jueves, 22 de febrero de 2018

RONRONEANDO


¿Cómo se puede querer tanto a una gata? Sí, es posible. Yo mismo me sorprendo… Había tenido a Fastidia en Mendoza, pero no conviví tanto con ella, porque nuestros gatos vivían en la casa del mercado, y allí solo íbamos para comer. Pero acá en Islandia un buen día llegó Chacha, alias “la onza”*, y desde entonces todo cambió para mí.

Me he acordado mucho del libro “Ni pena ni miedo”, en el que el juez Fernando Grande-Marlaska habla bastante sobre cómo los animales condicionan tu día a día y cuánto de relevantes pueden ser para nuestro mundo afectivo. Chacha  al principio era Chacho, porque yo pedí un gato macho para que cazase los ratones que cada noche se comen nuestros plátanos manzanitos. Llegó con apenas un mes directamente desde la teta de su mamá, y recuerdo que al principio su comida era algo que me estresaba un poco. No tragaba la leche con jeringuilla que intentaba darle, ni quería pan… Sentía que para sobrevivir dependía de mí, y eso suponía una responsabilidad que yo no tenía registrada.

Las primeras noches le coloqué su caja-cama en la entrada de la casa, pero por la mañana aparecía dentro de una maceta grande. Yo pensaba que era por el fresco de la madrugada, hasta que un día al despertar la encontré hecha mazamorra, con varias heridas muy feas y casi sin poder ponerse de pie. Alguno de esos gatos abusivos y pendencieros de la noche le sacó el ancho (como lo agarre le reviento) y durante toda aquella jornada pensé que se moría. Pero, además de frioleros, los gatos son muy duros, así que Chacha (ya se distinguía su conchita) salió adelante.

Sus actividades pueden dividirse en tres apartados: jugar, dormir y comer. Por este orden. La onziña está hecha una loca, se sube a todas partes (a veces no sabe cómo bajarse del dintel de la puerta y pide ayuda), no nos deja tranquilos, a todas horas quiere que le acaricies la barriga, salta, se sube encima de la gente, da mordiscos en los pies (que a veces duelen feo, ¿eh?), corre sprints, se esconde para hacerte emboscadas y darte un susto, persigue a los insectos, no para, es tremenda. Los ruidos bruscos y raros (como la cortadora de cerámica de hoy, por ejemplo), la atemorizan, se le agachan las orejas y va a ponerse a salvo debajo de la escalera. Menos mal que tiene ratos de stand-by en los que se duerme como un gato chico. La siesta, ella en la cama y yo en la hamaca.

Una noche desapareció. Yo había salido y cuando llegué no estaba; debió de salir aprovechando un descuido, todavía era más pequeña que mi pie. Pensé de todo: que se la habían llevado, o que algún perro callejero u otro gato se la había cargado y ya sería cena para los gallinazos. Ni modo, no había nada que hacer en la oscuridad. Sentí algo desconocido, una versión agria de la tristeza, un desamparo infantil. “Habrá que conseguir otro gato” – pensaba… “pero ya no será Chacha”. Es curioso el vínculo que se crea al dar de comer, curar los arañazos o lavar los ojos enfermos de conjuntivitis: ella era mi gata. Y no podía sustituirla como a un gorro que me dejé olvidado por ahí.

Así que, después de dormir poco y mal, apenas salió el sol salí a buscarla. Y la encontré. Escuché maullar un poco cerca de la municipalidad, me asomé por allí pero no vi nada. Di otra vuelta y regresé, las súplicas de auxilio continuaban, y de pronto la vi salir de la maleza, un niño me la subió al puente. Creí que me iba a explotar el corazón de pura emoción. La apreté contra mi pecho de vuelta a casa: estaba mojada, muerta de frío, de hambre y de miedo, después de una noche vagando por el piso. Había gastado la segunda de sus siete vidas. Estábamos los dos aliviados, y yo conmovido de cómo algo tan pequeño puede atraparte el cariño de esa manera.


Tenemos nuestras broncas. No quiero que se suba a la mesa, ni que fastidie a la gente; y le sacudo, y luego reclama y me hace mucha gracia. Le encanta subirse a la computadora, la usa de almohada y ella también escribe (“¿pueden trabajar las personas?” – protesto yo); o se mete donde la mochila, eso le chifla; o juega a atraparme con su garra por debajo de la puerta; o escala la mosquitera de la puerta como si fuera spiderman. Le gusta el pollo, el atún triturado y lo que más el panetón. A la hora de dormir siempre hay un show: cuando voy a agarrarla, se pone en posición de caza y sale disparada, así tres o cuatro veces (me parece que cree que soy un gato). Luego, cuando ve que me voy al cuarto, viene sola y se tumba en un paño de trapear mientras yo leo ya en mi cama. Al rato, cuando los dos tenemos sueño, se va a su dormitorio, que es la zona de chompas y cortavientos de mi armario.

Cuando me levanto es de noche. Sale, se despereza, se afila las uñas y quiere que le abra para ir al baño. Hay días que, si me quedo más rato en la cama, le dejo que se suba y tenemos un round de cariño. La acaricio y disfruto de su asombroso ronroneo, una expresión de deleite, agradecimiento y seguridad. Se me ocurre que la oración es un rato de ronronear con Diosito, en sus manos, perdido en su ternura.

Esta es mi gata Chacha, y me tiene… atrapadito. Se nota, ¿no? ¿Será todo esto un efecto secundario del celibato? Es posible, pero… ¿y lo que me divierto?

*“Onza” es “puma”, un felino americano. Un gato gordo.
Buscar en https://es.m.wikipedia.org/wiki/Puma_yagouaroundi



1 comentario:

bertacaro dijo...

I love Chacha too. Q cosa más linda. Líbrense los gatos callejeros de Islandia. Gata lista, como Obélix. Bueno... Un poco menos. Porque como Obélix:nadie.