise.
Nos despedimos deseando un feliz domingo, día del Señor.
William me lleva a su casa, junto al Amazonas. Su esposa ha dejado listos dos
platos de mazamorra de gamitana antes de irse a sus quehaceres. Conversamos con
sosiego, me cuenta los tiempos de su formación en Indiana, evoca a los
misioneros de antes. No hay señal, nadie me puede ubicar, el tiempo pasa
lentamente y lo disfruto.
La Eucaristía en Gallito suaviza de algún modo la nostalgia
que siento de esa amable rutina de los domingos como párroco de pueblo. Ellos
me agradecen la visita, pero no se imaginan cuánto me ayudan.
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