domingo, 29 de diciembre de 2019

UNA LUZ FRENTE A LA ADVERSIDAD: LA VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES AMAZÓNICAS


Por Hna. Jeaneth Andino Granja, gran amiga, psicóloga clínica y misionera dominica del Rosario en Sepahua (Ucayali)

Luz (nombre ficticio), llegó con este pedido: “Necesito que ayude a mi nietita de siete años, porque está triste y no quiere ir al colegio”. Pero antes de indagar en su nietita, opto por centrarme en ella: “Luz, y tú, ¿cómo estás?”. Sus ojos enseguida se llenan de lágrimas. Me cuenta que los padres de su nieta tienen problemas de convivencia y algo más. Seguimos hablando y el testimonio no puede ser más desgarrador. Sus dos hijas, ahora ya casadas y con hijos, fueron abusadas por su propio padre. Fue el motivo por el que ella se separó. Pero en sus ojos pude percibir algo más. Había más dolor ahí adentro. “Luz, ¿a ti te ha pasado algo como eso? No hizo falta respuesta o, mejor dicho, la respuesta fue un llanto. Un grito ahogado y contenido por muchos años, desde niña. Una profunda herida mantenida en silencio, en secreto, sin tener a quién expresarlo, por las huellas que deja, por la culpa que se engendra, por el sentimiento de mancha que queda. Un algo que les hace sentir indignas e impuras. ¡Cuánta violencia y maltrato silenciado! Violencia y maltrato ocultos, sin la oportunidad de poder desahogarlos ni compartirlos con alguien para, desde el compartir, poder intentar superar esta experiencia tan dolorosa.

Historias como la de Luz son comunes en la Amazonía y, a pesar de estar amenazada la suya propia, las mujeres siguen luchando y defendiendo la vida.

Luz no llegó a mí por casualidad. Durante tres años trabajé en la Defensoría Municipal del Niño  y del Adolescente (DEMUNA) del distrito de Sepahua, en Ucayali. Mayoritariamente, a esta ofician recurren mujeres con una solicitud en común: quieren que se invite al padre de sus hijos para firmar la conciliación correspondiente por pensión de alimentos, régimen de visitas y tenencia. En 2017, el año récord, hubo 987 atenciones. Se atendió a 450 mujeres, la inmensa mayoría indígenas llegadas de las comunidades nativas y barrios ribereños. Ellas son amahuacas, matsigenkas, asháninkas, yines, yaminahuas y sharanahuas. Por lo general su pareja les había abandonado y solicitaban pensión de alimentos para sus hijos. Logramos 102 conciliaciones. En los demás casos, por circunstancias diversas, no se pudo hacer nada. A esto se suma la carencia de una entidad judicial que vele por los derechos de niños, niñas y mujeres de las zonas más alejadas de nuestra Amazonía.

En estos lugares son varias las madres, que suelen ser bastante jóvenes, que conviven con su segunda y hasta su tercera pareja. Los hombres migran con facilidad de un lugar a otro. Algunos son contratados para los megaproyectos impulsados  por empresas extractoras y se alejan de su familia. En esa separación son muchos los que se unen a una nueva pareja y dejan atrás su anterior vida.

Hermana Jeaneth Andinoo, durante su labor como psicóloga. Foto: Cedida
Tema aparte es la violencia, casos que algunas también se atreven a denunciar ante la DEMUNA. Violencia de múltiples tipos. Desde mi experiencia constato que esta realidad es la que más sufren las mujeres indígenas de la Amazonía, sin que nadie les haga justicia, se eviten nuevas violaciones a su integridad y se vulneren sus derechos. Están demasiado solas.

La violencia de género es, además de una lacra, una cadena que va de generación en generación. Violencia como la que exponíamos al inicio. A diario conocemos casos de abusos y maltrato y, en la mayoría de los casos, encontramos pocas soluciones. Ellas callan. Tienen miedo a quedarse solas y “desprotegidas”, pues sufren una doble vulneración: por ser mujeres y por ser indígenas. Sin embargo, son las que sostienen el hogar. Ellas te dicen “yo soy papá y mamá para mis hijos”. Son madres, proveedoras, educadoras, parteras, agriculturas, pescadoras, y un buen porcentaje, empleadas domésticas en situaciones de explotación.

Mujeres trabajando por las mujeres

La presencia de las Misioneras Dominicas del Rosario en la selva sur peruana es larga. Más de 100 años desde la llegada a Puerto Maldonado de la Madre Ascensión Nicol y las primeras hermanas. En el caso de Sepahua, las misioneras llevamos más de 60 años, desde 1955. En el Bajo Urubamba nombres como el de Asunción Guerrero, Madre Paulina y tantas otras hermanas iluminan los rostros de los indígenas y, sobre todo, de las mujeres indígenas que han estado bajo su tutela en el internado o bajo sus cuidados en la posta de salud. Con ilusión continuamos, hoy, la labor que nos legaron.

Con nosotras viven, actualmente, cerca de treinta adolescentes mujeres. Aquí las acogemos, pues llegan de comunidades alejadas donde no existe posibilidad, por lo general, de estudiar educación secundaria. Acá residen y conviven durante todo el año escolar, de marzo a diciembre. Sólo en las vacaciones de agosto regresan a sus comunidades. Eso sí, sus padres pueden visitarlas.

Cuando, en marzo, llegan al internado –algunas con evidentes síntomas de desnutrición-, es curioso ver que, como atraídas por un imán, se juntan por grupos en base a sus diferentes etnias o pueblos, sin antes haberse conocido al venir de diferentes comunidades. Cada grupo tiene su propia lengua, su propia cosmovisión, su propio conocimiento ancestral, su manera propia de dar sentido a la vida. Esto, sin duda, les brinda seguridad en un lugar desconocido.

Grupo de jóvenes indígenas que, actualmente, vive junto a las misioneras dominicas en el internado de Sepahua (Ucayali). Foto: Jeaneth Andino
Ser parte de sus vidas no es tarea fácil. Solo la acogida, el cariño, la cercanía silenciosa, el estar con ellas, sin preguntas ni consejos, hace que podamos ganar su confianza e interactuar y acompañar su proceso de vida desde la riqueza, sabiduría y misterio que es cada una. Porque son diferentes, son únicas.

Cuando por reiteradas veces presentan comportamientos inadecuados, llamamos a sus padres mediante un comunicado en Radio Sepahua, emisora del a Misión, o por radiofonía si es que la emisora no alcanza hasta sus comunidades. La familia viaja varias horas por río para llegar hasta nosotras. Si viene la madre, la situación se soluciona ahí mismo, porque es ella la responsable de la educación de los hijos, es ella quien aconseja con cariño y a la vez con gran firmeza, en su propia lengua. Esta es la imagen: la hija se sienta frente a la madre y, mirándose a los ojos, se inicia el monólogo. La hija solo asiente hasta que la madre haya terminado. La adolescente, normalmente, cambia de actitud en lo que queda del año.

Otra situación de excepción se produce en caso de que se enfermen. En esos momentos, muchas deciden regresar a sus casas para curarse según sus ritos y medicina tradicional. Allí generalmente sus abuelas son quienes están al cuidado, pues les hacen “vaporizaciones” y les preparan remedios naturales. Se respeta mucho esa decisión y, con la coordinación respectiva, se les permite ir a su comunidad pues allí están las plantas medicinales, sus ancestros y los espíritus protectores que les devuelven la salud.

Nuestro acompañamiento no termina entre las cuatro paredes de casa, sino que se extiende hasta el mismo colegio ya que estas jovencitas estudian en la institución educativa de convenio entre el Vicariato de Puerto Maldonado y el Ministerio de Educación, donde trabajamos actualmente dos hermanas. Tenemos, pues, la oportunidad para acompañarlas también en ese espacio. Somos testigos en primera persona de cómo, al inicio, les cuesta relacionarse con el resto de estudiantes de Villa Sepahua, un centro poblado habitado por personas de todos lados, muchas llegadas de otros lugares del país. Deben, en esos primeros momentos, hacer frente a la discriminación por las dificultades que tienen para hablar el castellano, por su bajo nivel académico. También hay humillaciones y racismo, por lo que se necesita hacer un buen trabajo para mejorar su autoestima y su capacidad de resiliencia.

Aunque en ese colegio exista un gran porcentaje de estudiantes indígenas, que se incrementa con la presencia de los chicos y chicas de los internados, la influencia de todo lo occidental pone en peligro la vivencia de su propia cultura. Se exponen a graves situaciones de riesgo como el consumo y venta de drogas, la prostitución, la trata, el acoso sexual, la violencia y la explotación laboral. Existe también un alto índice de embarazo precoz y aborto. Todo esto lleva a la deserción escolar. Además, van perdiendo el sentido de la reciprocidad, la vida en grupo, la convivencia y adquieren actitudes individualistas propias del sistema operante. Obviamente, todo esto repercute en su desarrollo integral.

Ellas, responsables y aliadas

A nivel de pastoral en la Iglesia, las mujeres indígenas son el motor en las comunidades. El machismo es fuerte, pues quienes figuran en los cargos de autoridad son casi siempre hombres, pero quienes en realidad lideran son ellas. Las mujeres asumen la responsabilidad de sostenerla vida espiritual de la comunidad. También son líderes activas en los encuentros de formación, su presencia en la Eucaristías es muy significativa.

Reconocen a la Iglesia como su aliada, confían en los sacerdotes y en las hermanas. Incluso aquellas mujeres que acuden a diferentes agrupaciones religiosas, en sus peores momentos, vienen donde el Padre y la hermanas. Saben y agradecen que estemos para ayudarles en todo lo que podemos.
La presencia del Papa Francisco en estos lugares y el Sínodo ha sido una gran oportunidad para sentir que la iglesia está con ellas, que escucha sus gritos, que conoce sus necesidades. Ha sido también una oportunidad para releer su propia realidad con ojos críticos y dar su palabra con la alegría de ser escuchados y tomados en cuenta.

Ahora, después del trabajo en el Vaticano, se inicia el mejor trabajo: poner en práctica lo dicho aquí y lo dicho en Roma y re-comenzar a formar lideresas, mujeres empoderadas de su realidad, dispuestas a defender la vida. No cabe duda, tenemos que patrocinar el protagonismo hacia la mujer indígena. Las mujeres son las que dan vida a las comunidades, a sus hogares y a la Iglesia. Es necesario reconocer su papel y hacer un camino con ellas para que cese la vulneración de sus derechos y alcancen una vida digna, en armonía y en equilibrio con su Amazonía.



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