jueves, 30 de septiembre de 2021

AL FIN ME DEJÉ ALCANZAR POR Mª ÁNGELES

 
Más de veinticinco años después. Pero no es tarde. La vida, caprichosa o misteriosamente, te aleja de algunas personas, pero más tarde te las vuelve a regalar. Porque en la vida hay muchas vidas, siempre es “todavía”, y porque sin duda te conviene ahora que, en este caso ella, forme parte de tu día a día.
 
Éramos niños, adolescentes, y jugábamos en la plaza de España. Entonces era todo era muy distinto, sin tantas pantallas, y más sano, creo. Nuestro juego preferido era “policías y ladrones”, normalmente los niños contra las niñas: cada equipo tenía que perseguir al otro hasta agarrarlos a todos; los que iban cayendo prisioneros se colocaban en fila cogidos de las manos, y si un compañero lograba tocar esa cuerda humana, se salvaban todos, escapaban y vuelta a empezar.
 
Cuando los chicos éramos los ladrones resultaba difícil capturarnos, porque, aunque a menudo las chicas nos superaban en número, nosotros corríamos más. Y yo era uno de los más rápidos, de los que se quedaban los últimos, acosados, acorralados y extenuados por un montón de muchachas, y singularmente siempre por las dos o tres más pertinaces.
 
Como puede imaginarse, en plena erupción hormonal (ahora que están de moda los volcanes), aquello tenía una connotación romántica adolescente: el/la que me gusta… nos buscamos… te pillo…  forcejeamos… nos sujetamos… Más de una vez llegué a casa con la camiseta rota o los botones saltados por los violentos intentos de presa. Y Mª Ángeles Márquez era una de las más habituales en mi retrovisor.
 
Ella está ahí, con vestido negro en la esquina superior izquierda de esta foto, tomada el otro día en uno de esos encuentros de amigos de la infancia que solemos armar por estas fechas (ver la entrada del 16-09-2017). Siempre ha estado ahí, a pesar de la larga pausa. Pero en esta ocasión llegó la hora de ponernos al día y reconectar. Y lo hicimos en la plaza, el escenario de carcajadas y sudores infantiles, con una granizada de limón en el kiosko de Santa María.
 
M. Ángeles me narró cómo ha sido todo este tiempo, todo lo que le ha pasado; me compartió sus sueños de estudiante y joven, sus opciones, sus derrotas y fracasos, las luchas, los dolores más grandes… Ha sufrido mucho, mucho… pero fue desplegando con gran naturalidad sus experiencias, serena y despojada de todo rencor. Eso me pareció increíble, su capacidad de perdonar, su corazón cristalino.
 
Y me contó cómo ahora está comenzando una nueva etapa, tomando decisiones de calado, emprendiendo cambios y asumiendo riesgos. No advertí en ella una traza de amargura, más bien asoma en sus ojos la ilusión de aquellos quince años persistentes corriendo tras “mi rubio”. Me impacta su agradecimiento a pesar de todo: “tengo muy buenos amigos que me ayudan mucho”. Tal vez solo quien ha soportado y ha llorado tanto, es capaz de apreciar la gratuidad y disfrutar de verdad de la caricia y de la risa.
 
En la conversación pude entrever a la M. Ángeles creyente que, a través de los traumas vividos, ha ido prescindiendo de la Iglesia y quedándose con Dios. Y me hace pensar… Solo junto a Él se puede esculpir un interior tan entero y fuerte como el de M. Ángeles. Únicamente con Él se aprende lo más esencial, pero ¿y cuando solo hay la “religión tradicional”, acaso las personas no quedan desprotegidas ante los golpes crueles de la vida?
 
Me pidió que fuésemos juntos a la cena con los compañeros; la comprendo, se sentiría un poco insegura después de una eternidad sin vernos. Pero después la sentí relajada y a gusto, se merece cada pequeño instante de felicidad.

Me he dejado atrapar. Por fin. ¿Sabes una cosa, pero que no se entere nadies? Cuántas veces deseaba que me pescaras… Ya de “tu rubio” queda un pelachito, pero, si quieres, y aunque haya distancia física, ya no te soltaré. Cuenta conmigo. Un gran beso Mª Ángeles.

sábado, 25 de septiembre de 2021

CELEBRAR EN LAS PARROQUIAS DE MÉRIDA, MI CIUDAD

 
Hace más de treinta años que salí de Mérida. Cuando regreso aprecio los cambios, lamento los estragos de las sucesivas crisis en forma de desaparición de comercios antiguos, reniego por la dificultad de aparcar, me maravillo por pequeños detalles de la ciudad romana que hallo a cada paso, constato que no conozco a casi nadie y disfruto de la Eucaristía en las iglesias del centro.

Santa María, en plena plaza de España, es mi parroquia. Cuando recibí la Confirmación no era todavía concatedral, pero ya estaba allí el Cristo de la O (siglo XIV), que en septiembre suelen colocar presidiendo el presbiterio con motivo de la fiesta de la Cruz. Recuerdo muy bien aquellas misas de 12, aforo al 150% y don Pedro Rodríguez de Tena, que me parecía un gigante a mis ojos de niño, recorriendo solemne el pasillo central revestido con casulla y el cáliz en las manos mientras sonaba el armonio. Imponente.

Supongo que por eso me gusta celebrar allí el domingo a mediodía, aunque este año tocó por la noche. Me admira la serena belleza del templo, que ha ganado mucho una vez restaurado, iluminado y ordenado con el ingenio de mi párroco Antonio Becerra. El equipo de liturgia tiene preparadas las moniciones, peticiones y lecturas, aunque los cantos cuestan más… Es algo que me sorprende siempre, ese silencio litúrgico; en el Perú una misa sin canciones sería inconcebible, como un círculo cuadrado.

No me puedo comparar con don Pedro, predicador de campanillas durante más de 25 años, pero lo hago lo mejor que puedo y trato de contarles historias de la misión, claro. De hecho varias personas me conocen, mi mamá ha sido maestra de medio Mérida y habitualmente la parroquia nos envía ayudas que les agradezco. “Cuando ustedes ponen su colaboración en los sobres o en la hucha del DOMUND, tengan por seguro que llega a su destino y se utiliza para cosas buenas. Si es que todavía existen las huchas…”. Veo que asienten con la cabeza.

Cuando llega el momento de la comunión, una ministra trae el copón y entre los dos la damos. Se ha avanzado en muy buena dirección para potenciar la corresponsabilidad de los laicos, pero hay que seguir. En el lugar preferente de la sillería del coro, miro de reojo la sede episcopal que solo usa el arzobispo y pienso que en Indiana, que es igualmente una catedral, tampoco me siento en la silla principal. Al terminar, sobre la mesa de la sacristía, un sobrecito con mi nombre y el estipendio; símbolos y detalles.

El Cristo de la O

Antes, ese mismo día, he presidido la misa de 12 en El Calvario después de “autoinvitarme”. Aquí frecuentaba menos en mis tiempos mozos, pero es la parroquia de Paco Sayago, gran amigo, y me encanta compartir. Cada vez que voy la comunidad me parece más viva y bien organizada; me nombran en la monición de bienvenida, y en los avisos finales escucho una retahíla de reuniones y actividades. Los consejos parroquiales funcionan de verdad, y hay hasta ministros laicos que en verano hacen la celebración diaria de la Palabra para que los curas puedan tener unos días de descanso. Algo inimaginable hasta hace bien poco.

El Calvario es el punto neurálgico de encuentro e integración de los inmigrantes en la Iglesia de Mérida. Levanto la vista y distingo varias razas entre el público (aunque un par de veces casi me caigo en el altar porque son los primeros días con lentes progresivas y estoy acostumbrándome). También acá comparto experiencias misioneras, en concreto acerca de la lucha contra pandemia y la importancia de los apoyos que recibimos. “Le conectamos el concentrador de oxígeno a aquella mujer y al ratito subió la saturación y recuperó el color”.

Por supuesto habrá colecta para el Vicariato San José del Amazonas, como de costumbre, pero será el siguiente fin de semana, una vez que ahora se ha advertido a la concurrencia para que vengan preparados. Mientras el coro acompaña la salida, una señora pasa a la sacristía para anotar a su hija en la Confirmación, aunque reclama que tres años de preparación son muchos. Paco la atiende con la desenvoltura que le dan sus muchas horas de vuelo, y de pronto extraño Indiana y estos detalles de la vida cotidiana parroquial.

Otro episodio típico de las vacaciones consumado. Pronto estoy cerrando la maleta y subiendo al avión.

domingo, 19 de septiembre de 2021

CELEBRAR EN MIS QUERIDOS PUEBLOS VALENCIA Y SANTA ANA

 
Un capítulo encantador de las vacaciones es visitar los pueblos en los que viví, compartí e intenté servir como párroco los años antes de mi salto al Perú. Este golpe no podré pasarme por algunos, porque los fines de semana no me dan para más, pero prometo que queda pendiente para la próxima ocasión.

Siempre invitaba a los misioneros a que llegaran a mis parroquias, para que nos contasen peripecias y nos animasen la fibra misionera, normalmente necesitada de músculo, y que por cierto percibo últimamente un poco más mustia todavía (pero esa es otra historia). Así vinieron Nemesio, Vicente, don Fernando Cintas o Ángel Maya; celebraban la misa, cenábamos en condiciones y se llevaban su buena colecta para sus proyectos.

Creo que por eso me gusta que eso mismo lo hagan conmigo, digo por dar ideas, jeje. Aunque a los claretianos que llevan media comarca Río Bodión-Zafra no les hizo falta esta sugerencia, porque con gran delicadeza me invitaron a presidir la Eucaristía del 12 de septiembre, día de la Virgen del Valle, patrona de Valencia del Ventoso, mi querido pueblo. Normalmente, si coinciden las fechas de las vacaciones (que yo suelo procurar que coincidan), siempre voy a la fiesta y concelebro, pero nunca había tenido la ocasión de presidir desde que me marché en 2006.

“Es un honor tener esta suerte de poder acompañarles en esta Eucaristía”, así veo en Facebook que empezó la homilía, y aseguro que lo decía sinceramente, “y más después de lo que hemos pasado”. La todavía vigente restricción de aforo hizo que la iglesia me pareciera un poco más vacía que otras veces, y tampoco pudo haber procesión, pero no lo había más feliz que yo.

Les hablé de mi misión en Indiana, de la Amazonía, les narré alguna anécdota de la lucha contra la COVID, de los concentradores de oxígeno que salvaron vidas; les expliqué en qué se está empleando el donativo que la hermandad de la Virgen del Valle nos entregó hace dos años (olvidé mencionar la rifa de la asociación Ardila, que nos ayudó muchísimo a hacer nuestro bote) y también les relaté la experiencia de los juguetes en Navidad.

Al terminar la misa, lo tradicional es que haya una avalancha de personas que vengan a la sacristía a saludar a los antiguos párrocos presentes, y se lleva uno un viaje de abrazos y besos. El otro día las expresiones de cariño tuvieron que ser algo más recatadas, virus mediante, pero me sentí muy querido, como siempre que voy a mi pueblo. ¡Gracias, Valencia!

Valle de Santa Ana también es mi pueblo; algo más chico y modesto, pero su significado en mi vida es gigante, les quiero entrañablemente y les debo mucho. Allí tengo que reconocer que casi me “autoinvité”, me comuniqué con su nuevo párroco, Nacho López-Navarrete, excelente sacerdote, que enseguida me brindó la presidencia de la misa del sábado siguiente.

De modo que allá me embroqué (como diría Pepa), a los pies de la patrona Nuestra Señora Santa Ana. Llegué unos minutos tarde, como buen peruano,  y hallé la iglesia bonita y bastante llena, los rostros sonrientes detrás de la mascarilla. En la homilía también hubo episodios de aquellas tierras y, como en Valencia, con la intención de agradecerles, “porque quiero que se sientan partícipes de lo que los misioneros hacemos (…). Hay muchas cosas que son posibles gracias a que ustedes nos apoyan”.

Acá no había retransmisión pituca, y supongo que era medio raro escucharme hablar seseando como los de la Fuente del Maestre. El recuerdo de Manolo Calvino, que estuvo todo el rato sobrevolando, me salió al final por las palabras y por las lágrimas, y me quebró la voz. El zuguetazo de cariño que recibí poco después me ayudó a remontar; una por una, todas las personas me saludaron, me dijeron que me encontraban “muy bien”, me preguntaron por mis papás y me desearon buena misión.

La cosa continuó en el bar de Cristina tomando unas cosas con los amigos. Continuaron los saludos, me quedé impactado de lo que han crecido los muchachos de hace diez años, le di un beso a “la Bicha” desafiando las normas de seguridad y me pusieron al día de las últimas novedades, por cierto no todas agradables. El fresco de la una de la madrugada nos botó a casa y, aunque yo tiritaba un poco, mi corazón se fue a dormir bien abrigado por el afecto de mis queridos y entrañables pueblos. Seguro que me va a durar hasta las siguientes vacaciones.

sábado, 11 de septiembre de 2021

QUERIDA AMAZONÍA... ¿PARA QUIÉN?


Cita ineludible en mis paseos por la triple frontera, ahora y cuando vivía por allí, es una visita a Adolfo Zon, el obispo de la amazónica diócesis de Alto Solimoes, vecina de nuestro vicariato en la parte brasilera. Esta vez quedamos en la curia, las oficinas del obispado situadas en una de las torres de la catedral.

Como ya conté aquí (“Un obispo bien salao” – 30 de noviembre de 2018), Adolfo es un personaje tan simpático como interesante para quienes amamos la Amazonía y pretendemos dejarnos los huesos por estas tierras: misionero hasta la médula y con hartísimas horas de vuelo, experto en metodología pastoral, hombre rápido y resolutivo, defensor de la corresponsabilidad de los laicos y, por si fuera poco, gallego.

Con palabra fácil Adolfo comparte avatares, proyectos y barrizales por donde navega su diócesis, poseedor de un realismo optimista salpimentado con un sentido del humor marca de la casa. Desde que nos conocemos sueña con un trabajo conjunto de las iglesias de frontera, y especialmente en el Yavarí, que es una inmensidad que se podría recorrer juntos dando una dimensión nueva a la tarea misionera. Le cuento la experiencia del alto Putumayo y se muestra entusiasmado. “Hay que comenzar aunque sea por poquito”.

Con naturalidad vamos profundizando hacia temas de fondo sobre la misión, e inevitablemente sale el espinoso asunto de la falta de misioneros. No de sacerdotes o religiosas prestados por un año o trasladados para cubrir huecos, sino personas que realmente quieran estar acá, que hagan una opción por la Amazonía; y entonces Adolfo verbaliza un reclamo recurrente en tantas conversaciones: “Por desgracia no se encuentran, nadie quiere venir. Tanto bla bla bla con el Sínodo, Querida Amazonía y tal… Pero me pregunto: “querida Amazonía, ¿para quién?.

Mons. Adolfo Zon, en el centro

Jejeje. Es una manera muy expresiva de plasmar una cruda realidad: “El misionero, caro mío, he ahí el problema. Y el Sínodo no dice una palabra sobre el misionero”. Repaso mentalmente y me temo que es cierto. “Pero tú estabas allí, le digo, ¿por qué no dijiste tú algo?”. Me acepta la crítica y sigue a la carga. La inculturación, el diálogo intercultural, la Iglesia con rostro amazónico, todo está muy bien… “la cuestión es quién”.

Sí, es ahí donde las papas queman. Sin misioneros no hay misión, este es el recurso fundamental, mucho más decisivo y difícil de encontrar que la plata. Me refiero a misioneros auténticos, como los clásicos, que vengan a enterrarse a la selva, sin retorno; no agentes pastorales que acepten ir a la misión a prestar un servicio de uno o dos años, con todos mis respetos y agradecimiento hacia ellos. En tan poco tiempo no logramos descalzarnos, aprender y reinventarnos, por muy buena voluntad que tengamos. Queramos o no, uno camina con un pie en el estribo y la misión ad gentes no pasa de bonita anécdota en el curriculum.

Porque es una cuestión de pasión, y esta palabra brota de los labios de Adolfo en varios momentos del encuentro, y me hace sintonizar plenamente. Pasión es una marea que te arrastra, un fuego que te consume, algo tan grande que te ves dentro de eso, no puedes manejarlo, como cuando estás enamorado. No es una función o un trabajo que podrías cumplir igualito en tu país que en el lugar de misión (recuerdo que alguien me dijo así para animarme a dar el salto al Perú), es la entrega de tu propia vida entera, sin condiciones, pase lo que pase y para siempre.

Estas son las personas que necesitamos, y nosotros mismos, los que ya por estos ríos surcamos, necesitamos aspirar a serlo. Escribo esto en San Pablo, al final de mi visita a cinco puestos de misión del Bajo Amazonas, y hace un rato encontré, mirando entre los viejos libros de la estantería de la casa, un ”Catecismo para comunidades de la selva”, un librito de formación básica breve, eficaz… y adaptado a nuestra gente, ¡hecho por los mismos misioneros de hace 35 años! Ellos, los clásicos, que durante décadas de acompañamiento a estos pueblos lograban conocer lenguas, culturas y caracteres, estaban en disposición de hazañas así.

Sobre la pared de la oficina de Adolfo hay una pintura de uno de sus predecesores, un Mons. Adalberto Marzi que fue obispo en este rincón selvático la friolera de 29 años. Me cuenta que le gusta verlo ahí porque siempre recuerda su consejo favorito a los misioneros: “Paciencia… mucha paciencia… y más paciencia”. No es mal programa para los que nos atrevemos a querer a la Amazonía.

lunes, 6 de septiembre de 2021

PENSAMIENTOS JUNTO AL MAR


Veinte días de descanso y desconexión en Isla Cristina dan para mucho. Para vaciar mi mente –nada menos- y dejarme llevar por la inercia de la observación silenciosa de la realidad, interior y exterior. Una calma lentamente jaspeada de admiración y algunas reflexiones. Esto es lo que a mis dedos noctámbulos les sale teclear.

En España hay mucha gente mayor. Lo veo en la playa cada día y me impacta. Es mi país, pero no puedo evitar percibirlo desde fuera, especialmente después de tanto tiempo sin venir. Bastantes jubilados y pocos niños en proporción.

Ir todos en traje de baño conlleva una democratización de las chichetas colgantes que te hace sentir alivio de grupo. Me percato también de que los calvos nos reconocemos al cruzarnos, como hormigas que chocan antenas invisibles, en una cierta solidaridad de la gorra, obligatoria ante el sol fiero. “Chichetas” (carnes) es una palabra que usaba mi abuelo y siempre me hizo gracia.

Acá los telediarios son muy rápidos, armados con reportajes tan veloces que descarrilan mi hábito de escucha, no me acostumbro. El locutor habla tan apuradamente que parece que está recitando un trabalenguas, las entradillas son de diez segundos… Qué estrés. En Perú las noticias se mastican, se comentan, se repiten, todo mucho más despacio.

He descubierto que lo mío no es el paddle surf. Me paro en la tabla y duro menos que las entradillas, parece que el equilibrio marino no está entre mis mejores habilidades, igual que bailar. El kitesurf ni me lo planteo, pero me encanta mirar a esos locos las tardes de poniente en la playa del Hoyo; qué hermoso debe ser deslizarse sobre las olas con esa ligereza…

Paddle surf y kitesurf

Cuando tienes sobrinos adolescentes, la impresión del paso del tiempo es brutal. Dos años después, Guille mide 1,80 y Pilar resulta que ya hasta se maquilla para salir con sus amigas del instituto. Juventud explosiva en un país para viejos. Hacerse mayor es intentar agarrar a Luis y Carlos (19 y 17 años) y ya no poder, comprobar que corren más que tú, que resulta que eres un señor de 51 años de vellón y ellos están comenzando la universidad.

Leo en una entrevista a la psiquiatra Marian Rojas que “el 90 por ciento de lo que nos preocupa jamás sucede”. Y constato que es cierto: la inmensa mayoría de los miedos que tenemos, nunca se convertirán en una amenaza real. En mi caso, más que en el pasado, a menudo me encuentro a mí mismo pospuesto e intimidado por futuros que no existen. El mar me susurra que he de vivir concentrado en el presente igual que el funambulista, que cuida su equilibrio (como en el paddle surf) con los pies en la soga aquí y ahora, pero sin detenerse. Se la recomiendo: marianrojas.com.

Lo que más extraño, y por tanto lo que más deseo cuando regreso a España, es el vino seco (más que el queso del aperitivo o las galletas de la merienda, que ya es decir). Muchas noches, en el último rato relajado viendo una peli con mi padre antes de dormir, me tomo una copa de vino y la disfruto de veras. Y pienso que tengo muchos motivos de agradecimiento: estamos todos sanos después de una época muy incierta, he podido elegir mis caminos (privilegio que no tantos tienen) y vivo con generosas dosis de alegría y bienestar.

No obstante, cuántas veces y cuán injustamente caigo en uno de los deportes nacionales: reclaming, es decir, protestar, quejarme, reclamar. Debería tatuarme en mi shungo “agradecer”, la palanca para construir pensamientos positivos y generar más felicidad para mí y para los demás. También me lo ha dicho el mar, y conviene tomarlo en serio porque hay una categoría de discernimiento que solo puede hacerse en vacaciones. Lo sé desde hace años.

miércoles, 1 de septiembre de 2021

ARROZ CON PATO EN TIMICURO


Cuánto tiempo hacía que estaba yo reclamando ese platillo criollo típico del norte del Perú. Viajé a Lima y no hallé; en Navidad lo ofrecieron en Timicuro Grande al equipo misionero justo cuando yo no fui, porque estaba en el Estrecho, y eso desde luego me dolió en el alma. Pero por fin mi insistente petición fue atendida justo el día antes de las vacaciones.

Y es que en Timicuro hay confianza para ese tipo de bromas, porque es el pueblo de Nimia del Pilar, la directora de la ODEC (Oficina Diocesana de Educación Religiosa) de Maynas. Una pequeña gran mujer, de sobradas capacidades y un compromiso con la misión ampliamente demostrado desde hace años. Timicuro es su rancho, el jardín donde regresa cada fin de semana y su casa es también la nuestra, porque allí nos sentimos en familia.

De modo que, con toda intención, programé la Eucaristía allá el 15 de agosto por la mañana. Está cerca, a una hora de travesía desde Indiana, pero ya en estas fechas hay tan poca agua en el caño que nuestro bote no puede entrar; eso no fue obstáculo porque vinieron a buscarnos con todo gusto en un botecito sin techo. Navegamos contemplando las garzas remontar el vuelo, blanquísimas, y esquivando las trampas de los pescadores en época de vaciante.

La comunidad es una de las más vivas de nuestro distrito porque Nimia la mueve, pincha a don Aroldo, el animador, organiza la celebración los domingos, hay preparación al Bautismo, la Confirmación y en diciembre tendrán hasta una boda. De hecho están listos los lectores, han buscado los cantos, da gusto celebrar la fiesta de la Asunción. Estamos en las gradas de la canchita y el sol en su trazado trata de arrinconarnos, aunque sabemos que no le dará tiempo.

Comentamos las lecturas, el dragón de siete cabezas y diez cuernos (¿eso quiere decir que había cabezas con más de un cuerno?), la lucha del bien contra el mal, María como la mujer plenamente realizada en Dios, el adelanto de lo que cada uno de nosotros estamos llamados a ser… Todo fluye, hay risas, me siento conectado a otros quinces de agosto en mi tierra pero es acá donde quiero estar y estoy encantado, aunque sudo a chorros porque tengo encima la calamina incandescente.

Tal vez por eso al terminar la misa toca un descanso con botella de agua mientras el almuerzo se alista. “Vamos a comer pango”, me anuncia Siomara, que está junto con Jaime pasando el fin de semana en casa de su compañera Pilar – los tres forman el equipo directivo de la ODEC. Pasamos a la mesa y ¡tacháaaaaaaaan! ¡¡¡¡Arroz con pato!!!! Me quedé tan sorprendido que creo que ni supe qué decir… ojalá sirva esta entrada para agradecer como es debido.

Felicitación a las cocineras porque el pato estaba suavecito y buenazo; seguramente tuvieron que madrugar para armar semejante guiso. Y gracias a Nimia, a su familia y a Timicuro por la delicadeza, la amabilidad… y la generosidad, puesto que los visitantes éramos nada menos que siete.  Es lindo ser esperado, acogido y apreciado.

Siempre se dice que la selva no es como la sierra, que la tarea es más árida porque la gente es menos agradecida o expresiva, pero yo me siento querido y aprendo a leer los gestos de cariño en los propios códigos amazónicos. Es algo que necesito y que me ayuda a seguir adelante, porque creo que equilibra otras durezas de la vida misionera que habitualmente ignoramos aunque nos desgastan en silencio.

Ahora que no nos oye nadies, podría escribir que Timicuro es mi lugar favorito de Indiana, pero, por si acaso los de otras comunidades se ponen celosos, mejor no lo digo. Ahora regreso y lo borro, que me está llamando mi sobrino Manuel para ver juntos Hawai 5.0. Es lo que tiene el verano…