sábado, 13 de junio de 2020

HISTORIAS DE PANDEMIA


Como dice el tópico, en situaciones límite aflora lo mejor y lo peor del ser humano. Sí, pues. He aquí algunas anécdotas de este tiempo que me han impactado.

La contundencia de este virus nos ha sorprendido a todos. Una señora en Indiana entró en insuficiencia respiratoria severa y, vista la gravedad y los raquíticos medios disponibles, los médicos decidieron enviarla a Iquitos, cuando aún el hospital regional no estaba colapsado y recibía pacientes. La pobre no pudo llegar ni al bote, murió en el motocarro que la llevaba de su casa al puerto.

Por cierto, otro día, mientras tomábamos desayuno, vimos otro motocarro pasar por la vereda frente a la misión cargado con un ataúd solitario. No era más que un improvisado y lúgubre vehículo fúnebre que se dirigía a dar sepultura a una de las víctimas. Comentamos que a los pobres no les queda ya ni la costumbre de despedirse de sus seres queridos.

Otra persona murió hace algunos días en la cola del banco. El virus aterroriza y agita la solidaridad en proporciones similares. Mucha gente quiere ayudar. Teníamos que enviar un balón de oxígeno a una pequeña posta de salud en el río Curaray, afluente del Napo. La lancha no entra hasta un lugar tan remoto, pero encontramos un barco de una compañía petrolífera, que iba por esa ruta, dispuesto a llevarlo. El ingeniero me dice al teléfono: “Padre, la ley no permite llevar ningún tipo de gas comprimido en un barco petrolero, pero como malos peruanos vamos a hacer lo siguiente: cuando nos revisen en el puerto firmamos el OK, salimos y paramos dos cuadras más abajito, en puerto Henry, frente al Vicariato, y ahí nos lo entregan”. Los de la comunidad de Nueva Vida ya tienen un poco de oxígeno al menos.

Hay quien aprovecha el caos y la histeria colectiva para hacer caja. Un empleado del sector salud en Puno se robó pruebas rápidas y las vendía a 250 soles. Los misioneros del Putumayo, que están todos varados acá en Iquitos, coordinaron con la municipalidad provincial de allí para llevar equipos de protección personal a aquel lugar tan lejanísimo (dos semanas por el río o dos horas en avioneta). Cuando están cargando las cajas, una de las misioneras pregunta cómo van a hacer para repartir al centro de salud, a la policía o a la población. El funcionario, con cara de extraterrestre, le dije: “No, pero si estos insumos son para nosotros, ¿no? Para los trabajadores de la Muni. Los demás que se las busquen, cada cual jala por su lado”.

Pero la anécdota más fea me la contó otro compañero, que un domingo, junto con otros misioneros, luchaba por salvar a una señora que se asfixiaba; consiguieron el balón, la llevaron al hospital, pero no había manómetro y era cuestión de vida o muerte conseguir uno. Como él tiene muchos contactos entre doctores y trabajadores de la sanidad, haciendo llamadas ubicó a alguien que tiene un amigo que vende un manómetro por 900 soles. “Dile al pata que no se pase. Eso vale 500. Habla con él… Que piense si fuera  su mamá o su abuelita”. “Ya” - le dice el otro, siempre por teléfono – “voy a conversar con él para que te baje y te digo”. Mientras mi compañero espera a que le llame, aparece un grupo de personas y médicos entre los cuales está el director del hospital; él aguarda por si puede saludarle y pedirle ayuda, pero el hombre está rodeado de gente. Entretanto, como no tiene noticias del manómetro, llama al supuesto mediador, que le contesta y entonces mi compañero descubre que está a dos metros, junto al director,  y que es el responsable de materiales del hospital; le dice bajito que “su amigo” se lo deja en 700 soles mirándole a los ojos e indicándole, con su dedo en los labios, que no diga nada. Los del párrafo anterior podrían ser calificados de “vivos” o “desalmados”, pero a este yo lo llamaría de frente “canalla”.


Nosotros nos dedicamos a lo contrario. Recuerdo que en el aeropuerto, cargando cajas, un señor se dirigió a mí: “¿Ustedes son de la Iglesia?”. “Sí. Esto son ayudas que nos llegan y enviamos a lugares de extrema pobreza” – le expliqué. “Ah… El Señor les va a bendecir”. Damos oxígeno a gente que ni conocemos, pero que nos suplica porque algún familiar lo necesita inmediatamente. El otro día presté un balón que me han devuelto hoy, y no sabía si las lágrimas eran de agradecimiento o de aflicción porque, a pesar de todos los esfuerzos, el abuelito falleció. Echar una mano en estos tiempos tan crueles es maravilloso. Los sinvergüenzas se lo pierden. Y además el balón me lo han devuelto lleno.

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