sábado, 18 de enero de 2020

NIÑOS TRABAJANDO


Durante el paseo mañanero por Islandia se ven muchas cosas. La puesta en marcha de la gente, el agua que se derrama a la hora de asearse, músicas altísimas ya en cuanto dan la luz, colegiales recién peinados, carretillas con ollas de arroz chaufa que se dirigen al mercado para la venta, un hombre que reza de rodillas mirando a la salida del sol… y el personal de limpieza de la municipalidad que pasa retirando excrementos de perros de los puentes, vaciando los tachos y llevando la basura. La mayoría son mujeres; y junto a ellas, niños. Niños trabajando.

El otro día un chivolo del grupo de Infancia Misionera se presentó en la fiesta de final de año después de meses sin acudir a las reuniones. Alguien comentó algo como: “a esto sí que viene el bandido”. Pero luego nos enteramos de que el muchacho tiene un hermanito más pequeño que él, y que como su mamá trabaja precisamente los sábados, día de la actividad, él se tiene que quedar siempre cuidando del bebe y no puede participar. Eso es lo que hay.

A poco que uno se fije, descubre  niños por la calle prácticamente a todas horas, y en general trabajando, realizando tareas que a priori no les corresponden. Cuando surcas el Amazonas en rápido siempre hay una parada en Chimbote, una población grande más arriba de Caballo Cocha. El barco se detiene e inmediatamente sube una nube de críos ofreciendo toda clase de comida “al paso”: galletas, agua, bombones, gaseosas, coco, piña, chifles, canchita… Siempre me pregunto: ¿qué hacen estos niños acá un miércoles a las 9 de la mañana? ¿Cómo es que no están en la escuela?

Buena pregunta. Que se reedita con muchos adolescentes. ¿Qué hace Eiser (16 años) a las 6 de la mañana descargando una lancha? ¿Qué hace Vania en el puesto de comida de su madre todos los días a las 5:30, nada más caerse de la cama? Es cierto que no entran en el colegio hasta las 7, pero ¿es necesario que estén chambeando duro tan temprano? ¿No afectará a su rendimiento académico? Probablemente, pero… lo necesita su familia, así de simple.

El trabajo infantil es uno de los rostros de la pobreza. Según UNICEF, 151,6 millones de niños y niñas son víctimas del trabajo infantil. Casi la mitad (72,5 millones) ejercen alguna de las peores formas de trabajo infantil, como esclavitud, trata, trabajo forzoso o reclutamiento para conflictos armados. En América Latina hay más de 17 millones de niños y niñas trabajadores. Son niños y niñas de los que no he hablado hasta ahora porque no me los encuentro en el paseo ni nunca: son invisibles. Intuimos que trabajan como criados en casas, están ocultos tras las paredes de talleres o se hallan fuera de la vista del público en plantaciones. La gran mayoría de los niños y niñas que trabajan lo hacen en el sector agrícola. En nuestra zona, fundamentalmente cosechando hojas de coca.

Sabemos que hay menores víctimas de la trata que desaparecen de sus familias y comunidades para ser explotados y prostituidos; que hay muchas niñas especialmente vulnerables al abuso sexual y el maltrato porque trabajan como sirvientas domésticas… Son niños privados salvajemente de su infancia por la maldad y la codicia del ser humano. Pero no los vemos.

Sí me topo con los que pasan con los machetes de cultivar, con los dependientes de tiendas, las aguajeras infantiles o los que llevan comida a las casas en descartables. Es verdad que estos niños y niñas no están esclavizados, y que contribuyen a la economía familiar; incluso que esos trabajos tal vez no afecten de manera negativa su salud y su desarrollo, ni interfieran con su educación (pss… no sé yo), pero qué quieren que les diga: prefiero escucharlos por las tardes reír bañándose en el río o jugando al vóley que cruzármelos vendiendo porciones de keke para ayudar a sus mamás.

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