martes, 29 de septiembre de 2020

PROBLEMAS CON EL SUBJUNTIVO


Hay maneras de hablar populares, más peruanas que idiomáticas, que me chirrían cuando me las topo. Lo peor es que detecto que, seis años después (porque hoy 29 de septiembre hace seis años que llegué al Perú), irremediablemente se me van pegando. ¿Será como para preocuparse?

Uno de los usos que más me llamó la atención desde el principio es el del subjuntivo. El imperfecto causa verdaderas dificultades cuando se trata de combinarlo en una frase compuesta con un verbo indicativo en pretérito indefinido, como en esta foto que es un pantallazo de un telediario de una cadena nacional: “Anciano de 77 años cargó en su espalda a su esposa de 81 años para que pueda cobrar su pensión 65”. (“Pensión 65” es un programa de ayuda social implantado por el gobierno de Ollanta Humala, un pequeño subsidio que el Estado da a los mayores de 65 años que no gozan de ninguna otra prestación, que son la inmensa mayoría en un país sin sistema de seguridad social). El viejito carga a su mujer para que pueda cobrar -presente de indicativo con presente de subjuntivo-; en cambio, el hombre cargó a su esposa para que pudiera cobrar” -indefinido, es decir, acción acabada, con imperfecto de subjuntivo.

Y es que este imperfecto de subjuntivo queda disuelto prácticamente siempre en el presente, de un plumazo y sin contemplaciones. Un amigo limeño, periodista de gran destreza, escribió en su muro de Facebook: “El viernes tendré una exposición sobre San Martín. Una vez me pidieron que escriba un artículo sobre él”. Fffff… una vez me pidieron que escribiera (o escribiese) un artículo etc. O también es sustituido sin ambages por el condicional: "Si yo vendría a Lima te llamaría", y eso me suena de España, ¿eh?

Pero el presente de subjuntivo no se libra, el asunto se agrava porque mucha gente no es capaz de conjugarlo. Por ejemplo: “Quiero que la gente sepe en lugar de “Quiero que la gente sepa. Esto lo he escuchado yo con estas orejas, y más de una vez. “Te aviso para que vengues”  o “para que vienes”, y así se resuelve la cuestión por las bravas 😬.

Otro tema es la concordancia del género del pronombre objeto directo lo-la: se tiende a colocar el masculino para todo, en un abuso callejero del lenguaje inclusivo, que dicho sea de paso está bajo sospechas pseudo-feministas. Por ejemplo, una mamá quiere que otra persona coja en brazos (por seguir con algo parecido a la imagen) a su bebita, y le dice: “Por favor, cárgalo”. Y así él “lo cargó a su hija”, dirá un vecino. También lo oigo muy a menudo, pero de momento no se me ha contagiado. Se aprecia muy bien en este recordatorio de una difuntita que encontré en las redes sociales:


Falta la tilde en llevó

Más chistosos son los conflictos con la j y la f, que se intercambian alegremente. En Mendoza nos reíamos mucho con el “cajué”, porque no sale la f con soltura: “Padrecito, ¿quieres tomar un cajué?”. O también prender “juego” en vez de “fuego”. Y al contrario: “Fuan” en vez de “Juan”. O “yo juí” en lugar de “yo fui”, pero esto último debió llegar en las carabelas porque se lo he escuchado varias veces a gente mayor en mis pueblos extremeños.

Otras expresiones que me hacen gracia las comienzo a escribir en el whatsapp o a decir como una broma y al final las acabo adoptando. Por ejemplo: “Notovía”, que es una contracción que economiza “no todavía”, de la misma familia que los geniales “vamya” (vamos ya) y “on tas” (dónde estás), que son lo máximo.  También cuando alguien dice: “Eran las siete y no había nadies”. Nadies, con ese, es que me chifla. O el último: “Te llamo más un rato”, es decir, que te llamo dentro de un rato.

Aay Diosito. Mi inculturación involuntaria (¿o no?) del idioma me hace sonreír y me deja perplejo en proporciones parejas. Finalmente ni hablo en español de España ni hablo en peruano, sino en un chapo mixturado y estrafalario… ¡Chau yo! ¡Qué tal los dialectos! Y los tonos ni hablemos… el loretano es como para hacer una maestría. “Hasta más un rato”, o sea, hasta luego.

miércoles, 23 de septiembre de 2020

PESCAR LOS SENTIMIENTOS

De momento se nos ocurrió llamar a los jóvenes, los amigos y compañeros de la chica suicidada. Todos integran el grupo de los “catequistas”, colegiales que ayudan en la catequesis y al tiempo se van iniciando, una pandilla cercana a la parroquia, con buena conexión con las hermanas. Había que intentar conversar sobre lo que ha ocurrido.

Al principio, una pequeña oración, un canto para romper el hielo. Las presentaciones (porque yo, aunque llevo en Indiana desde marzo, soy nuevo para la mayoría de la gente) y un vaso de gaseosa. Se explica con claridad cuál es el objetivo del encuentro -no queremos engañar a nadie- y se pasa a la primera actividad: el reloj. Una estratagema para ir charlando por parejas durante unos minutos.

Me percato de que llevo muchos meses relacionándome mayoritariamente con los misioneros, adultos semejantes a mí en maneras de pensar y estilos de hablar. Mientras tengo delante a cada joven noto cómo se desentumecen viejos trucos para llegar a ellos, simpatías y lenguajes que son para mí como montar en bicicleta, me salen naturales. Qué bien me siento.

Escucho voces adolescentes de diferentes edades y modulaciones de madurez. La mascarilla es como un parapeto que impide captar la expresión completa, pero diría que en general todos están bastante afectados por el espeluznante suceso. El virus nos aboca a explorar las miradas para descifrar las emociones y escoger los flancos por donde mostrar cercanía y comprensión, las vetas por donde adentrarnos preguntando.

Aunque realmente hay una máscara cultural más férrea que cualquier atrezo: la impasibilidad, la parquedad de la capacidad expresiva. Por eso hay que pescar los sentimientos (la expresión es de mi compañero Toño, y me encantó), con paciencia, uno a uno, con destreza y gran delicadeza. Parece que en general saben el porqué de la cosa, la razón de esta atrocidad, pero se trata de nombrar y exteriorizar qué produce eso en su interior, cómo de amargos son su estupor, angustia y tristeza.

Ponemos en común algo de lo que ha salido en las parejas. Se desgranan temas clave: los desengaños amorosos, lo necesario que es tener confianza en los papás y contarles lo que me está pasando, no encerrarse… Hay quien considera que su compañera fue cobarde y huyó de algo, en alguno la consternación no deja articular muchos razonamientos, otros simplemente siguen sin comprender.

Luego hay que escribir dos cosas: cómo me siento y qué le digo a mi amiga a modo de despedida. Lo hacen en unos minutos de silencio. El tiempo se ha pasado volando y al ratito estamos comenzando la Eucaristía, que es el final de esta tarde juntos. En la homilía, Toño y Adriana, como padres, se esfuerzan por explicarles qué infierno experimentan los papás que pierden a un hijo, y más de esa forma tan terrible. “La mujer que pierde a su esposo es viuda, el hijo que pierde a su papá es huérfano, pero no hay palabra para los padres que pierden a su hijo”. Es un dolor que no tiene nombre. Los padres siguen siendo padres de su hijo muerto.

Cada uno tiene que salir a decir o leer lo que ha escrito. Reconozco que acá les obligué un poquito, pero me parecía el momento más importante, lo que justificaba todas las dinámicas. Con solemnidad fueron parándose, hablaban y, después de despedirse de su compañera, dejaban su trozo de papel en un bote de madera colocado allí. Hubo frases hechas, pero también varias voces quebradas, y algunas lágrimas. Un instante muy denso.

Cuando todos hubieron participado, el bote se marchó “porque la vida sigue, y hemos de continuar y mirar al futuro procurando que esto no se repita”. Como la vida, como el río, con los jóvenes todo fluye.

viernes, 18 de septiembre de 2020

SUICIDIO ADOLESCENTE


En Indiana llevamos dos suicidios y dos intentos fallidos en poco más de año y medio. Una cifra a todas luces abultada para una población que ronda los 3000 habitantes. Y siempre gente joven. Toca pararnos a pensar qué está ocurriendo y qué podemos hacer para que esta tragedia no se repita.

El último episodio ha sido especialmente dramático y ocurrió algunos días atrás. Recién llego de Iquitos en la mañana, me siento a tomar desayuno y me cuentan que hace un rato han hallado muerta a una chica de quince años. He mordido la papaya y me he ido al toque a la casa con una especie de frío en la boca del estómago que me recordaba a la protagonista de “Como agua para chocolate”.

A pesar de que más o menos sabía lo que podía encontrarme, no creo que me acostumbre jamás. Parece que la huambra aprovechó cuando ya todos dormían, sobre las 11 de la noche, para ahorcarse. Al llegar tienes que soportar la visión del estropicio, el cuerpo inerte incongruentemente joven y bello, la sangre seca, los gritos y las lágrimas de espanto. Las gestiones con las autoridades, las conversaciones y permisos, los encargos de la caja y la capilla ardiente, parecen ser maniobras deliberadas de distracción para de algún modo esquivar lo que hay ante nosotros y aplacar la conmoción.

Nadie sabe cómo reaccionar ante algo así. La mamá solamente solloza y un hijo mayor o un sobrino la reprende, “ya no llores”; la policía toma fotos, confisca el celular de la muchacha; los de la fiscalía desde Iquitos avisan por teléfono de que no pueden personarse en el lugar; los médicos dicen que no pueden emitir un certificado de defunción en estos casos de muerte violenta; el subprefecto y el juez de paz me piden que trate de mediar y convencer a unos o a otros para que se pueda proceder al levantamiento del cadáver. Eso me da un respiro y un refugio momentáneo, y me permite sentirme útil en una circunstancia en que todos estamos de sobra.

Cuando el cajón con el cuerpo es finalmente colocado en el piso bajo ha pasado un largo rato y ya hay mucha gente esperando. Me impresiona cómo las personas se agolpan, se echan literalmente encima del cadáver, hacen fotos. Hay una especie de curiosidad morbosa que impregna el silencio moteado de ruidos de pies, cuchicheos y trajines de mujeres que ya han comenzado a pensar en el almuerzo de los que acudirán. “Compra una gallina”, dice la mamá con un hilo de voz. Ahora estoy en la cocina, junto a ella, mudo de estupor, mi mano inoperante sobre su hombro, contemplando esa pobreza que afea más el horror que nos intoxica.

En la noche hay un rezo. Ahora es una multitud la que rodea la casa, no hay distancia social, ollas humeantes, bolsas de panes que van y vienen, muy pocas mascarillas. Trato de buscar palabras medio atinadas, pero me resulta muy difícil, temo solamente aumentar la confusión. Los amigos y compañeritos de la chica proyectan un video que han hecho con fotos, rostros muy jóvenes, sonrisas y poses divertidas disonantes, casi molestas. La emotividad rompe algunos diques y asoma, a pesar de que la gente es culturalmente poco expresiva. La mamá tiene la vista baja, una lágrima resbala por su rostro hasta el piso; el papá, más contenido, saluda a los que llegan, pero sobrecoge sentir el peso que carga.

La mañana del entierro la familia ha querido llevar el cuerpo a la maloka de la misión, como una estación previa a la sepultura. De nuevo hacemos una pequeña celebración, de nuevo me toca decir algo. Pero más bien me impactan las palabras que dirige el papá a todos los asistentes, esa aceptación de lo irremediable, esa calma tensa. Las religiosas acompañan la comitiva al cementerio, y a mí me parece que debo quedarme, en parte por no crear un precedente y en parte para darme un respiro.

No me sirve de mucho porque varias noches no duermo bien, sueño con ella y esa vida truncada de forma incomprensible. Y despierto meditando qué podemos hacer, no podemos seguir cada uno con nuestra vida como si no hubiera pasado nada, como si esta atrocidad se la hubiera de llevar la marea, igual que el mar arrastra las conchas de la orilla, imperceptible pero inexorable. No, algo tenemos que intentar.

sábado, 12 de septiembre de 2020

CAMPAÑA DE SENSIBILIZACIÓN

En mayo hicimos un proyecto vicarial de prevención frente al covid-19 que Adveniat nos aprobó al toque. La idea era visitar las comunidades de nuestros puestos de misión para informar, alertar y sensibilizar. Ahora que parece que llueve menos, y una vez comprados los materiales, los misioneros están saliendo. Y nosotros en Indiana también.

Mi registro dice que hasta ahora hemos pasado por 17 comunidades, nos quedan seis o siete para alcanzar lo que tenemos previsto. En esta época del año, en plena vaciante del río, no podemos llegar a todas partes porque sencillamente no hay agua y el bote se queda varado. Son meses donde la gente de lo alto de las quebradas sufre la sequía (el “verano”, como lo llaman) y a duras penas se abastece para beber, bañarse, lavar, etc.

Además, las visitas tienen que ser necesariamente rápidas y, si hay reunión, breve y no demasiado numerosa. Para no traicionar con nuestros actos lo que intentamos explicar con palabras: guardar la distancia, no viajar a Iquitos o Indiana si no es imprescindible, ponerse mascarilla, lavarse las manos a cada rato… Esas normas sencillas son el contenido de las conversas, que esto no ha terminado, que el virus está acá, que no hay que confiarse y demás cantinelas de sobra conocidas.

A veces logramos juntar a los vecinos que no están en sus chacras, y en otras ocasiones no se puede, depende de la rapidez o las ganas del animador o la autoridad de turno. Cuando hay quorum, la gente nos recibe muy amablemente, escucha con atención lo que contamos y agradece con cariño las cositas que les regalamos: un bote de lejía por familia, un paquete de detergente, un jabón en barra, unas mascarillas. No resuelven nada, son apenas un gesto que pretende únicamente hacerles recordar la importancia de la higiene y del cuidado.

En algunos lugares el encuentro es en la capilla, porque en este distrito hay algunas, a diferencia del Yavarí, donde no había ninguna. Invariablemente uno de los temas está siendo la reparación de la capilla, porque todas están viejas y en algún caso a punto de caerse. El recorrido me ayuda a seguir conociendo las comunidades de mi misión, como en mayo. Y siempre la hermana Mª José me presenta diciendo: “después de seis años, por fin tenemos párroco”.

El zarpe es temprano (el bote lo alquilamos, la parroquia no tiene) y al toque tomamos desayuno. Acá las distancias no son como en Islandia, una mayoría de comunidades se encuentran en un radio de dos a tres horas desde Indiana, de modo que el trayecto se me hace corto. Vamos de un caserío a otro, almorzamos también a bordo y regresamos en la tarde. El equipo lo solemos formar Nimia (maestra y animadora de la zona), Toño, el seminarista Robinson, las hermanas Mª José y Mª Beatriz y yo. Hay muy buen ambiente, frecuentes carcajadas, fotos y emociones al subir y bajar de la nave o escalar los barrancos.

La verdad es que, si no fuera por las hermanas, yo no podría abarcar tanta cosa. Ellas preparan todita la logística de los viajes: las comidas, los platos y vasos, el agua, los materiales… y hasta llevan galletas de las que me gustan. Solo tengo que ayudar a cargar, acordarme de llevar mis botas y navego a mesa puesta. El equipo de Indiana, tan amplio y variado, me permite en la misma semana ir por ejemplo a Santa Clotilde, trabajar en Iquitos en “el obispado” y andar por los pueblos. Se lo agradezco mucho.

Ahora solo queda que yo mismo negocie con mi cuerpo y mi mente, y maneje el estrés de este ir y venir, esta correnderilla incesante que me hace vivir en un pie y amanecer medio confundido por no saber dónde estoy. También falta terminar nuestro propio bote y comprar nuestro motor, que estamos en ello, y empezar a buscar plata para reformar o reconstruir las capillas maltrechas.

Todo se andará. Por mientras intentaré sensibilizarme yo mismo disfrutando del silbido del viento sobre el Amazonas, la puesta de sol naranja y las sonrisas abiertas de la gente humilde. Para asegurar que la campaña dé sus frutos.

sábado, 5 de septiembre de 2020

PEQUEÑOS GESTOS REPARADORES


Y de repente, ocurre. Un pequeño detalle, apenas insignificante, que te reconcilia con la vida y te hace respirar una bocanada de humanidad.

Los de la empresa constructora del nuevo colegio secundario de Indiana me llevaron a bendecir la obra. Es una institución educativa que tiene el Vicariato desde hace años en convenio con el ministerio de educación, de modo que “me tocaba”. Apenas voy a ingresar en el recinto, cuando un trabajador me llama aparte. “Padre, por favor, ¿puede darme su bendición?”. Me cuenta en un momento que es de Chincha (“¡Estás lejos de tu casa!” – le digo) y un par de situaciones delicadas de su vida. Le pongo mi mano sobre su cabeza afroamericana y noto su profunda fe. No se sabe cuál de los dos se despidió más agradecido.

Días después voy caminando por el mercado de Belén, en Iquitos, cuando veo a mi costado en la vereda a otro trabajador, esta vez un contador de Cáritas del Vicariato. Él parece no reconocerme aunque me mira, la mascarilla oculta y desfigura. Me paro a darle un codazo y se sorprende. “Hace tiempo que no te veo por Punchana”. “Sí padre, es que ya no trabajo allí”. Nos despedimos deseándonos suerte. A la mañana siguiente recibo un whatsapp con una sola frase: “Buen día padre. Gracias x saludarme en la calle”.

Me salió un algo junto a un ojo. Llevaba varios días fastidiándome, enrojecido y con dolor. Se lo mostré a Elita, la responsable del departamento de salud del Vicariato. “Te ha picado un bicho, padrecito”. Me dio una crema y me recomendó lavarme y aplicarme tres veces al día. Era lunes. Pues ese viernes, yo ya en Indiana olvidado de ronchas, una timbrada de Elita con una sola pregunta: “¿cómo está tu ojo?”.

En la campaña de sensibilización que estamos haciendo por las comunidades, llegamos el otro día a Santa Rosa, no muy lejos, apenas a media hora río abajo. Después del pequeño encuentro con la gente, la hna. Mª José me avisa de que una señora quisiera conversar un momento conmigo. Se van todos y doña Elsa, así se llama, me cuenta que hace unos meses ha perdido a su marido. Que no tiene ganas de comer, que en la noche cree verle, que se siente muy triste y le extraña. Me da ternura su franqueza y me hace temblar que me confíe su dolor tan limpiamente. “Doña Elsita, esto del duelo es un camino largo y usted está recién empezando”. Le ofrezco algunos consejos para ir sobrellevando y adaptándose a esta soledad desconocida.

Y el último: alguien desde México escribe al facebook del Vicariato preguntando por el p. Louis Castonguay, nuestro misionero más veterano, de más de 80 años. Mejor lo copio-pego porque no necesita muchos comentarios:

- Buenas noches, escribo desde Acapulco, Guerrero México, busco la manera de contactar al sacerdote Louis Castonguay. Quisiéramos tener contacto con él, ya que hace poco más de 50 años el sacerdote ayudó a mi papá para que él pudiera estudiar. Mi papá lo ha buscado por muchos años y no había podido dar con él... Estaría encantado de poder agradecerle lo que hizo por él, sin su ayuda no hubiera conseguido los logros y éxitos que gracias a Dios ha tenido y para mí sería maravilloso que pudiera hacerlo. Si le es posible decirle que  Luicía … , la hija de … de Acapulco Guerrero, México espera tener contacto con él, nos haría muy felices, él sacerdote lo dejó a cargo del Sr. Francisco Guerra. Muchas gracias por la atención.

- Hola Lucía, soy el p. César Caro, vicario general del Vicariato. Mañana voy a ir a Iquitos y estaré con el p. Louis. Veremos la manera de que contacten, creo que él tiene dirección de correo electrónico. Con mucho gusto.

- Muchísimas gracias, se lo prometo que eso hará muy feliz a mi papá, él y toda la familia nos sentimos muy agradecidos por lo que en su momento hizo por mi papá. Muchas gracias y bendiciones. Estaré al pendiente.

(Al día siguiente le explico al p. Louis y me da su correo para que se lo pase).

- Muchísimas gracias estoy muy emocionada, en seguida le escribo... Gracias y bendiciones

Minúsculos pero vigorosos destellos de bondad. Con la cualidad de sanarme. Muy apropiados para esta entrada, que hace la número 800 de mi blog, casi doce años después de su comienzo.