domingo, 21 de febrero de 2016

UNA SEMANA EN LA SELVA


Hay pocos lugares donde el silencio sea tan hondo y tan rotundo como la selva. Una cualidad lenta y espesa que te pone en contacto con tu soledad sin intermediarios ni intentos. En Indiana, en la ribera del Amazonas, me siento como dentro un paréntesis de mi vida. Croan las ranas y silva la brisa, pero no hay señal, el celular está amordazado por esta pobreza, y tal vez eso me otorga una clarividencia nueva, una percepción más profunda de mi vida a esta distancia física y emocional que impone la presencia del Río.

Salta a la vista la pobreza, es más descifrable y palpable. La gente puebla las orillas en casas de madera sobre palos en previsión de las crecientes anuales, y vive de la pesca y del cultivo de yucas, plátanos, cosas sencillas. Hay muchos niños descalzos y sonrientes bajo el sol del atardecer, cuando se arman los partidos de voley y fútbol. Por momentos miro a mi alrededor y mi país guayacho me parece primo de Manhattan.

La belleza del paisaje es arrebatadora: los cerros han sido sustituidos por paredes de árboles altos que colonizan el horizonte tierra adentro, el verde hace de lecho de guacamayos multicolores, puentes y hamacas, pero el Amazonas ejerce su primacía estética, ecológica y cultural. Ir en canoa acá es como montar en bici, la gente vive en una natural continuidad con el agua, que está por todas partes.

La humedad torna sofocante al calor, y me paso el día sudando, como me ocurría en Togo o Senegal. Entramos en una casa donde nos invitan a un refresco de carambola, un sabroso fruto de acá. La casa no tiene ni piso, que es de tierra, pero hay frigo y televisión, claro. Y una vieja máquina de coser Singer alemana como la que tenía mi abuela. Disfruto de la bebida fresquita mientras por dentro sonrío: mi Perú siempre tan chistosamente paradójico.

Los puestos de misión están en poblaciones ribereñas medio grandes, son como las sedes parroquiales, y desde ellos se anima a las comunidades y caseríos cercanos, aunque en algunos casos se requieren días de navegación para llegar. No hay carro ni moto ni burro, acá se surca (río arriba) o se baja en deslizador rápido, en lancha colectiva, en canoa o en peque-peque.

A Santa Teresa se tarda menos de una horita desde Indiana. Voy con D. Ángel, el animador, a la misa del domingo. El motor de la embarcación estaba perezoso y casi no llegamos. Se reúne un grupo de 15-17 personas, y me cuesta horrores arrancarles una sonrisa, o que contesten alguna pregunta (el carácter de esta gente es aparentemente más cerrado que en la sierra). Ninguno comulga, y cuando les pregunto por qué, me dicen que no han hecho la primera comunión. “¿Cómo? ¿Nadie?” – pregunto asombrado, porque hay niños, jóvenes, adultos y ancianos. “Nadie, padre”. Pienso un poco y caigo en la cuenta de que el misionero de este puesto es Paco, laico mexicano, y por tanto los de Santa Teresa llevan tal vez años sin celebrar la Eucaristía ni ver a un cura. Años…

Así que estos días mis vacaciones me han traído a la selva: Iquitos, Indiana, Mazán, Santa Teresa, San Salvador, Yanamono… En este confín del Perú me expongo a que Dios me hable, y la realidad es tan elocuente que Diosito no tiene que emplearse a fondo. Hay mosquitos, hay malaria, tortugas enormes, mototaxis pero no carros, murciélagos que contagian un tipo de rabia, avionetas que a veces se estrellan, palos nadadores río abajo, masato y suri, anacondas, compañías petroleras sin escrúpulos con el medio ambiente, lagartos, tala masiva, lluvias torrenciales, paiche, malokas… pero sobre todo hay pueblos indígenas indefensos frente a los nuevos tipos de imperialismo económico y cultural.

Después de la Eucaristía de la noche nos sentamos a beber agua de coco helado. Paco hace unos certeros cortes con el machete por donde se mete una pajita y mmmmmmmmh, qué delicia. Cae el sol sobre el inmenso Amazonas mientras el canto de las chicharras acuna Indiana. La selva es una periferia de Perú, pero bien hermosa.


3 comentarios:

Pepa dijo...

Cuando me siento tranquila y leo tus entradas en el blog,de la manera tan realista que nos cuentas las cosas,parece que ahí en Perú todo transcurre a una velocidad de vértigo,todo es una actividad continua ,un no parar de aquí para allá.Qué bien supo Diosito a quién se tenía que llevar para allá.Eres incombustible,César.

Abrazos.

martina dijo...

Hay q ser muy valiente para acompañar en el desierto ,
Un abrazo

martina dijo...

Hay q ser muy valiente para acompañar en el desierto ,
Un abrazo