sábado, 27 de agosto de 2022

MÁS DESVENTURAS FLUVIALES


Tocaba remontar medio río Putumayo en su curso peruano, desde Estrecho a Soplín Vargas, o lo que es lo mismo, recorrer la mitad de la frontera entre Colombia y Perú. Un señor viaje en el corazón de la Amazonía surcando un territorio infestado de grupos de narcos que se lo disputan. Casi nada. La aventura prometía y desde luego no decepcionó.

El día comenzó a las 4 de la madrugada pasando en precaria canoa de Estrecho a Marandúa, la población colombiana de enfrente. Al llegar, cuando voy a saltar a la balsa donde se agarra el deslizador, veo que el ayudante del botecito deja caer mi mochila al río… Así como suena, la mochila enterita al agua con todo y computadora dentro. El inicio no presagiaba nada bonito.

Las dos o tres primeras horas hay pocos pasajeros, así que saqué varias cosas, limpié mi laptop y coloqué la mochila al aire de la marcha para que se fuesen secando al menos las esponjas. Afortunadamente le había puesto el plástico impermeable y eso evitó desastres mayores. En la primera parada, el Encanto, salimos a estirar las piernas entre una nube de moscos que me sacaron el ancho en un instante por más que iba tapadito. Reanudamos la marcha con la nave ya llena.

El tramo siguiente fue tranquilo y con buen tiempo. Navegábamos veloces, con música a todo volumen, tan alta que se oía sobre el ruido del motor. El Putumayo, a medida que se sube, se hace más solitario y silencioso; no hay movilidades, uno tiene la sensación de irse adentrando en una hermosa desolación. No creo que haya en el mundo muchos parajes naturales tan vírgenes como estas inmensas vueltas del río en las entrañas de la frondosa selva.

En esta época del año hay mucha agua, y esta temporada la creciente es especialmente grande, de manera que el río invade tierras y forma atajos por donde las embarcaciones pasan evitando justamente vueltas y ahorrando tiempo y combustible. En varios momentos llegábamos a una bifurcación, y el copiloto indicaba al motorista si por la derecha o por la izquierda… hasta que en una de esas no hubo acuerdo y ¡puuum!, el bote se aventó hacia el centro y quedó varado en una playa.

Se conoce que la hélice rascó la tierra y a partir de ahí el motor ya no funcionó bien. Se detuvo un par de veces en medio del agua, y haciendo puf puf llegamos a una comunidad llamada Puerto Alegría, en la orilla colombiana. Nos advirtieron que podíamos almorzar sin apuro porque la cosa estaba fea y ya veríamos si tendríamos que pasar la noche ahí… optimistas augurios de los encargados.

Durante casi tres horas se pelearon con la cola del motor, que desarmaron con ayuda de una llave que prestaron a los del puesto militar cercano. Por fortuna mi chip Claro procesaba SMS a pesar de estar en el extranjero, y pude enviar SOS a Estrecho. Estábamos ya bromeando sobre si íbamos a pernoctar amontonados como anchovetas, con qué nos protegeríamos de los zancudos, etc. en lo que llega una señora del lugar con dos niñas pequeñas y me pregunta: ”¿Es usted el padre César Caro?”

Doña Alexa y sus dos nietitas

(😯 Pero ¿cómo es que me conoce esta mujer?). “Soy la tía del p. Alejandro, de Soplín, y me ha llamado para avisarme de lo que pasa. Si no pueden seguir, usted se viene a dormir a mi casa. Interesante que fue hablar doña Alexa (así se llama) y reinar un silencio sepulcral en el grupo de viajeros botados. Me sentí aliviado por no estar solo en el mundo y maravillado de la generosidad de la gente. Conversamos alegres y así se pasó el tiempo hasta que dieron el zarpe.

No hizo falta, pues, hacer efectiva la hospitalidad. El tratamiento con mis compañeros de peripecia ya había cambiado (“padre” por aquí, “padre” por allá…) desde esa epifanía involuntaria. Quedaba aún un buen trecho hasta mi destino, pero ya no se registraron más calamidades quitando algún chubasco inoportuno -para redondear-. Después de quince horas de accidentada travesía, arribé a Soplín Vargas, donde me esperaban Fernando y Alejandro (el sobrino salvador) con un suculento juane. La computadora prendió y en ella escribo.

sábado, 20 de agosto de 2022

“YO ESTUVE CONTIGO”

Cuando pasen algunos años y miremos atrás, recordaremos estos días. Este encuentro será como un fogonazo en la ilusión, el momento en que nos sentimos Iglesia creadora y vivimos la aspiración de lo nuevo, la posibilidad de hacer realidad los sueños.

Indiana es el corazón del Vicariato, donde todo comenzó, el escenario de los esfuerzos de los pioneros, de sus perplejidades ante la realidad y sus primeros descubrimientos. Entre los misioneros de hoy, tan distintos de aquellos, fluye la complicidad y reverberan las sonrisas. Experimentamos que nos queremos.

Por supuesto que, en un grupo humano tan variado en culturas y bagajes formativos y vitales, se dan discrepancias y erosiones, pero la sensación que predomina es la de converger. Somos y deseamos profundamente ser una iglesia sinodal, no piramidal, no clerical. Un colectivo mayoritariamente participativo, femenino, laical, igualitario, circular. Es nuestro ADN desde hace décadas.

Esta mañana hemos puesto a punto el Marco Doctrinal de nuestro Plan Pastoral. Nuestro horizonte inspirador, las ideas fuerza en torno a las cuales vertebrar nuestra misión en los próximos años: Iglesia en salida, inculturada e intercultural, comprometida con la defensa de la vida, identificada con los más vulnerables… Iglesia que escucha, camina y ama entrañablemente nuestra Amazonía.

Aportamos, debatimos y matizamos en medio de bromas y risas, muy relajados. Lo que emerge en el diálogo bajo la maloka, después se refuerza en las conversaciones en el comedor o en los descansos, desenfadadas, afectuosas. Y se apuntala con fuertes shungos de cariño y convicción compartida en la jornada de descanso y convivencia (dinámicas, juegos, deporte, piscina…), en el taller de artesanía y en la “noche cultural”, la fiesta en la que todos salimos a actuar, bailar y cantar. Y comemos torta y canchita.

Hay espacio para tratar de descender de los grandes principios a los programas concretos, y ahí el discernimiento colisiona con los mecanismos acostumbrados y la inseguridad que provoca plantear cambios. En la misión también hay zona de confort y buscamos ensayar fórmulas diferentes ante los nuevos retos soñados por Diosito. Es más lento y más espinoso, pero nunca se ausenta el afecto entre nosotros.

La Eucaristía es el colofón, la hora de ofrecer y agradecer todo lo vivido y trabajado. Cada cual interviene expresando un sentimiento, un deseo, una plegaria. El final es el envío y la bendición, y esta vez lo hicimos con las semillas que en el Evangelio de ese día (San Lorenzo) Jesús usaba como imagen de la entrega total de uno mismo y también de morir a los paradigmas viejos; justo en la oración de la mañana habíamos hecho el gesto de quemar -desaprender- los esquemas, modos de pensar y de hacer que ya no suman para plasmar una Iglesia con rostro amazónico.

De modo que las semillas, cuidadosamente preparadas durante todo aquel día (como hace nuestra gente linda), se pusieron en las manos venerables de los misioneros más experimentados de cada cuenca, los corazones más sabios: Belén por el Amazonas, la madre Socorro por el Napo, Félix por el Putumayo e Ivanês por el Yavarí (dos laicos y dos religiosas). Mientras cantábamos, nos acercábamos y ellos nos entregaban unas pocas semillas; y así se renovó nuestro envío y así nos bendijo Dios: a través de nuestros hermanos, como es su elección y su gusto.

Sí, voltearemos la vista y en nuestra memoria refulgirá este tiempo en que quisimos concretar el Sínodo y proyectar el futuro con audacia, respondiendo al desafío del sueño de Dios a través de rutas nuevas. No sé si lo lograremos (el tiempo lo mostrará), pero podremos decir con orgullo: “Yo estuve allí. Yo estuve contigo”.

sábado, 13 de agosto de 2022

TRISTEZA DESNUDA


Tocan a la puerta de la casa por la mañana para que vayamos a un difunto. Eso descuadra la marcha del día, pero la muerte no se puede programar y siempre tiene guardadas maneras nuevas de sorprender y enseñar, registros de sentimientos tal vez antes no explorados. Estamos en Aucayo y llaman “al padre”.

Es domingo y estamos ocupados con la misa; además, según nos explican, el joven Denis ya falleció, así que, con el sol en todo lo alto, caminamos hasta la casa varias personas: un par de animadores y los misioneros. Llegamos a una vivienda muy modesta, en alto porque esa zona alaga, y lo que vemos al entrar nos conmociona.

El cadáver está sobre la mesa, la única que se ve en toda la casa, seguramente donde comen. Es de un hombre de treinta y tantos años y está cubierto con una sábana color rosa, que solo le deja al descubierto medio rostro, la nariz afilada, los ojos perdidos y la tez cetrina propia de la muerte. A los costados, seis desvalidas velas, paradas sobre tiras de cartón, para que recojan la cera.

Hay unos cuantos niños y niñas sentados en un extremo de la estancia, junto a una cama sin colchón. Más allá, en otro cuarto, una hamaca colgada, ropa allí y acá, y la cocina asomando al fondo. Una pobreza que concuerda con el hecho de que el cuerpo siga sin ataúd a pesar de que han transcurrido muchas horas, pues el deceso aconteció de madrugada. Las calaminas del techo, demasiado bajas, desprenden un calor que vuelve el ambiente asfixiante.

La mamá de Denis se llama Olinda. Conversamos un poquito de pie, la voz instintivamente queda, así suele ser casi siempre, como si la muerte reclamase silencio. Recuerdo otros momentos en que la consternación se expresó en forma de gritos, y el sobresalto que eso provocó; pero acá la devastación es sosegada. Ella está deshecha pero serena.

Me cuenta que su hijo vivía en Lima hacía años, y que muchos meses atrás, cuando la enfermedad se declaró, ella se fue con él para acompañarlo en sus tratamientos médicos. Viendo que no había remedio (recuerdo cuántas veces, en las ilustraciones de Huaman Poma de Ayala en “Nueva corónica y buen gobierno” de 1615, se lee “y no hay remedio” al denunciar los abusos a que eran sometidos los nativos peruanos por los colonizadores), los dos regresaron al pueblo a esperar el final.

Escucho sobrecogido a esta madre de ocho hijos. En su compostura, en su aguante, en su dignidad, veo la fuerza y la humildad de tantas mujeres que han padecido el ensañamiento de la injusticia. El dolor es indescriptible, pero esta luchadora ha remado ya tanto, está tan acostumbrada al sufrimiento (Is 53, 3), que parece insensible en su circunspección.

Pasa un rato hasta que nos decidimos a hacer una oración. Intervienen don César y don Carlos, que son vecinos, y me hacen más llevadera la tarea de decir algo cuando las palabras estorban. Nos vamos despidiendo con el ruido de fondo de los juegos infantiles: la vida continúa incluso con Denis de cuerpo presente. Todavía van a esperar a mañana, a que lleguen familiares de lejos, para enterrarlo. Me preocupa que siga sin caja y les digo que, si no se consigue, nos avisen para dar un apoyo.

Nadie dice nada mientras volvemos a la misión. Una desolación tan rotunda no deja resquicio. Las dentelladas de la penuria material, en momentos como este, añaden crueldad a la pérdida. Igual que las penas con pan son menos, la tristeza despojada es más ancha.

sábado, 6 de agosto de 2022

HACER CHACRA NUEVA: ¡MANOS AL MACHETE!


Tras cuatro años de escucha y discernimiento, y con el Documento Final del Sínodo y “Querida Amazonía” como fruto y hoja de ruta, llegó la difícil etapa de pasar de las palabras a los hechos, en la que hay que lidiar con las resistencias no declaradas y las inercias.

Cuánto cuesta cambiar… Todos lo experimentamos, las personas y las organizaciones. Podemos verlo claro, acumular motivos y hasta descubrir que es el momento oportuno, pero qué difícil es dar el primer paso, actuar. Porque eso significa romper con lo acostumbrado y adentrarse en el territorio de lo incierto.

Algo de este entumecimiento institucional detecto en nuestro mundo eclesial amazónico, y solo espero que no suponga una desaceleración del entusiasmo que desató el arranque del sínodo. Sí, yo estaba allí, en Puerto Maldonado, cuando el Papa lanzó a los pueblos originarios junto con sus misioneros, el reto de “plasmar una Iglesia con rostro amazónico y una Iglesia con rostro indígena”.

La enorme expectativa generada se fue alimentando con las consultas, reuniones, encuentros… hasta que se llegó al culmen con la asamblea sinodal y los materiales que afloraron del proceso en conjunto: el Documento Final y la exhortación apostólica “Querida Amazonía”. La escucha a los pueblos amazónicos, el discernimiento y el ingenio de los pastores cristalizaron en una llamada al cambio (conversión) formulada en 120 propuestas concretas, retomadas y profundizadas por el Papa en forma de “sueños”: un horizonte con el que inmediatamente la mayoría nos identificamos.

Fue recibir todo ese material y comenzar la pandemia. Tuvimos tiempo para leer y reflexionar, pero no pudimos hacerlo físicamente juntos. Recién desde el año pasado, a trancas y barrancas, vamos volviendo a nuestro ser. En el Perú, la opción por las coordinaciones intervicariales nos ha dado ocasión de compartir perspectivas y ubicar los aspectos de los documentos que más iluminan nuestro día a día. Y han surgido nuevos documentos. Pero eso es casi todo.

Primero hemos discernido, como dicen los manuales, y de pronto llega la hora de deliberar, de tomar decisiones, de cambiar. Pasar de las intenciones a las acciones. La gente del río sabe que, para hacer una chacra nueva y productiva, antes tengo que desmontar la vieja; es decir, cambiar implica afrontar lo que debemos desaprender (Documento Final nº 81), es decir, a lo que hay que renunciar, tal vez enfoques colonialistas de la misión, o reflejos del clericalismo que todos llevamos implantado.

Es irrenunciable descartar lo que no cuadra con los nuevos caminos, aunque “siempre se haya hecho así”. Puede valer como sustrato, como las cenizas que se queman para que la tierra sea fértil, pero nada más. La conversión es lo opuesto al mantenimiento: continuar haciendo las mismas cosas de la misma manera conducirá a los mismos resultados. Como mínimo hay que reaprender: modificar, transformar, corregir, matizar… amazonizar métodos, opciones e instrumentos.

Desaprender, reaprender… pero siento que el acento recae en aprender. ¿Qué sembrar? ¿En qué luna? ¿Quiénes? Es decir, ¿qué hemos de crear, de emprender? ¿Qué es lo nuevo-nuevo que la realidad reclama y la Iglesia pide? Llega el vertiginoso momento de elaborar planes pastorales y programaciones anuales, de recomponer organigramas, revisar itinerarios formativos, replantear estructuras y proponer encargos… ¿Cómo hacemos?

¿Qué decisiones operativas tomar en línea con el sueño de una iglesia sinodal, laical y ministerial? ¿Cómo activar el programa (casi sin estrenar) de la inculturación de forma seria y realista? ¿De qué modo vertebrar una pastoral social con incidencia política, remando en la canoa de los más pobres? ¿Cuáles son los pasos firmes hacia una misión más ecológica, y por tanto intercultural y decididamente inclusiva de las mujeres?

“No queremos más documentos”, escuché a alguien en uno de los miles de zooms habituales. Amanece y hay que agarrar el machete, saltar de las intenciones a las resoluciones. Sé que no es fácil y me permito sugerir un par de claves:

- La conversión es a la vez personal e institucional. La resistencia al cambio es cizaña arraigada dentro de nosotros, en concepciones eclesiológicas de otras épocas, incluso en intereses personales y búsqueda de seguridades. Aventarse a hacer es también una experiencia espiritual.

- Interesante que, después de discernir, hay que descalzarse y aprender: al mismo tiempo que estamos convencidos de que hemos de cambiar y desarrollar cosas nuevas, descubrimos que no sabemos cuáles.

- Un paso prudente y humilde es reconocer que “no sabemos cómo se hace, pero, así como estamos haciendo, desde luego que no”. Entonces hemos de ensayar, venciendo el miedo de abandonar terrenos convencionales.

- El aprendizaje y crecimiento por prueba-error, por exploración y tanteo, conlleva valentía, asumir riesgos, salir de los refugios pastorales… y paciencia.

- Estos horizontes serán posibles si se apuesta por liderazgos eclesiales en sintonía con las visiones centrales del Sínodo, hombres y mujeres que amen profundamente la Amazonía y estén dispuestos a dejarse la vida.

Por fortuna, no se puede hacer chacra solo. Construir los cuatro sueños es una minga, un trabajo comunitario, una tarea sinodal. La podremos realizar juntos, “haciéndonos uno”, como dijo también Francisco aquel día; indígenas, misioneros, ribereños, laicos, abuelos, mujeres, extranjeros… Un trago de masato, herramientas listas, carcajadas al aire y manos a la obra antes de que suba más el sol.