sábado, 27 de febrero de 2021

HISTORIAS DEL CENTRO DE AISLAMIENTO

Al entrar en la escuela primaria, que hace de centro COVID en Indiana, saludo al sereno de turno que guarda la puerta; todos me conocen, especialmente desde que hace dos semanas la pandemia se recrudeció, el establecimiento se llenó y yo empecé a visitarlo a menudo. En la primera ola vine poco, seguramente porque tenía menos tiempo y más miedo.

Los salones (aulas) hacen de improvisados boxes de aislamiento, y en cada uno hay dos o tres enfermos; la parroquia prestó camarotes (literas) hace ya muchos meses. Proceden de Indiana misma y de varias comunidades. Están clasificados por zonas; los más graves, cerca de la entrada, son los que llegan con la saturación muy baja o además presentan alguna patología concomitante. Allí están don Luis, doña Natividad y don Antonio, todos pasando los 80 años.

Ni que decir tiene que, pese a los esfuerzos y la buena voluntad de la municipalidad y de los sanitarios, el lugar es el que es, y recuerda a esas imágenes antiguas de la gripe española de 1918 con los encamados dispuestos en grandes pabellones de fábricas. Junto a los convalecientes están los tapers con restos de almuerzo, cajas de medicamentos y un poco más allá, sus bacines. El calor es sofocante. Una mujer tiende sobre un par de columpios del patio las sábanas que ha lavado.

Hay pacientes que están acompañados por algún familiar, pero otros soportan solitos las largas horas y jornadas, el ruido del concentrador de oxígeno rompiendo el silencio. Don César es uno de ellos. Cuando entro a verlo me muestra sus piernas muy hinchadas y me habla angustiado, entre sollozos. Necesita urgentemente un diurético, pero el médico me dice que ya se acabaron; me voy a comprarlo a la botica (con dinero de donativos de España) y a los quince minutos ya se lo están inyectando.

El personal es a todas luces insuficiente para atender a la treintena de internados que hay ya hoy; el municipio, además de dar la alimentación, ayuda contratando técnicos en enfermería y se piensa pedir a los que recién terminaron los estudios que vengan a echar una mano, pero están desbordados. Los doctores han de combinar la atención aquí con la posta de salud. Sobre la pizarra blanca del aula que hace de control se leen nombres, horas, roles, tratamientos, avisos; junto a ella, una torre de papel higiénico que me supera en altura.

Por fortuna, solo un paciente necesita balón de oxígeno; don Luis consume de dos a tres diarios, y a esta hora de las 11 de la mañana ya se terminó el último. Cuando le hablo me llama “doctor”, como otros ancianitos acá. Con suerte en la noche llegarán algunos balones recargados, y mientras tanto esperan que él aguante con el concentrador, porque en Iquitos el déficit de oxígeno es dramático y no están recibiendo emergencias. El concentrador ayuda cuando la saturación no es demasiado baja, pero cuando cae a 80 o menos ya no sirve de mucho.

En el segundo piso y en un pabellón lateral se ubican los más leves y los asintomáticos, que suelen salir a caminar por el patio o a sentarse en las gradas. Gente de mediana edad, y también algunos jóvenes. La conversación es muy diferente, se les ve más aburridos que aterrorizados. Saludo a una pareja de Timicuro que conozco, Rider me explica que hace artesanías pero que le gustaría estudiar, la señora Maritza sonríe cuando le digo que su esposo me llama desde su pueblo para preguntarme cómo está. Incluso van al auditorio en las tardes para mirar la novela, las noticias o la Champions League. Pero el tono cambia al contar cuando la otra noche murió un interno, “solo había un técnico y no sabía bien qué hacer, gritaba… hasta que ya todo terminó. Se llevaron el cuerpo por la mañana y lo enterraron al rato, no puede haber velorios”.

Paso a despedirme de mi tocayo, que parece un poco más tranquilo. “Hasta mañana”, y me agradece, como todos, la breve visita. No se puede más para no contagiarnos, pero no se puede menos. Se trata de intercambiar unas miradas, de lanzar un “ánimo”, o un “vas a estar mejor”, o un “ya queda menos”, dar un abrazo aunque sea solo con la presencia y ofrecer un “me importas” sin palabras. Ojalá a César le valieran, porque su corazón no resistió y aquella misma tarde se marchó.

domingo, 21 de febrero de 2021

OTRA VEZ POR LAS COMUNIDADES

Otra vez porque la situación se complica, el bichu ataca con saña, aumentan los contagios, los pacientes en el centro de aislamiento han pasado de 5 a 28 en pocos días y se registran ya dos fallecimientos, los primeros de esta segunda ola. Así que de nuevo las autoridades hemos salido de gira por los pueblos de nuestro distrito de Indiana, pero esta vez con chaleco.
 
Se trata, como el año pasado, de alertar, aconsejar e informar para poder prevenir. La idea es que la gente no llegue a enfermar, sobre todo los adultos mayores, que son el 90% de las víctimas en esta pandemia. Si hay menos contagios se reduce el peligro para los más vulnerables, y para eso hay que seguir las normas y recomendaciones del gobierno, que es lo que vamos pregonando por esos ríos.
 
No es fácil que los habitantes de la ribera asuman el confinamiento y el uso de mascarilla. Allí la vida es al aire libre, no dentro de la casa; y además todos están con todos todo el día, cada comunidad es como una gran familia. Les insistimos en que no vayan a Indiana o a Iquitos, y que si tienen que ir, ahí sí o sí hay que llevar cubrebocas y desinfectarse. Y cuando se acercan al mercado a vender sus plátanos o yuquitas, que no acuda toda la familia, sino una o dos personas nomás.
 
Vamos Amazonas abajo hasta Pucashpa y en todos sitios nos reciben con cariño. Observo que el alcalde tiene mucho tirón con la gente, llama por su nombre a bastantes personas y genera simpatía y buenas vibras. Él marca un poco el tono de la conversa, pero todos los visitantes intervenimos. Como otras veces, el comisario de policía es el más expeditivo y sus argumentos son bien contundentes: si incumples el reglamento te ponen papeleta (multa), y como no puedes pagar 400 soles (cosa que se da por supuesta), te los descuentan de las ayudas sociales del Estado. Y eso sí que duele.
 
En las presentaciones descubro la imagen que se tiene de mí y de la parroquia, y es agradable ser considerado y respetado como alguien que se preocupa por la salud y el bien de la población. A pesar de los daños que conductas reprobables pudieron causar en el pasado, la Iglesia sigue siendo para la mayoría la referencia de la solidaridad, y la pandemia viene a refrendar esa apreciación.
 
Incluso en San Luis, donde supuestamente son protestantes, percibo eso. Allí la reunión empieza pasadas las 12 del mediodía, cuando el sol está en lo más alto sobre la cancha deportiva. Todos nos hemos sentado bajo la marquesina en las gradas, que llevan horas calentándose, y nuestros potos se van sancochando a fuego lento. Peor cuando toca hablar y me pongo de pie al sol frente al público… noto cómo los chorreones de sudor van resbalando por mi cuerpo. Uff.
 

El recorrido sirve también para respaldar y dar herramientas a los tenientes y agentes municipales
, que a menudo se las ven y se las desean para que no haya cumpleaños, partidos, tomaderas y, en esta época del año, humisha y carnaval. Creo que más que lo que decimos, que me figuro que lo saben de sobra, hace efecto el mero hecho de presentarnos en cada lugar ocho o diez autoridades desafiando la inmovilidad que pedimos con vehemencia.
 
También juegan su papel los atuendos y el atrezo. El deslizador municipal, la pistola y la placa del policía, las mascarillas para repartir, las fotos, la gaseosa y los panes de regalo… y los chalecos del CODISEC, claro. Los hay verdes más antiguos, y estos últimos azules que nos han brindado, que son personalizados, cada uno con el cargo que ocupa. Para identificarnos bien y suscitar inmediatamente atención y respeto, en este país donde a todo el mundo le encantan los uniformes.
 
Así que yo me calcé mi indumentaria de “párroco” una pizca receloso por si alguien se reía… pero qué va, los vecinos bien serios y solemnes. Y yo feliz de poder pasar unos ratos con ellos, y más con semejante vestimenta, que por cierto me chifla. No podían haberme hecho un regalo mejor. Toda esta semana estaremos navegando, y me lo pienso poner.

lunes, 15 de febrero de 2021

NADIE VALE MÁS QUE OTRO


“Buenos días padre César. Ya estoy en Yanashi. Le comunico que ayer falleció un señor con COVID y hay 11 personas más con este virus. Nuestro pueblo se encuentra en riesgo”. Así me escribía anteayer Merli, superiora de las ursulinas, mujer alegre y vitalista. Las vibras que me transmitió me hicieron sentir que de nuevo estamos bajo la amenaza del virus.
 
Como si no lo supiéramos hace ya más de una semana, cuando se inició una nueva cuarentena en gran parte de nuestra región… Pero, entre que esta vez hay menos restricciones y la gente puede salir más de casa, no me quería yo dar por enterado. Pero el peligro invisible nos rodea. La muerte de personas cercanas y de edad similar a la mía me lo deja claro.
 
La escalada es implacable y reduce la famosa “inmunidad de rebaño” a la categoría de mito. En el Bajo Amazonas, cerca de las fronteras con Colombia y Brasil, la tesitura es muy complicada; parece que por allí ha ingresado la “variante amazónica”, que es más rápida y mortal, como Sharon Stone en la película. En una entrevista a un líder indígena de la zona, él declara que “Todos los días están muriendo una, dos o tres personas (…). El enfermo no dura mucho tiempo, solo un par de días y ya muere (…). Hay como 15 personas que han fallecido en una sola semana (…). No hay medicina, no hay oxígeno en Caballo Cocha… No tenemos cómo defendernos…  Caballo Cocha no tiene planta de oxígeno, por eso los están enviando a Iquitos, pero, en Iquitos tampoco encuentran cama UCI ni oxígeno y todos lo que han enviado allí han fallecido”.
 
Y es que en Iquitos, la capital de la selva peruana, parece que las autoridades políticas y sanitarias no han aprendido nada de la dramática situación que se vivió el año pasado. La Iglesia donó cuatro plantas de oxígeno que el gobierno regional se comprometió a mantener sanas y operativas… pero parece que no fueron demasiado eficaces, porque dos se malograron, la demanda de oxígeno se disparó y de nuevo se ve a muchas personas desesperadas buscando un balón o un concentrador para un familiar que literalmente se asfixia… Horrible.
 
Acá en Indiana estamos en una calma tensa. El alcalde me acaba de decir que tenemos a veintiún pacientes en el centro de aislamiento (el colegio de primaria), pero todos con síntomas moderados o leves, sin necesidad de respiración mecánica. Les ingresan después de dar positivo en la prueba rápida, allí les hacen su PCR y, cuando sale negativo, les dan de alta. La cosa está aparentemente bajo control.
 
Me sobresaltó hace un par de días, escuchando RadioProgramas, la noticia de que en España cuatro obispos se han vacunado antes de que les correspondiese. Leo en RD y resulta que hay también hermana, cuñado, vicario general… Es alucinante que hasta Perú haya llegado el eco de semejante desvergüenza. Aunque no sé si será peor lo del expresidente Vizcarra, que por lo visto decidió participar en el ensayo clínico de Sinopharm para hacerse vacunar ya en octubre pasado. Qué decepción. Mejor no comentar mucho más. ¿Acaso alguien puede tener prioridad para inmunizarse por ser más “importante”?
 
Prefiero resaltar el hecho de que esa misma vacuna ha llegado hasta lo profundo de nuestro territorio, y concretamente hasta Santa Clotilde. Desde el sábado pasado el personal del hospital y de la micro-red de salud están recibiendo la inyección salvadora, qué alivio. Y qué alegría que entre los primeros beneficiados estén las poblaciones nativas de los ríos Napo, Arabela y Curaray, que podrán ser atendidas por sus médicos, enfermeros y técnicos con plenas garantías.
 
El pueblo menudo (Ej 362), los pobres, los campesinos, los indígenas, los chivolos que corren a cargar los bultos de los pasajeros que bajan del deslizador para ganarse un sol, los sin techo, los niños hambrientos que a veces salen en la tele y que mi abuela decía que “no están ni contaos”, los insignificantes, los nadiesson tan dignos y tienen tanto derecho como el ministro, el preboste o el magnate a recibir la vacuna.
 
Por desgracia sabemos que eso no funciona en este mundo en el que, quien puede comprar, tiene, y quien no, muere. Pues la vacuna es el negocio del milenio; mientras que hay países que han adquirido millones de dosis adicionales, otros demorarán tal vez dos o tres años en inmunizar a su población, si es que lo logran. Uno de ellos es el Perú. Por eso me ilusiona que los pobrecitos del Napo tengan al menos a sus sanitarios protegidos para seguir cuidándolos. Pues nadie vale más que otro, como titula el libro de relatos de Lorenzo Silva. Que también me encanta.

miércoles, 10 de febrero de 2021

REUNIÓN DEL CODISEC


Me llaman de pronto a las 9:30 de la mañana convocándome a una reunión urgente del CODISEC a las 11. Ayer el gobierno calificó a nuestra provincia de Maynas en el nivel de “riesgo extremo”, y eso significa que la segunda ola de la pandemia está llegando a un máximo en contagios, así que seguramente la agenda tratará de cómo organizar esta nueva cuarentena que estrenamos hoy. La que nos ha caído con el dichoso virus, qué cansancio.
 
El Comité Distrital de Seguridad Ciudadana (CODISEC) es el organismo municipal que reúne a todas las autoridades distritales: el alcalde (que es el presidente), el subprefecto –representante del Estado-, el juez de paz, el comisario de policía, el gerente del centro de salud, el párroco y otros. Su función es velar por el orden y la seguridad de los pobladores. En otros lugares también participé, pero allí su existencia, según vi, era meramente nominal: un par de reuniones de obligado cumplimiento al año, firmas y santas pascuas.
 
Acá en Indiana, desde que comenzó la pandemia el año pasado, el CODISEC fue ganando peso específico hasta convertirse en el espacio de coordinación y toma de decisiones con el objetivo de proteger a la población y luchar contra el virus. El alcalde tuvo la intuición de hacerse ayudar y aconsejar por los representantes de instituciones con influencia y prestancia, para que las medidas adoptadas tuvieran más fuerza y la gente las recibiera mejor.
 
De hecho allí se dispuso cerrar el mercado durante más de tres meses; lanzar la campaña para comprar un concentrador y otros insumos médicos; cortar la carretera de Mazan para impedir la propagación del virus; abrir el centro de aislamiento y obligar a los enfermos a utilizarlo; limitar el aforo de los deslizadores que movilizan pasajeros a Iquitos… Resoluciones duras, muchas veces impopulares, pero que creo que fueron en general atinadas y lograron contener la enfermedad en la medida de lo posible.
 
En el grupo hay buen ambiente, risas y bromas habituales desde que hicimos aquel recorrido en el mes de mayo para alertar e informar a las comunidades de lo que estaba ocurriendo. El profesor Héctor, secretario técnico, insistía en cada encuentro con la gente en que “el padre es español”, y luego yo le recriminaba que resaltara eso, con las consiguientes carcajadas. Todos se contagiaron menos el médico y yo, y luego los otros nos criticaban que hicimos trampa porque teníamos “auxilio de arriba”.
 
En todas las reuniones del CODISEC nos invitan a algo, normalmente a un vaso de gaseosa y unas galletas. Pero una vez aparecieron unos platos de pollo a la parrilla, y yo me quedé muy asombrado y resalté lo platuda y rumbosa que está la municipalidad. Desde entonces, cada vez que el profe Héctor me lleva la citación, le pregunto: “Hay pollo?”. Luego se lo cuenta a los demás para que empecemos con la guasa: “Yo si no hay pollo, no vengo”. Jeje.
 
El CODISEC es una bonita experiencia de trabajo común y articulado entre dirigentes políticos y sociedad civil. Demuestra que no solamente es conveniente estar unidos, sino que no hay otro camino en una situación tan delicada y peligrosa como la que estamos viviendo. Además a mí me ha permitido ir conociendo este pueblo y sus autoridades, e incluso gozar ahora mismo de un cierto prestigio como alguien que se preocupa por el bienestar de Indiana.
 
Esta mañana hemos armado el control del aforo del mercado, hemos interpretado y aplicado algunos extremos del decreto supremo 017-2021-PCM y hemos ordenado perifoneo para informar con claridad a los vecinos de lo que se nos viene y cómo tenemos que cuidarnos y ser responsables. Justo ayer llegaron al Perú las primeras 300.000 dosis de la vacuna, por fin. A este ritmo no creo que me toque el turno en todo este año. Claro que también vamos con una ola de retraso…
 
De momento, de nuevo suspendidas misas y todo tipo de reuniones, y a quedarse en casa. Qué jarto estoy ya del maldito bicho.

viernes, 5 de febrero de 2021

LA NECESIDAD DEL ENCUENTRO CON LA GENTE


Un mensaje de felicitación del año nuevo que recibí contenía esta frase: “Me alegro mucho de saber de ti. Imagino que tu nueva responsabilidad es mucha, pero se te ve contento. ¿Tienes contacto con la comunidad o estás demasiado ocupado con tareas organizativas?. Desde entonces sobrevuela y circunda mi cabeza, como a Saturno sus anillos.
 
Disyuntiva que me inquieta. Sospechaba que las labores administrativas y organizativas del vicario general serían muchas, y siempre he sabido que no estoy hecho para meterme en un despacho. De manera que lucho para que mis días y horas no sean engullidos por los papeles, porque eso implicaría sin remedio quemaera y, a la larga, infelicidad.
 
El truco es intentar separar espacialmente unos trabajos de otros: cuando voy a Punchana-Iquitos (normalmente un par de días a la semana) e ingreso en la oficina-agujero negro, me toca firmar un porrón de documentos, ver cuentas, obras, cranear proyectos… y un sinfín de historias relacionadas con la coordinación del Vicariato. “M`ha tocao y m`ha tocao”, diría Pepe Moreno. Y cuando regreso a Indiana, trato de sumergirme en la parroquia, involucrarme, entusiasmarme a tope con esta misión. Naturalmente que no se logra al cien por cien, porque el celular invade cualquier momento y todos los quehaceres pueden solaparse, pero delimitar escenarios ayuda.
 
Pero lo que de verdad me salva es el contacto directo y sencillo con las personas. Una reunión, la Eucaristía, una conversación, o simplemente salir a la calle y saludar, entrar en una casa, preguntar “¿cómo estás?”, compartir unas risas. Cosas simples que me hacen sentirme uno más, parte de un pueblo, un ser humano y no un personaje o una función. Acá conectar es más complejo que en Santa Ana o Valencia, porque mi piel, mi cultura y mi manera de hablar son diferentes, pero solo intentarlo ya me refresca.
 
Y peor, este maldito bicho retrae más a la hora de salir, así que hay que aprovechar las ocasiones. Habíamos programado misa el domingo pasado en el sector San Juan, un barrio de Indiana tradicionalmente católico pero que está de capa caída. De hecho la capilla está tan deteriorada que pronto va a desplomarse, así que citamos a la gente en casa de la señora Beatriz. Llegó una quincena de pueblo fiel, y como es habitual un montonazo de niños por metro cuadrado.
 
El piso de tierra, el olor al humo de la tushpa, los pequeños moviéndose y fastidiando, las bromas y las sonrisas tras las mascarillas son para mí como una dosis de adrenalina pastoral. Conversamos sobre la situación de la comunidad, el hecho de que en los últimos 20 años un montón de católicos se han pasado a otras religiones y sectas. Don Bernardo, el viejo animador de más de 80 primaveras, cuenta la peripecia de la construcción de la capilla. “Cuántas veces me han invitado los hermanos separados a irme con ellos y me han ofrecido plata, comida, vestido… Pero a mí me bautizaron en la Iglesia Católica y acá he de morir”.
 
Me gusta que estamos en su terreno, no en la catedral o en la misión, que son edificios mastodónticos de material noble que remiten a un pasado glorioso. “¿Y cómo podríamos reconstruir la capilla?”. Y conversando van saliendo ideas y posibilidades. Primero el plan era pedir apoyo al municipio, pero poco a poco “tal vez podríamos hacerlo nosotros mismos, si reunimos a la gente”. De eso se trata: levantar la capilla como trasunto de reanimar la comunidad.
 
No hay cafesito ni refresco ni nada, pero hay una catarata de agradecimientos por la visita. Suenan de fondo, tras una pared de maderalos trajines de preparación del desayuno. No podemos  estrechar manos, pero damos puñetes e intercambiamos miradas. Estoy seguro de que soy el más satisfecho y aliviado. Como misionero y como párroco, soy compañero de esta pobreza y aprendo a identificarme con este pedazo de humanidad que Diosito me ha dado para que ame y me entregue.
 
Hemos quedado en encontrarnos de nuevo dentro de quince días, ya con más peña. Cuando llego a casa y abro la mochila, el alba huele a candela.