He dejado Indiana y me he venido a Punchana, la sede
administrativa y logística del Vicariato, en Iquitos capital.
Creí que podría compaginar los dos
trabajos: párroco y vicario general; pero después de dos años (sobre todo
el segundo) por encima de mis posibilidades, corriendo de un lado a otro con la
lengua fuera,
mi cuerpo me ha dicho que
no podía ser. He acabado
deshilachado,
agotado física y mentalmente y con la sensación de no conseguir hacer nada bien
ni dejar a nadie conforme… “El camino es superior a tus fuerzas” (1 Re 19, 7).
Tenía que
elegir con realismo entre una cosa o la otra. Y no ha sido una decisión fácil:
me duele mucho dejar la parroquia. Prácticamente toda mi vida
sacerdotal, desde hace más de dieciocho años, he formado parte de una comunidad
cristiana a la que servir. Yo soy un pastor, cura de pueblo, me encanta estar
en medio de la gente, eso me da vida, me hace gustar el sentido de todo y me
concede el don de sentirme feliz.
¿Cómo voy
a hacer ahora, en este sitio un tanto desangelado, a menudo vacío y solitario
en medio de la gran ciudad? Sí, ya sé que
escribí aquí mismo que me gusta
Punchana, siempre me ha agradado venir… pero vivir acá es
harina de otro costal. De hecho, el primer y único fin de semana
desde que he llegado me faltó tiempo para irme a Tamshiyacu y a un caserío (Santa
Ana se llama, en el Tahuayo) a sustituir al p. Yvan. No concibo un domingo sin
la Eucaristía junto a la comunidad, qué triste…
Pero este paso era necesario. Lo discerní bien, con sinceridad y
libertad, dedicándole varios días y consultando con prudencia a algunas
personas.
Creo que, considerados todos
los elementos y vista en conjunto la situación del Vicariato (personas,
momento, problemática…), a pesar de que somos pocos presbíteros, y aunque no
sea lo que más me apetezca, esto es lo que Dios me pide: que me entregue a
tiempo completo a la tarea de vicario general.
Hay una parte de este encargo que tiene que ver con la coordinación
de toda la pastoral, con empujar el proceso del plan pastoral, dotar a la
misión de un sentido global –sinodal-, caminar hacia una iglesia nueva, con
corazón y alma amazónicos… Y el camino es la animación, acompañar a los
misioneros y a la gente, visitar los puestos de misión.
Esa es la clave: ir, llegar, compartir; el motivo y el remedio. Pierdo
la parroquia para eso, para quedar disponible y poder navegar por todito el territorio.
Otro rubro es la chamba administrativa: informes, proyectos,
trabajo de oficina. Me lo tengo que zampar como peaje desabrido pero
imprescindible. Sé muy bien que si meto la cabeza en la computadora y me
atornillo al despacho no voy a aguantar. Más bien me anima y me ilusiona tener
tiempo y libertad para recorrer ríos y quebradas,
voy a realizar mi “vocación al Vicariato”, sobre la que
también escribí:
“Amo el Vicariato, esta
tierra, estas gentes, estos compañeros de camino, nuestro pasado hecho de
entrega heroica, las heridas y el “hoy de Dios”. Creo en el futuro y me veo en
él poniendo alma y vida”. Para que otra vez me quede calladito, más guapo.
Pero cuidado, que yo soy misionero y si dejo de serlo, patino. Se
trata de ofrecer el servicio de vicario general
(un “bien mayor”), sí,
pero
realizarlo “misioneramente”, viviendo una especie de “itinerancia
institucional” o “institucionalidad itinerante”. Desarrollar este
acompañamiento vicarial me satisfará
“siempre que sea desde lo que
eres y que lo disfrutes, si no, no merece la pena para ti, ni para la Iglesia”,
así dice un gran amigo que me conoce bien. Y cuando termine este tiempo (que ha
de ser limitado, por supuesto) de dedicación exclusiva al Vicariato, me vuelvo a la
misión directa a pie de
río y santas pascuas.
Toca
remar más adentro. Más accesible, más desinstalado, más misionero. “Si pudiera ser párroco de todos los puestos
de misión del Vicariato a la vez, no lo habría más feliz”, dije... Pues
llegó el momento.
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