sábado, 28 de octubre de 2023

CO-PRESBÍTEROS

 
Reconozco que al escuchar este palabro fue como cuando te cruzas con una cara y sientes que te suena levemente, crees que la has visto en algún sitio, pero hace tiempo… ¿dónde? y ¿quién será?... hasta que pasa un instante y ¡zas!, eso es, ya lo tengo, estoy seguro. Qué chévere es formar parte de un presbiterio.

Porque ahora, con las últimas incorporaciones del IEME y según la web, somos 17 sacerdotes en el Vicariato. Wow. Claro que alguno está más bien jubilado y un par de ellos paran estudiando fuera, pero sin duda hemos crecido en los últimos 6 años. Si sumamos los dos seminaristas mayores que están realizando su tiempo de preparación al diaconado y otros dos candidatos a las órdenes, resulta que en el encuentro de formación de misioneros nos juntamos una linda mancha.

Se visualizó en la jornada que siempre tenemos por vocaciones específicas, y ahí fue donde Jaume Benaloy, sacerdote misionero español llegado desde Chimbote para acompañarnos, sacó ese término. Ser co-presbítero, miembro de un presbiterio, de un grupo de iguales junto con el obispo, que es el hermano mayor: “Ruego a los presbíteros que están entre ustedes, yo, presbítero también con ellos…” (1 Pe 5, 1).

Nadie es presbítero individualmente y de forma aislada, y eso siempre es cierto, pero resulta todo un reto vivirlo cuando el compañero más próximo está a seis horas de navegación y una distancia equivalente a la que hay entre Mérida y Sevilla. Eso me ocurría cuando estaba en Islandia, y recuerdo cuánto necesitaba irme a Tabatinga a solearme con Adolfo el obispo o con los jesuitas.

Sin querer te metes en lo tuyo, te desconectas de los otros (literalmente y peor cuando no hay señal) y se va desdibujando tu carácter de “co-“. Por eso, aunque se es siempre cuerpo ministerial, este cuerpo debe hacerse visible de vez en cuando, con la evidencia del encuentro, el abrazo, el diálogo directo, el afecto profesado y expresado.

Se trata de saborear la fraternidad profunda en la identidad presbiteral, que es capaz de disolver todas las diferencias, y entre nosotros las hay y bien notorias, empezando porque somos de 7 países diferentes, de edades, formación, trayectorias y concepciones distintas de la misión, la Iglesia, los equipos de fútbol y las clases de comida.

Eso sí, en la cerveza hubo unanimidad en este momento pizzero que recoge la imagen, y que fue como un afortunado epílogo a las horas de reflexión, debate y compartir. Conversaciones “de curas”, anécdotas y demás peripecias, risas y chismorreos varios y casi obligatorios en ratos así… Pequeñas costumbres de cuando estaba en mi tierra extremeña, que me ayudaron tanto, y que tantísimo echo de menos en la misión.

Y, sí. De vez en cuando me sorprende la nostalgia de los tiempos pasados, diez primorosos años en Mérida-Badajoz, mi querida diócesis… Aquella forma de vivir menos vertiginosa, con más certezas, los tuyos siempre a mano y las carreteras asfaltadas. Sacudo la cabeza y miro palante, porque Diosito está siempre delante de nosotros y no detrás, recién lo he escrito.

Todos somos co-. Me gusta sentirme uno más, ni vicario general ni pamplinas: solo un presbítero, igual que todos, parte de un grupo, viviendo esa hermandad paradójica, a la vez recia y delicada, con los compañeros que Diosito te otorga. Necesaria como el aguacero nocturno, frágil como un colibrí, laboriosa como una jornada en la chacra, y tan escurridiza y exultante como el bufeo saltando sobre el río al atardecer.

sábado, 21 de octubre de 2023

LA MALOKA Y LA CAPILLA

 
Una de las experiencias más interesantes que tengo como misionero en estos años en la Amazonía es el encuentro con los indígenas murui del alto Putumayo, con Fernando Flórez como facilitador. Cada visita a Soplín disfruto de la oportunidad de ir a mambear, es decir, compartir su espacio de encuentro comunitario, aprendizaje y contacto con el mundo espiritual. La última vez, las conversaciones en la comunidad de Puerto Refugio me hicieron cuestionarme y profundizar los cimientos y los métodos de la misión.

En el trasfondo de estos planteamientos hay muchos diálogos en los que Fernando y yo diferimos en maneras de ver los paradigmas de la inculturación y la interculturalidad, aunque siempre convergemos hacia la pregunta fundamental: ¿para qué la misión? ¿qué hacemos acá? ¿por qué hemos venido? No solo estar, sino cómo estar. Los murui me dieron luz.

Escuchándolos vi claro que la recuperación de la cultura y la espiritualidad propias es un motor que hace que estos pueblos vivan mejor. Tiempo atrás la raspa (cosechar hojas de coca para vender a los narcos) solventaba al momento la economía. Dinero fácil y rápido que se iba también al toque y que a cambio traía los problemas típicos: violencia, alcoholismo, división, muerte… Me contaron que desde hace unos años han dicho no a los cultivos ilícitos y están implementando su plan de vida.

Se trata de un proyecto comunitario hecho por ellos mismos, donde todos están implicados. Sus pilares: desarrollo sostenible (reutilización de chacras), generación de recursos propios, limpieza comunal, manejo sostenible del bosque (caza, pesca…), apuesta por la educación (internado, colegio bilingüe), atención a la salud (nueva posta), gobernabilidad, reglamento, guardia indígena, papel de la mujer, cuidado de las semillas, iniciación de los jóvenes, control de la violencia y el alcoholismo, veneración a los abuelos, que son bibliotecas vivientes, rescate y potenciación de las expresiones culturales (danza, etc.) y por supuesto de su lengua y su espiritualidad.

Recuerdo otras experiencias, como los yagua de Remanso en el Amazonas, por ejemplo: el mundo al revés. Están dedicándose a la raspa y a la vez perdiendo su cultura y olvidando su idioma; resultado: la comunidad está hecha un desastre, como ya conté acá. El alcohol y sus estragos, educación pésima, no hay atención sanitaria, los niños se ven abandonados, mala alimentación, violencia, suciedad, desorganización…

En Refugio, con todas las debilidades porque no hay nada perfecto, se puede palpar una cierta armonía fruto de saberse y sentirse unidos, corresponsables, dueños de su destino. Y el vórtice de este proceso es la maloka, y en ella el mambeadero. Allí es donde se aprenden y transmiten los valores tradicionales y la cultura se in-corpora; donde amanece la Palabra y se medita cómo seguir la senda del Bien y del respeto, guiados por el tabaco y la coca, plantas sagradas.

Los murui tienen una espiritualidad sólida, y todo confluye y tiene su fuente acá. Hay una correspondencia entre vivir plenamente la propia identidad cultural y la espiritualidad, con el buen vivir. Muy cerca de la maloka, a un costadito nomás, está la capilla, como se aprecia en la imagen. ¿Tiene sentido? ¿Qué pasaría si no hubiera? ¿Hay que crear una “misa murui” que “haga la competencia” a sus prácticas ancestrales de vínculo con la trascendencia, a quien llaman Mó?

Me cuentan también que en otra época los evangélicos trataron de quitar el mambe, enseñaron que es cosa del diablo, había que derrumbar la maloka. ¿La inculturación llevada al extremo no sería lo mismo en el fondo? Pero para ellos la hostia y el vino son su coca y el ambil. Así disciernen, oran, se fortalecen para ser un pueblo. ¿El objetivo es sustituir esos elementos? ¿O más bien bajamos la capilla? “No padre, no. Ustedes tienen que seguir con la misa, es algo bueno, hay gente que descubre a Dios ahí y le ayuda”.

La inculturación no es una estrategia para que ellos cambien, seríamos como lobos con piel de cordero. Encuentran en Fernando un amigo, que forma parte de ellos, porque se va también a mambear: la inculturación es un proceso por el que los misioneros cambiamos, experimentamos lo suyo (que les ayuda a vivir mejor), aprendemos su camino para llegar a Dios, hallamos al Verbo de Dios completo (no solo las semillas), aceptamos su síntesis, su manera de situar la capilla junto a la maloka y elaborar esa coexistencia. Así la Iglesia queda enriquecida, y ellos también. No botan la capilla, valoran y agradecen su presencia, es siempre una propuesta válida, algo complementario, positivo, que les aporta.

Por tanto, quizá ya no hay que inventar una Eucaristía murui (¡qué peso me quita de encima!), o sí, siempre que los católicos murui lleguen a esa claridad, y ellos la plasmen, con la compañía de los misioneros, con los que han de “ser uno” en expresión del Papa. Y dependerá de cada caso, porque he visto que incluso en dos comunidades igualmente murui hay diferencias en el devenir de la Iglesia.

¿Entonces qué hacemos? Escuchamos, estamos con ellos, sumamos, nos apuntamos a lo suyo, lo valoramos… Sin querer introducir con fórceps algo extraño, como ortopédico; tan solo dejando mirar lo nuestro como propuesta positiva, sin renunciar al anuncio pero sabiendo que si la capilla se cae no va a pasar nada grave. Venimos no para cambiarles o para enseñarles; venimos para ser sus aliados en la navegación hacia ser plenamente ellos mismos, con su cosmovisión y con su espiritualidad. Como la sal, que hace que cada alimento sepa como tiene que saber.

Estábamos sentados tranquilos un buen rato con el curaka hablando de estas cosas, y le pregunté: “¿Qué tenemos que hacer pues los misioneros?”. Contestó con una sonrisa pícara: “Justo lo que estamos haciendo ahora: conversar”. Feliz fiesta del DOMUND. 

sábado, 14 de octubre de 2023

POBREZA DULCE EN VILLA EL SALVADOR


Juntar pobrezas es muy saludable: atrae a la Providencia, el cariño sube como un keke en el horno y las sonrisas se transfiguran en radiaciones de felicidad. No sabía lo que me iba a encontrar cuando acepté la invitación de las Hermanas de la Caridad del Sagrado Corazón de Jesús, en concreto de Evelyn y Yubet Rocío; lo que saboreé rompió mis esquemas para mucho mejor.

Estaba en la puerta principal de la Casa Hogar “Corazón de Jesús”, en una esquina de esas calles que trazan Villa el Salvador como un damero dudosamente adornado con infaltables montones de basura multicolor y supongo que multiolor. Pero no me parecía que esa entrada estuviese operativa, ¿me habré equivocado? “Nooo” - me dice Evelyn al teléfono, “es en el costado, a la vueltita”.

Y sí, se ingresa por una trasera, e inmediatamente te ves en un espacio grande, un comedor-cocina con mesas, al fondo una pista de gras coquetamente protegida por una malla a modo de toldo. Están las ollas en ebullición, pero me reciben manos y abrazos de niños y niñas de edades variadas, mezclados con los saludos y presentaciones de las religiosas. Porque así es en esta casa, donde todos - chicos y grandes, los ocho trabajadores y los voluntarios, los operarios que reparan el tejado, visitantes, hermanas y profesionales - viven entreverados.

La comunidad me ha invitado a almorzar y “compartir tranquilamente contigo”, y claro, yo esperaba que vamos a ir a su comedor; pero no hay otro comedor que este, y es el mismo para todos (y la misma comida, claro). De hecho, ahí nos servimos, y a la vez almuerzan los trabajadores acá al costado y un grupo de críos en otra mesa, pero me parece que al tiempo alguno hace tareas.

Con la ración de arroz, papas y carne res por delante, vamos conversando. Mientras, unos llegan, otros pasan; un crío viene saltando, y nos saludamos, una jovencita con sus audífonos, otra niña besa a una de las hermanas. Son menores que el Estado envía a la Casa Hogar después de haber retirado, al menos temporalmente, la custodia a sus papás. Por tanto, pequeños que escapan de situaciones familiares traumáticas, y sin duda atrapados por heridas emocionales sangrantes.

“Pero las autoridades no nos dan ninguna ayuda”. Y no se explican cómo a veces pueden salir adelante. Sus relatos me recuerdan a vidas de santos leídas hace décadas: “justo el día antes que había que cancelar el recibo, llegó un donativo… como un milagro”. Y cuentan con amigos, personas voluntarias que se dejan la piel por estos chicos; sin ellas no sería posible este gran servicio… Gracias a gente así, el mundo sigue girando.

Al rato me enseñarán la casa. El cuarto de los varones medianos… el cuarto de la hna. Evelyn… el dormitorio de las chicas grandes… el cuarto de la hna. Rocío… los baños acá… los más grandecitos… la habitación de la hna. Inés… las niñas pequeñas… acá la hna. Deysi… Viven con los niños, injertadas a su cotidianidad y a sus dramas, conectadas con sus emociones, juntos, como una familia. Todo el día los tienen encima, son como sus mamás, derrochan paciencia, ternura y suavidad.

“Pero… tendrán ustedes alguna zona reservada para la comunidad, ¿no?” – pregunto asombrado. Me muestran una especie de mini-loft, una estancia con un office, mesa y sillas, sillones, una tele, cafetera y estanterías con libros. “Hay una hora en la noche en que nos juntamos; ellos saben que es un momento que deben respetar y nadie llega. Ahí descansamos”. Me admiro.

También está la capilla, claro. La hna. María del Pilar, la más mayorcita, española como Inés, está orando. Intercambia sonrisas con Evelyn y Rocío, que son peruanas como Deysi… Descubro que este 24-365 con los niños no solo no desgasta su vida comunitaria, sino que hace que entre ellas haya una preciosa conexión que supera las naturales barreras generacionales y culturales.

Pero volvamos a la mesa, la conversa sobrevolando los platos ya vacíos. De pronto llegan una mamá y su hija, voluntarias, que traen en su carro un montón de cosas de un supermercado cercano. “Nos avisan y nos regalan alimentos próximos a caducar”. Y así tienen verduras, frutas, yogur… y hoy varias tortas y pasteles. Inés corta entre risas y bromas un pedazo bien generoso para cada uno. Muy rico realmente, pero no lo necesitaba para llevarme un gusto exquisito en el paladar de mi corazón.

sábado, 7 de octubre de 2023

DENTELLADAS DE LA CRISIS CLIMÁTICA

 
Son las 13:45 del martes 3 de octubre. Salimos hacia Indiana el grupo que vamos a participar en el encuentro vicarial de pastoral social. Buscamos motocarros bajo un tremendo sol, que abrasa la pista y nos ahoga, el aire tórrido nos golpea cruelmente. “Por más que se pretendan negar, esconder, disimular o relativizar, los signos del cambio climático están ahí, cada vez más patentes”. Así comienza el documento Laudate Deum (nº 5), que sería publicado al día siguiente. ¡Y que lo digas, Francisco!

Había leído en rpp esa misma mañana que Iquitos llegó a registrar el día anterior 38.5°C, la temperatura más alta de todos los tiempos según el Servicio Nacional de Meteorología e Hidrología del Perú (Senamhi). Si le aplicamos el cuadrito de la sensación térmica considerando un 50% de humedad relativa (normalmente se acerca al 60% como mínimo), nos salen 49 grados. Doy fe.

Hemos llegado al puerto de Productores y bajamos las gradas empapados en sudor. La arena de la ribera está tan fina y seca que podrías pensar que estás caminando por el desierto si no fuera por todas esas embarcaciones amontonadas y prácticamente varadas en el exiguo hilo de agua que es el Itaya, afluente directo del Amazonas. Me cuesta creerlo: jamás he visto el río tan bajo.

La imagen es una agresión rotunda a la sensibilidad: la vaciante masiva deja al descubierto, como una alfombra que se retirara después de años, lo que hay en la orilla, entre los shungos de las balsas, debajo de las escaleras… La cantidad de desperdicios, basura, desechos, especialmente botellas, descartables, plásticos de todo tipo. Porquería que demora siglos en degradarse y que contamina el agua sin piedad.

Cuántas veces me he preguntado si es que no se puede hacer nada para detener este asesinato lento pero inexorable del Amazonas, que revienta las costuras de la tristeza y de la rabia. Por qué las autoridades permiten semejante atentado contra la vida, por qué miran para otro lado. ¡Por qué nadie hace nada! Respuesta obvia: por dinero. “La lógica del máximo beneficio con el menor costo, disfrazada de racionalidad, de progreso y de promesas ilusorias, vuelve imposible cualquier sincera preocupación por la casa común” (LD 31).

Toca esperar a que se llene el deslizador, esa chatarra con enormes motores donde vamos embutidos como anchovetas en lata. Son más de dos horas bajo las planchas metálicas de calamina, utilizadas en los tejados de las viviendas, que se comportan como una parrilla que nos achicharra. El calor es sofocante, chorreones de sudor resbalan por mis piernas, el pañuelo está aguachinado y el abanico no da abasto.

Es difícil llegar hasta los botes, apelotonados en la mijina de orilla de agua raquítica, hay que pasar haciendo equilibrio por tablones estrechos para salvar el barro nauseabundo impregnado de suciedad, sobrevolado por mil moscas y escarbado sin pudor por los gallinazos, que vienen a completar el cuadro. Hay un chauchero (cargador) que se cae ahí con una enorme piña de plátanos. “Los más graves efectos de todas las agresiones ambientales los sufre la gente más pobre” (Laudato Si nº 48).

Por fin llega el momento del zarpe. Hay que ejecutar varias maniobras porque un par de chatas (lanchas de carga que no deberían estar acá pero cuyo embarcadero se ha agostado del todo) obstaculizan la salida. Una señora agita un pañuelo para dar un poco de aire a su bebe. Otra saca un yogur para su hija; quita un plástico y sin mirar saca la mano por la borda y lo bota al río; lo mismo con la tapa, maquinalmente al agua. Así nos va.

Llegaremos a mi querida Indiana, desde donde escribo, y me volveré a asombrar por la magnitud de la sequía, el nivel bajísimo del Amazonas, el calor insoportable y desconocido -incluso por las noches-, la ausencia casi total de lluvias durante semanas seguidas. A los negacionistas del calentamiento global y la crisis climática les digo que, quienes no podemos tener aire acondicionado, padecemos los estertores un tanto vengativos de la Madre Tierra (que en su agonía nos arrastrará a todos), bien reales y bravos.