Siempre he contado que en la muerte se ven muchas cosas, se
aprende mucho de las familias, de los pueblos y de la vida. Pero lo que vi el otro día en el entierro de la
señora Amadita, mamá de Nimia del Pilar, directora de la ODEC San José, superó cualquier expectativa o registro
previo. Mi capacidad de asombro y admiración por nuestra gente de la selva
no tiene límite, y eso me enorgullece aunque no tenga mérito.
Hace bien poco me invitaron a un exquisito arroz con pato
justo en casa de Amadita, en Timicuro Grande, a una hora en bote desde Indiana.
La salud de la mamá estaba débil hacía tiempo, pero en las últimas semanas
empeoró: pruebas, hospitalización en Iquitos, tratamientos, más estudios… Su
bella familia hizo todo lo humanamente posible, atendiéndola exquisitamente y
gastando plata que no tenían, pero al final la muerte es como una lluvia que de pronto ves venir sobre el río y
sabes que no te vas a librar de mojarte.
Así que, después de dos noches en vela y ya con todos los
hijos presentes, nos fuimos a Timicuro a celebrar el sepelio. Por estos lares
no son muy habituales las misas de cuerpo presente, pero aquella, en la casa,
fue muy emotiva y participada. Tras los sentidos discursos de Nimia y de su
hermano Helber, llegó el momento de dirigirnos al camposanto para la sepultura,
y ahí llegó la primera sorpresa: “No padre, acá no hay cementerio porque el
pueblo se inunda, la vamos a enterrar en Las Palmas”.
¡! Las Palmas es otro pueblito que está a unos diez minutos,
pero en el otro lado de la quebrada, de modo que hay que ir obligadamente en bote. Antes de salir hicimos como una
procesión con el féretro por la plaza de
armas; me impactaron las maneras de expresar el dolor, sobre todo las
mujeres que se tapaban los ojos al paso de la comitiva, o aquellas que lloraban
hablando o casi “cantando”. Doña Amadita era bien conocida de todos y una
luchadora en la brecha de sacar el pueblo adelante.
Llegamos al puerto, es decir, al barro de la orilla. Había una canoa preparada para trasladar el
ataúd y asombrado miré cómo lo ubicaban y se sentaban hasta llenar la
embarcación. Comprendo que para los lugareños no sea nada digno de
destacar, pero para los de “secano” como yo es muy sorprendente. Había un par
de botes más, además del nuestro, y todos se abarrotaron para arribar a Las
Palmas.
Una vez allí, resulta que para llegar al cementerio hay que caminar un poquito y atravesar otra quebradita pasando por un puente
precario; parece ser que ya está todo el material para construirlo nuevo,
pero los encargados son los de la misma comunidad y no lo acaban de hacer.
Quienes hemos transportado a hombros un féretro sabemos lo que cuesta eso, pero
cuando vi aquel angosto “puente” –apenas unas tablas titubeantes - pensé: “Diosito, ¿pero cómo piensan pasarlo… con lo
que pesa…?”.
Los hombres estaban preparados y enseguida colocaron un palo
longitudinal y ataron a él el ataúd como llevan los caníbales a los turistas
camino de la olla en las películas. Y
así, solo dos porteadores con el madero a hombros, uno delante y otro atrás,
encabezaron el cortejo sobre el agua hasta el lugar de la inhumación.
Confieso que no me lo podía creer, estaba estupefacto. Ni siquiera fui capaz de
hacer estas fotos de arriba; menos mal que hubo quien sí.
No había acabado. Los mismos hombres (mis respetos para
ellos) habían ido a abrir el hueco en la tierra a las 5 de la madrugada. Hice
las oraciones correspondientes y cuando lograron bajar la caja con las sogas se
desbordó la emoción, subió el tono de los gritos y lamentos, las lágrimas
corrieron. Empezaron a botar esa greda
basta y mojada a puras paletadas, la familia parada al borde de la tumba, los
niños lanzando su puñado llorando.
A medida que el color blanco del féretro iba desapareciendo
bajo la arena, los gemidos y sollozos se iban atenuando, la velocidad de los trabajadores se aminoraba por el cansancio y el
silencio se iba adueñando del lugar, abrasado bajo un inclemente sol de las
9 de la mañana. Yo sudaba a chorros ahí de pie, no quiero ni pensar cómo
estarían los de las palas.
Cuando el enterramiento se hubo completado y ya se veía el
montículo bajo el cual descansan los restos de doña Amadita, aparecieron unas
botellas de agua del río. Entonces, para
mi estupor, los hombres comenzaron a pulir la superficie de la tumba, como
alfareros fúnebres, hasta que la dejaron bien lisita. Y ahí los familiares
colocaron las flores traídas desde la casa y por supuesto un montón de velas
prendidas.
De vuelta a la ribera, mientras las chalupas se completaban
para el regreso, Nimia me contó que estos hombres suelen ir por las comunidades
haciendo todo ese trabajo sin cobrar, para ayudar. Me habló de invitarnos a
almorzar, pero era ya un poco tarde y había que regresar a Indiana. “Más bien invítalos a ellos, bien que se lo
han ganado”. Y así, cerquita del
Amazonas, donde la fuerza y la solidaridad de la gente me fascinan, se despidió
el duelo. Si la muerte puede aparecer hermosa, fue aquel día.
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