sábado, 25 de enero de 2020

MISIONERAS DE PURA CEPA


Escribo desde Villa Marista, en Santa Eulalia, provincia de Huarochirí, cerca de Chosica, a unas dos horas de Lima por la carretera central camino de Huancayo. Hace más de un año que las religiosas de la Compañía Misionera del Sagrado Corazón de Jesús me pidieron que les diera ocho días de ejercicios espirituales. La idea me encantó y rapidito acepté; la experiencia está siendo más fascinante de lo que me imaginaba.

Ya fue una aventura cocinar el esquema y las piezas para ofrecerles. A partir de mi trabajo final de la Escuela de Ejercicios, que consistió justamente en preparar una tanda completa, he añadido y quitado, he adaptado y modificado, he incluido elementos de su carisma y sus constituciones, he incorporado cosas que tenía ya elaboradas, y he creado ex profeso algunos ejercicios para ellas.

Porque se trata de una congregación de misioneras ad gentes y ad vitam, todas son enviadas a otros países y culturas… y por toda la vida. Y además, de espiritualidad ignaciana, por tanto expertas en los Ejercicios, que para ellas son siempre de repetición, como para los jesuitas. No podía proponerles lugares comunes, tenía que conectar con su sensibilidad, con las peculiaridades de su vocación, que es tan específica, tan valiosa y cada vez más escasa, desafortunadamente. Costó algunas que otras horas pero lo compuse con gusto y lo mejor que pude.

La reunión de la noche de llegada fue para revisar las anotaciones y ponernos de acuerdo sobre el horario. En ejercicios ellas no tienen ningún momento común durante el día, salvo la Eucaristía; no hay laudes, ni adoración, ni rosario… Es un ritmo relajado, con amplios tiempos que cada cual se organiza y la posibilidad de descansar lo que se necesite (siesta, etc.). Pero todas madrugan; de hecho, hay en el pasillo un café que ellas mismas ponen para los que tomamos una primera taza a las 6 de la mañana.

La fiestecita de la última noche: vino, turrón y panetón

Dar ejercicios de ocho días a un grupo tan numeroso implica, más que desarrollar los puntos (dos veces al día), dedicar mucho tiempo al acompañamiento personal. Es algo impresionante. Las personas se abren y tú puedes hacer de espejo, atreverte a orientar cuando te muestran nudos en sus discernimientos, proponer algún ejercicio adicional… He detectado mucho agradecimiento, mucha transparencia, mucha calidad humana. Sientes la satisfacción de que lo que les has brindado les sirve. Pero sobre todo escuchas y aprendes. Escuchas historias.

Como se trata de mujeres en general mayorcitas, y algunas bastante viejitas, por acá han desfilado mil batallas, anécdotas y experiencias de misioneras de pura cepa. Varias llegaron a la selva antes de que yo naciese, y narran naufragios en el río, vicisitudes de la inculturación, dificultades para aprender shipibo, aventuras por esos mundos… También cuentan el cambio de paradigma en la misión, el proceso que tuvieron que hacer, la disminución de hermanas con el paso de los años, la necesidad de adaptarse a una nueva época y, por supuesto, lo doloroso que es pasar de la primera línea a pie de río a la retaguardia de la casa de mayores en Lima.

Igual que entraron con ilusión en ejercicios a pesar de lo aparentemente conocido, es increíble cómo conservan intacto su entusiasmo por la misión, aun yendo con bastón. Para mí, servirlas ha sido mis particulares ejercicios, una exposición a la vocación misionera encarnada en estas vidas consumidas en la entrega sencilla a los más pobres, y siempre en lugares alejados de la Amazonía. Mujeres intrépidas y radicales, misioneras de raza que siguen recorriendo ríos y quebradas y que morirán con las botas puestas.

Como al contemplar se trata de “reflectir para sacar algún provecho” (Ej 106-108), quiero pensar que se me ha pegado algo de estas mujeres, de su mística infatigable, de su carácter valeroso de misioneras genuinas. De hecho, estos días he confirmado algo que sé hace tiempo: mi vocación es la misma que la de ellas. Pero que nadie se entere.

sábado, 18 de enero de 2020

NIÑOS TRABAJANDO


Durante el paseo mañanero por Islandia se ven muchas cosas. La puesta en marcha de la gente, el agua que se derrama a la hora de asearse, músicas altísimas ya en cuanto dan la luz, colegiales recién peinados, carretillas con ollas de arroz chaufa que se dirigen al mercado para la venta, un hombre que reza de rodillas mirando a la salida del sol… y el personal de limpieza de la municipalidad que pasa retirando excrementos de perros de los puentes, vaciando los tachos y llevando la basura. La mayoría son mujeres; y junto a ellas, niños. Niños trabajando.

El otro día un chivolo del grupo de Infancia Misionera se presentó en la fiesta de final de año después de meses sin acudir a las reuniones. Alguien comentó algo como: “a esto sí que viene el bandido”. Pero luego nos enteramos de que el muchacho tiene un hermanito más pequeño que él, y que como su mamá trabaja precisamente los sábados, día de la actividad, él se tiene que quedar siempre cuidando del bebe y no puede participar. Eso es lo que hay.

A poco que uno se fije, descubre  niños por la calle prácticamente a todas horas, y en general trabajando, realizando tareas que a priori no les corresponden. Cuando surcas el Amazonas en rápido siempre hay una parada en Chimbote, una población grande más arriba de Caballo Cocha. El barco se detiene e inmediatamente sube una nube de críos ofreciendo toda clase de comida “al paso”: galletas, agua, bombones, gaseosas, coco, piña, chifles, canchita… Siempre me pregunto: ¿qué hacen estos niños acá un miércoles a las 9 de la mañana? ¿Cómo es que no están en la escuela?

Buena pregunta. Que se reedita con muchos adolescentes. ¿Qué hace Eiser (16 años) a las 6 de la mañana descargando una lancha? ¿Qué hace Vania en el puesto de comida de su madre todos los días a las 5:30, nada más caerse de la cama? Es cierto que no entran en el colegio hasta las 7, pero ¿es necesario que estén chambeando duro tan temprano? ¿No afectará a su rendimiento académico? Probablemente, pero… lo necesita su familia, así de simple.

El trabajo infantil es uno de los rostros de la pobreza. Según UNICEF, 151,6 millones de niños y niñas son víctimas del trabajo infantil. Casi la mitad (72,5 millones) ejercen alguna de las peores formas de trabajo infantil, como esclavitud, trata, trabajo forzoso o reclutamiento para conflictos armados. En América Latina hay más de 17 millones de niños y niñas trabajadores. Son niños y niñas de los que no he hablado hasta ahora porque no me los encuentro en el paseo ni nunca: son invisibles. Intuimos que trabajan como criados en casas, están ocultos tras las paredes de talleres o se hallan fuera de la vista del público en plantaciones. La gran mayoría de los niños y niñas que trabajan lo hacen en el sector agrícola. En nuestra zona, fundamentalmente cosechando hojas de coca.

Sabemos que hay menores víctimas de la trata que desaparecen de sus familias y comunidades para ser explotados y prostituidos; que hay muchas niñas especialmente vulnerables al abuso sexual y el maltrato porque trabajan como sirvientas domésticas… Son niños privados salvajemente de su infancia por la maldad y la codicia del ser humano. Pero no los vemos.

Sí me topo con los que pasan con los machetes de cultivar, con los dependientes de tiendas, las aguajeras infantiles o los que llevan comida a las casas en descartables. Es verdad que estos niños y niñas no están esclavizados, y que contribuyen a la economía familiar; incluso que esos trabajos tal vez no afecten de manera negativa su salud y su desarrollo, ni interfieran con su educación (pss… no sé yo), pero qué quieren que les diga: prefiero escucharlos por las tardes reír bañándose en el río o jugando al vóley que cruzármelos vendiendo porciones de keke para ayudar a sus mamás.

domingo, 12 de enero de 2020

FAMILIARIDAD


Estos últimos viajes del año por las comunidades de la misión me han dejado un paladar grato y un aire de familia. Siempre regreso a casa más cansado pero más contento que cuando salí, eso es una ley característica del misionero, pero estos meses realmente se ha verificado a satisfacción.

Marchar por una de esas toscas veredas de concreto en mitad del campo y escuchar por la espalda que alguien te llama por tu nombre es como contemplar un enorme arco iris contra el atardecer amazónico o como coincidir con el salto de un bufeo en mitad del río: fina melodía para el enviado. Conocer y ser conocido, entregarse y sentirse apreciado; nada hay más simple, más efectivo y más gratuito.

Es lo que tiene ir y regresar, y de nuevo volver, una y otra vez. Mostrar así que ellos nos importan, expresarles sin palabras que son nuestros, y recibir la más hermosa contraparte: el reconocimiento silencioso del afecto, somos suyos. A pesar de las dificultades para a veces armar una mera reunión, a pesar de que caminamos dentro de un proceso cogido con alfileres, siempre llega el premio de la sonrisa abierta, que es la cualidad peruana más luminosa.

En los hogares de los animadores, donde pasamos días y noches, ya no somos unos huéspedes ocasionales. No tienen nada que ofrecernos pero ahí está el espacio donde armamos carpas, el agua para lavar y bañarnos, una lámpara de aceite cuando ya se hace de noche o una espiral para ahuyentar los zancudos. Nos sentimos en confianza y nos manejamos con soltura, colaboramos con algo de arroz y fideos, María Elena, Elita o la mamá de Armando preparan la comida para todos, cada cual se sirve la cantidad que desea, sin formalismos ni roches, ya somos de casa.

Poco a poco, con el paso de meses y algún año, estas familias nos han permitido participar de su intimidad. Usamos sus hamacas para la siesta, intervenimos en la conversación, miramos las notas de los niños, nos cuentan sus enfermedades. Donde Nelson son tan pobres que al anochecer sus seis o siete hijos duermen acomodándose en el piso de la única sala que tienen. Al día siguiente Melita mata un pollo; no sabe leer ni escribir, pero domina el lenguaje del agradecimiento y el cariño propio de los pequeños.

La conversa es en ocasiones interminable, con un montón de preguntas sobre la fe, o la Biblia, o España (“¿padre, tú conoces a Messi?”). Un bebé tiene hambre y la mamá saca su teta “sin dudar ni poder dudar” que diría San Ignacio. Tal vez de madrugada un llanto despertará a mayores, jóvenes y visitantes. Todo natural y espontáneo, la vida misma. Cuando llega la hora de marcharnos alguien trae anonas y guabas para que nos llevemos, tal vez una piña. Y en un sitio el otro día me invitaron bajo una feroz lluvia al desayuno más humilde: café con palomitas (“canchita” en Perú). Pero qué sabroso.

No basta amar, es preciso lograr ser amado... Nunca ha dejado de ser cierto. “Procura hacerte amar” es como esas líneas de luz que guían a los aviones por la pista del aeropuerto. Una brújula, pero también una comprobación de la autenticidad del tejido de nuestra vocación; no una estrategia, sino un certificado de calidad de nuestra ternura.

sábado, 4 de enero de 2020

CHOCOLATADA EPISODIO DEFINITIVO


¡Esta vez sí! Hubo juguetes para todos los niños y hasta sobraron 12 canastas 😉. ¡Toma ya! Contemplar esas caras de ilusión es una maravilla y compensa con creces la paliza que supone este día. De todas las especies de satisfacción que puede uno sentir a lo largo de la vida, ésta es sin duda incomparable.

Es un día muy especial, de los mejores del año (ver “Chocolatada episodio II” – 4 de enero de 2019) que arranca mucho antes, meses atrás, cuando pido colaboración durante las vacaciones de verano en España; sigue con las compras en Iquitos, puesto que en Islandia difícilmente se encuentran juguetes; continúa con reuniones del Consejo de Pastoral, solicitudes de ayuda en los comercios de la zona, compartir en la misa de la comunidad … La expectación se acumula. Hay niños que barruntan, que vienen a preguntar cuando ven movimientos sospechosos en la iglesia el día de antes.

Como todo lo que vale la pena, cuesta darlo a luz. De hecho se comienza al amanecer acarreando los aperos necesarios: tremendas ollas, parrilla, ladrillos, leña, agua (esta vez más de 150 litros), ingredientes, mesas, cajas de panetones. El chocolate se hace en un par de horas, pero después se tiene que enfriar a base de removerlo con unos palos como remos durante cuatro o cinco horas más para que se pueda tomar. A los terroristas de la felicidad les toca clasificar los juguetes para varones y mujercitas, críos más chicos y algo más grandes, y acarrear las cajas enormes hasta los bajos de la iglesia. Y cuando la batalla termina se recoge todo, se limpian papeles y plásticos, se lavan las ollas y se devuelven las cosas que nos han prestado. Un backstage que te saca el ancho pero ni te enteras por la emoción.

Y es que la emoción de estos niños tan pobres enternece de verdad. Algunos llegados de comunidades del río, muchos con sus mamás, los pies descalzos y una expresión contenida al recibir su juguete que al ratito evoluciona a sonrisa satisfecha. “¿Carro o avión?” – le pregunté a uno. “¡Avión!”. Jaja, qué delicia, qué suerte he tenido de contemplar cómo se materializa un sencillo sueño infantil. Son pequeños con vidas duras, acostumbrados a la escasez, obligados muchas veces al trabajo, castigados por la intemperie de la austeridad impuesta por la pobreza. Es un gusto sentirlos disfrutar.


Como se veía claramente que había un montonazo de juegos, algunos “vivos”  iban calladitos a lavarse al río el dedo que antes habían metido en la “violeta” para ponerse de nuevo en la cola, y de hecho creo que tres o cuatro han logrado hacer trampa a pesar de los controles. El año pasado no había posibilidad porque rapidito se terminaron los juguetes, y sin duda prefiero los disimulos y las tretas de los espabilados a los rostros de decepción de los que al llegar su turno se encontraron con que no había nada para ellos.

Esta vez el regocijo de los niños se mezcló con la dicha de hacer el bien, y ha sido posible por la generosidad de la comunidad parroquial de La Lapa junto con la AMPA del CRA “Extremadura”, el Ayuntamiento y la Hermandad de la Virgen de los Dolores; las trabajadoras de la guardería “La Serena” de Badajoz; Cáritas parroquial de Valle de Santa Ana; la Asociación Juvenil “Los Amigos de Valle” de Valverde de Burguillos; y donaciones particulares de Valencia del Ventoso y Mérida. Gracias a mis pueblos, en nombre de los niños y niñas del Yavarí. El cariño que ustedes y yo nos tenemos, que es eterno, se hace alegría para los pobres; es la magia de la Navidad.


Sin la ayuda de los chicos de Infancia Misionera y los jóvenes del grupo juvenil "nos habrían tragado vivos" como dice el salmo 124, y simplemente no podríamos realizar esta actividad. ¡Gracias!