martes, 30 de noviembre de 2021

REENCUENTRO


No me había percatado de lo importante que es juntarnos los misioneros, como era habitual en ciertos momentos del año antes de que el virus nos negara ese resorte. Nos hemos sorprendido de cuánto echábamos de menos reunirnos, y vaya si lo hemos disfrutado. Y además en Indiana, nuestra casa.

Y eso que había números clausus, solo 30 personas me permitieron las autoridades sanitarias locales por prudencia y escarmentando de anteriores experiencias de “Ya no pasa nada”. De pronto los eventuales fastidios por tener que viajar lejos se transformaron en reclamaciones por no poder participar. Y es que no solo se trataba de vernos, porque hace meses que unos y otros nos cruzamos por la oficina de Punchana; se trataba de escucharnos, hablarnos, compartir y gozar gratuitamente de la mutua compañía.

El equipo coordinador dimos relieve a algunos espacios de catarsis: contarnos cómo hemos vivido este tiempo tan duro de pandemia, aislados, con miedo pero sin abandonar a nuestra gente, más bien promoviendo ayudas, campañas y gestando solidaridad. Fueron diálogos sinceros y emotivos, salpicados con lágrimas, muy necesarios.

Por supuesto también hubo sesudas reflexiones, trabajo sobre los documentos emanados del Sínodo para la Amazonía (hace tanto tiempo que ya ha empezado otro sínodo, y también lo hemos abordado), aportes para el plan pastoral que haremos en 2022 con dos años de retraso… pero lo fundamental era simplemente estar juntos. De hecho, los mejores ratos fueron las comidas, los roles de limpieza, los cafeses en los descansos –por fin mi casa llena-, y desde luego la noche de fiesta cultural: el número del himno del Vicariato (“Bienvenidos a la casa de alegría…”) con los carteles con los nombres de cada puesto de misión que no conseguían pegarse y caían, la hermana Ana Laura bailando atómica, la comida chatarra y sor Yanabel karaokeando Ayayay ojitos verdes dejan un recuerdo imborrable.

El hecho de que estuviese con nosotros nuestro obispo, con toda normalidad, después de bastante tiempo, ha sido también un factor clave. Creo que a todos nos da seguridad y estabilidad, las aguas vuelven a su cauce y podemos encarar el futuro con esperanza, a pesar de todas las debilidades e incertidumbres que también en estas jornadas hemos repasado.

Una de ellas es la movilidad del personal: últimamente los misioneros cambian mucho y en general permanecen poco tiempo acá. Entre los 30 del grupo veo en la foto que una cuarta parte eran “nuevos”, es decir llegados justo antes, o durante la pandemia. Hubo que hacer presentaciones, porque varios no se conocían, y ahí Dorinha fue maestra. En los diálogos de grupo me he dado cuenta de que, a pesar de llevar poco menos de cinco años, ya no soy tan “nuevo”, algo he aprendido, un poco voy conociendo y sin duda me apasiona esta tierra amazónica y la misión que luchamos por llevar adelante.

Ya se han ido todos y noto que en este encuentro he descansado. Estos dos años especiales he andado mucho por toda nuestra geografía, he llegado a todos los puestos de misión, me ha tocado afrontar situaciones y resolver papeletas que en principio no me correspondían, y ciertamente me he desgastado; he recelado un poco de cómo los misioneros mirarían a un vicario general recién llegado que de frente se queda al cargo de todo, tal vez entrometiéndose o tomándose atribuciones indebidas… Pero he saboreado estos días que mis compañeros me aprecian y valoran el esfuerzo, y eso para mí es importante.

Tal vez no sea más que el reflejo de eso que siento desde el primer instante que puse el pie acá: enamoramiento del Vicariato y total admiración por los misioneros. Me parece milagroso que yo sea uno de ellos, esos valientes que navegan por ríos y quebradas partiéndose el pecho para que la vida sea un poco más humana y la Iglesia más amazónica por estas selvas. Gracias compañeros por su entrega y su ejemplo; intentaré servirles como se merecen. Surcamos hacia la verdad / anunciando el amor y la unidad” dice la segunda estrofa.

jueves, 25 de noviembre de 2021

LA CATEDRAL DE LA NATURALEZA

 
El protagonista de esta hermosa foto es el árbol, un inmenso zapote que hay junto al salón comunal de Pucashpa, pequeña comunidad a una hora de Indiana, río abajo. Allí pasé la mañana del domingo del DOMUND, y he de decir que me sentí misionero por los cuatro costados, disfruté en mi piel como pocas veces.

Era el tercer intento allá en Pucallpa (“Pucashpa” es una chapa, un apodo), los dos anteriores infructuosos: por dificultades en la comunicación, mingas inoportunas y demás contratiempos no llegaba nadies y nunca hubo celebración. Así que iba con la escopeta un tanto cargada, “como de nuevo no aparezcan, no regreso”, amenaza por otra parte tan poco misionera como falsa, la estoy profiriendo y sé que no la cumpliré.

Pero esta vez incluso nos estaban esperando en el puerto, de modo que al ratito estaba ya el grupo de cristianos dispuesto para la Eucaristía. Como el calor apretaba y nos íbamos a sancochar en el salón, ardiente bajo su tejado de calamina, y viendo la rica sombra que propiciaba el zapote vecino, decidimos sacar la mesa y las bancas para celebrar frescos.

No teníamos cancioneros, ni velas, pero no hay templo más auténtico que la Amazonía, la comunidad envuelta por todos los espíritus del bosque y del agua, la Vida divina fluyendo, animando y haciéndonos uno con las plantas, los animales, todo lo que palpita en nuestra inmensa selva. De hecho sí que cantamos (las canciones más fáciles del mundo más o menos las sabían) y nuestras voces se entrelazaron con el susurro del viento mañanero.

A pesar de que nuestro rito descansa esencialmente sobre los alimentos más simples y significativos de la cultura de Jesús, parece que el pan y el vino no resultan elementos tan legibles para estas gentes ribereñas, cultura del pescado, el plátano, la yuca y antaño las charapas y el mitayo (tortugas y caza de monte). Conozco algo de la historia de los últimos cuarenta años de misión en Indiana, y cómo por ejemplo el bravo Gastón Harvey se sacaba el ancho recorriendo todos estos caseríos de la orilla baja cada fin de semana, una y otra vez, celebrando la Eucaristía… y ni por esas los lugareños están familiarizados con el pancito.

Ni siquiera los más mayores, las mujeres clásicas y fieles, que en Pucashpa también las hay. Me impacta que no van a comulgar porque, simple y llanamente, no han hecho la primera comunión; y no la hicieron porque “no nos hemos preparado”, en sus propias palabras. Y es que mientras que el Bautismo podríamos considerarlo por estos parajes como las asignaturas obligatorias y troncales, la Comunión es como una maestría, y la Confirmación no digamos, un grueso doctorado.

De manera que estamos juntos, encontrándonos con Diosito así de frente, sin intermediarios, espontáneamente, afortunados en la imponente catedral natural donde todo nos habla de Él… pero nos topamos con los artilugios pastorales, a veces complejos, que a la hora de la verdad no tanto facilitan, sino que atajan o enfangan el acceso del pueblo menudo a la experiencia de Jesús en forma de alimento.

Aun así fue un momento profundamente espiritual. Incluso cerramos los ojos al final (recibimos la comunión los dos jóvenes de Indiana que me acompañaban y yo) y casi pudimos notar el suave rumor del Amazonas cercano, el Señor de la Vida fecundando el silencio. ¡Qué privilegio!

En la surcada de regreso me sobrevenían preguntas: ¿Tal vez es que a nuestros sacramentos les cuesta conectar con su espiritualidad? ¿No sería aún más pleno si los autóctonos “dieran a luz” los ritos y expresiones de nuestra fe pero en sus categorías culturales? ¿Lo “religioso” es siempre imprescindible para “lo espiritual”? ¿Qué aprendo yo, en este lugar y con estos hermanos, de lo que significa ser una persona espiritual?

Ese día aprendí bastante, sin lugar a dudas. Y gocé mucho más.

jueves, 18 de noviembre de 2021

YO QUIERO PONERME EN CUCLILLAS

Porque en esa postura la gente trabaja. Las mujeres en cuclillas lavan enormes tinas de ropa a la orilla del río. Así se inclinan sobre las ollas humeantes en la tushpa mientras preparan un pango o un chilicano.

También en cuclillas los hombres permanecen, machete en mano, limpiando linderos. Y los chicos y chicas del grupo de jóvenes, cuando escriben con sus plumones en los papelotes durante la reunión del sábado, están en cuclillas.

Y no les duelen las rodillas, sino que, en esa postura, la gente ríe, bromea, chambea. En cambio, cuando yo era niño, en el colegio, el profesor de educación física nos castigaba a dar una vuelta completa a la pista en cuclillas, y eso te dejaba dolorido y reventado.

Me gustaría ser capaz de quedarme un buen rato en cuclillas, como los peruanos, los loretanos, los indígenas, la gente de acá.

Si pudiera, como ellos, estar bajo el sol de las dos de la tarde y que no se quemara mi blanca piel (mejor sería que fuera más oscurita, como la suya); o andar un rato por Indiana sin cansarme ni sudar a chorros; o cargar una bolsa de cemento o un paquete de jabón…

No pido la habilidad de los nativos, que pescan con arco y flechas, o trepan a una palmera de huasaí … únicamente caminar sobre las maderas húmedas del puerto sin peligro de caerme al río.

Ojalá no tuviera que usar carpa para dormir, porque los zancudos no me harían enfermar, ni zapatos con medias o botas de jebe, porque los ysangos no se me subirían para darme comezón. Me encantaría dormir al fresco y pisar el pasto con mis pies descalzos, como la gente.

O subir y bajar a un bote guardando el equilibrio y con agilidad, como hacen los lugareños de acá de mi misma edad y mucho más viejos. O mojarme tranquilamente bajo la lluvia sin temor a resfriarme.

Y ya puestos a pedir, no sé qué daría por hablar kichwa, ticuna u otra lengua originaria.

Las mujeres en el alto Napo paren en cuclillas. Tal es su potencia y su determinación.

Sí, quisiera ser fuerte como ellos, resistente, quisiera ser parte armoniosa de la selva. Ser… como ellos.

viernes, 12 de noviembre de 2021

RECLABEAR MENTE Y CORAZÓN: TALLER ES.PE.RE.

 
No estaba yo muy animado a participar en el taller de la Escuela de Perdón y Reconciliación, no. Porque: 1/La fecha era aparentemente inoportuna, justo al volver de las vacaciones; 2/ llego y hay muchas cosas pendientes, etc.; y 3/ no tenía muchas ganas, francamente. Pero como el lugar era Indiana… no fui capaz de decir que no.

“Yo no me he ido al taller, el taller ha venido a mí; si no fuera acá no participaría”, con esta andanada de sinceridad me expresé en el momento inicial de presentarse y compartir motivaciones con el resto del grupo. Somos en total 19 entre misioneros, trabajadores de la oficina de Punchana y profesores del colegio de Santa Clotilde. Es una iniciativa financiada por el proyecto de Misereor y que ya se realizó en El Estrecho en el mes de julio con éxito. “Anótate -me aconsejó Anna– que te vas a alegrar”.

Ahora que estamos a punto de terminar los ¡seis días! de reflexión, dinámica, aprendizaje, comunicación, profundización y descubrimiento, puedo decir en honor a la verdad que me ha encantado. No solamente no estoy cansado, sino que durante estas jornadas mi cuerpo se ha relajado, mi mente se ha despejado, mi ritmo se ha acompasado y mi sonrisa se ha cincelado con firmeza y suavidad. Tan sorprendente como natural.

En la web institucional de la Fundación para la Reconciliación leemos que “Las Escuelas de Perdón y Reconciliación (ESPERE) son un proceso pedagógico vivencial y lúdico, para sanar las heridas, transformar la memoria ingrata, generar prácticas restaurativas y brindar herramientas para recuperar la confianza. (…)Es un curso interactivo constituido por 12 módulos de trabajo: 6 de perdón y 6 de reconciliación. Cada módulo tiene una duración aproximada de 4 horas.  Actualmente se desarrolla en 19 países y ha trabajado con más de 2.200.000 personas”.

Se trata de “soltar” la carga emocional, la rabia que siento contra alguien que me hizo daño, socavó mi autoestima, traicionó mi confianza… y tiempo después (a veces años) me sigue haciendo sufrir inútilmente mientras que mi agresor ni se entera. Mirando a esa persona con otros ojos, tratando de comprenderla en sus circunstancias (no de justificarla), decido perdonar, rompo esas cadenas y limpio el dolor. Para ello no hace falta ir a decirle nada a él o a ella, es un proceso personal de recablear mi mente y mi corazón, ya que “el perdón no cambia mi pasado, pero sí mi futuro”. Magnífico.

La metodología pivota sobre el juego, el diálogo en los grupinhos (pequeños equipos de tres), la expresión corporal, el dibujo, la sorpresa, la risa… Cada bloque termina con un “ritual”, una acción simbólica en la que manifestamos a qué nos comprometemos en línea con lo que hemos trabajado; a cada intervención el grupo responde con “¡así sea!”. Es divertido, emocionante, sugerente, llega a las fibras más sensibles y despabila nuestra humanidad con chispa, eficacia y un toque de ternura.

Bastantes cosas de las que se han dicho ya las conocía, así o con otra formulación; muchas han corroborado intuiciones que hace tiempo tengo, que me he aplicado e incluso he enseñado. Hay algo que en el último tiempo, al hilo de la mecánica cuántica, que me vuelve una y otra vez: ser cocreador de mi realidad. Y las herramientas para esa generación de felicidad son el silencio, la meditación… y la compasión. Es decir, captar, sentir y vivir que todo está conectado, estoy unido íntimamente a cada ser y formo parte de un Todo.

El taller concluye dentro de un rato. Me siento sereno, centrado y preparado para afrontar esta parte final del año sin que me desborden el trabajo o la avalancha de responsabilidades. Cuidando de mí, aprendiendo a distribuir y delegar tareas, con asertividad y concediéndome el descanso necesario

¡Así sea!

viernes, 5 de noviembre de 2021

MORIR EN LA MISIÓN


Estoy seguro de que si Emilia hubiera podido elegir las circunstancias de su muerte, habría escogido justo lo que ocurrió: falleció en la misión, es decir, todavía útil y trabajando, y de manera rápida, sin dar castigo ni ocasionar a nadie molestias por tener que asistirla. Quizás hasta habláramos de ello alguna vez. Pero eso no nos ahorra ni una sola lágrima a quienes tuvimos la fortuna de conocerla.

Conocerla, y vivir y misionar con ella, porque Emilia y yo estuvimos juntos en el equipo de Islandia los tres años que pasé allí. Precisamente escribo esto a bordo del ferry, durante mi viaje de regreso de Santa Rosa e Islandia, donde esta semana he acompañado la fiesta del Señor de los Milagros y celebrado la Confirmación respectivamente. Ha sido una visita extraña y triste, con noticias confusas acerca de las dificultades para dar sepultura al cuerpo de Emilia en Ecuador, donde vivía, problemas que han continuado hasta hoy 5 de noviembre, cuando finalmente ha sido enterrada casi dos semanas después.

De modo que Emilia ya reposa, y sus restos forman parte para siempre de la tierra ecuatoriana de Roca Fuerte, Vicariato de Esmeraldas, junto al mar. No podía ser de otra manera, porque ella fue una misionera de raza, de pura sangre, y ha entregado su vida hasta el último aliento donde Diosito la quiso enviar, en su misión, junto a los más humildes.

Nuestra querida casa de Islandia estaba estos días como transida de su presencia. Mi gata Chacha, que luego fue de Emilia, pasó el sábado 23 muy inquieta, extrañamente nerviosa, acaso sintiendo en la distancia el adiós de su dueña, que aconteció aquella tarde. La gente de la comunidad no quería creer la noticia, menos de un año después de darle las gracias y despedirla rumbo a su próximo destino (Ver "El deseo de lo ya vivido" - 3 de noviembre de 2020). La hemos recordado y hemos orado por ella como si transitáramos por una fea pesadilla.

Y hemos contado anécdotas con la voz ronca por la emoción. Recuerdo uno de las primeros recorridos por el Yavarí, en Dos de Mayo, una comunidad donde el salto del bote a tierra es medio complicadito por el desnivel y el barro; cuando Emilia, que tenía en aquel momento casi 70 años, intentó asir la mano que yo le tendía, resbaló y se cayó al río de pie, toda vertical y con su mano en alto, así que, en un movimiento reflejo, la agarré y la jalé rapidísimo hacia arriba para sacarla del agua. Salió mojada hasta la cintura y riendo.

Ella jugó un precioso papel en aquella comunidad religiosa intercongregacional naciente y en aquel equipo insólitamente variado que ellas formaban conmigo: era la serenidad, el ancla, la voz de la experiencia, la ponderación, el consejo oportuno, la sensatez. Cuántas veces, con una seña, me invitaba a salir a dar un paseo para conversar sobre algún asunto, ponerme sobre aviso o sugerirme, siempre con delicadeza, sabiduría y una paciencia adornada de sentido del humor genuinamente misionera.

Siempre me dio mucha seguridad en mis primeros pasos en la selva, y de ella aprendí cada día. Porque, a pesar de su edad y sus limitaciones físicas, era una cátedra viviente de vida misionera, de entusiasmo, de mística, de generosidad y de amor. Emilia siempre quería salir a las comunidades, hasta que debió modular su ritmo porque sus fuerzas le fallaban; incluso se empeñó en llegar hasta el lugar más lejano y más pobre, Nueva Esperanza en el remoto Mirim, un viaje inolvidable que tuve el privilegio de compartir con ella.

Jamás escuché a Emilia quejarse o rezongar, ya hubiera lluvia, zancudos, pan con pan para cenar, calor, ruido tremendo de los israelitas o tos seca. Reclamaba, como todos, pero lo soportaba con deportividad y nada le impidió realizar su misión, a su manera y siempre a manos llenas. Y sé yo que le gustaban mucho las galletas, como a mí.

A veces comentamos eso tan romántico de permanecer hasta el último día en la misión, y cómo los misioneros mayorcitos plantean el reto de atenderlos con eficacia y cariño cuando son ya dependientes. Se me ocurre ahora que morir con las botas puestas, en la brecha, es un honor reservado a los mejores, un premio con el que Dios distingue a los misioneros de pura cepa. Querida Emilia, tú sin duda, lo has merecido.

Descansa ahora en la eternidad y por favor cuídanos.