jueves, 31 de diciembre de 2020

NAVIDAD EN EL PUTUMAYO

 
- Vamos a avisar a la gente de que ustedes han llegado, para poder empezar – dijo don Rodolfo. Y se dirigió al manguaré que estaba en la entrada de la maloka… ¡y se puso a tocarlo! He visto otras veces estos instrumentos indígenas tradicionales (en Indiana tenemos uno), pero siempre como mera decoración o en museos etnográficos. La llamada se me quedó en la retina, como otras muchas imágenes, sonidos y sabores de estos días de visita al Estrecho, capital del Putumayo.
 
El toque del manguaré retumbaba el día de Nochebuena en Sabaloyacu, una pequeña comunidad Murui a apenas una hora río abajo, en el lado colombiano, a la que fuimos en el bote de la parroquia, tan grande que parece el Titanic. Se reunió la gente de allí y los de Nuevo Horizonte, pueblito de enfrente en la orilla peruana. Mientras los vecinos van acudiendo, los niños rezan el último día de la novena de Navidad, un jirón bien añejo de religiosidad popular colombiana, intercalando villancicos:
 
Tutaina tuturumá
Tutaina tuturumaina…
 
Se trata de celebrar la Eucaristía y de compartir almuerzo y chocolatada. Las grandes ollas humeantes de rico sancocho son la gramática de la hospitalidad y el agradecimiento por la visita, aunque solo viendo las caras de los niños al recibir sus juguetes yo ya me sentí muy bien recompensado. La maloka está repleta de sonrisas, carcajadas y melodías que nos hacen bailar, aunque con una mijita de moderación, habida cuenta la persistente amenaza del virus.

El mantel con las vacas y la estola-fular (porque se me olvidó...), dignos de verse

En El Estrecho también hubo novena, y por supuesto chocolate y juegos, por barrios, para evitar aglomeraciones. Es uno de los puestos de misión más antiguos del Vicariato, que ya conocí cuando llegué, hace algo menos de cuatro años (ver “En el corazón de la selva” – 2 de marzo de 2017). Mi compañero de aquel viaje, Reinaldo Nann, fue enviado poco después a trabajar acá, y yo a Islandia; los del Estrecho estaban contentísimos porque por fin tenían párroco después de bastantes años, pero la alegría apenas les duró tres meses, porque a Reinaldo lo nombraron obispo y tuvo que marcharse. Vaya piña*.
 
La ausencia prolongada del sacerdote ha tenido en este lugar un efecto benéfico, ha propiciado que los laicos den un paso adelante para asumir tareas y responsabilidades. Durante décadas les han estimulado y acompañado las Misioneras Parroquiales, fundadoras de la misión, convencidas de que la Iglesia con rostro amazónico es decididamente laical. De hecho, las celebraciones del domingo las presiden por turno tres ministros seglares locales, y uno de ellos, el señor Félix Sosa, es el responsable de la parroquia desde hace dos años, nombrado por el obispo.
 
Rosita cantando con su hija
Dana en brazos, desmadejá
No está solo. Tiene a un equipo de gente encantadora, con quien he compartido estos días muy buenos ratos: Jorge, Lesly, Florentina, Javier, Rosita (¿se puede cantar y animar el canto con tu hija de tres años dormida en brazos? Se puede), Judith, Yaris, Shirley… además de las hermanas MP Roxana e Isabel, y de Bea, misionera laica polaca que es un puntal en el Putumayo desde hace varios años. Laicos con cualidades, entusiasmo y potencial, muy capaces de sacar adelante su parroquia. En la reunión estuvimos evaluando este año que termina, tan extraño y doloroso, y pensando líneas de trabajo cara al 2021, y salieron cosas muy interesantes: mayor coordinación en el equipo, trabajo con los animadores, visitas más seguidas a las comunidades… De todo el territorio vicarial quizá sea este el puesto misionero más extenso, una enormidad río arriba y río abajo, y por eso tienen el Titanic, un barco donde hay camas, baño, cocina, sala de reunión… todo equipado para recorridos de un mes.
 
Como es habitual, reclamaron cuándo van a tener un cura. “Ustedes no tanto lo necesitan, según he visto”- les dije para fastidiarles, medio en broma medio en serio. Y añadí: “haremos todo lo posible para enviárselo”; y es cierto, pero siempre teniendo en cuenta que la parroquia tiene un proceso, y que quien venga (le agradecemos con el alma su generosidad) está invitado con cariño a formar parte de él, aportando su propio carisma y estimulando la corresponsabilidad y el compromiso cada vez mayores de los laicos.
 
Un paseo por el mercado dominical Murui de Maraidikay donde probamos la kawana y el kasabe, y la celebración del cumpleaños de Chana pusieron el broche de oro a unos días ajetreados (misas, bautismo, reuniones, conversas, encuentros…), enjundiosos y a la vez serenos gracias al silencio del celular, amordazado sin señal 2G ni internet. El soplado de velas de la torta se me antojó el penúltimo festejo de este maldito 2020, que a las horas que publico esto, ya de regreso en Indiana, debe estar acabando por fin. ¡Feliz año nuevo!
 
* “Piña” en lenguaje coloquial significa “mala suerte”.

El equipo parroquial


sábado, 26 de diciembre de 2020

PRESENTAR & CONFIRMAR

Acabo de llegar de un viaje por cuatro puestos de misión en seis días, un periplo que me ha dejado satisfecho y cansadito a partes iguales. Se trataba de administrar la Confirmación a algunas personas que quedaron pendientes del año pasado (puesto que este pandémico 2020 no hubo catequesis) y también de acompañar a dos nuevos párrocos en el comienzo de su servicio. Una experiencia verdaderamente espléndida.

Primero, Yanashi. Allí siempre está todo preparado con esmero. Llegué a las 2 de la tarde y a las 4 tenía cita para la confesión de los confirmandos. Como otras muchas veces, escuchar a los jóvenes fue como sentarme debajo de una catarata de lecciones vitales. Asistir al despegue de vidas palpitantes de expectativas, de fuerza y de futuro. El Espíritu viene como a colmar esa potencialidad, a iluminar esa promesa. Y yo me encuentro en medio de esa donación. Es una sensación única.

De ahí, un viaje de dos horas en canoa sin techo con un motor fuera borda de 15  bajo la warmi lluvia* del Amazonas hasta Pevas. Se trataba de compartir un día de retiro con las religiosas, y como es algo que me encanta, disfruté y me maravillé de lo que Dios es y hace en mis compañeros, los misioneros del Vicariato, y en este caso en ellas. En la madrugada, sin pausa, agarramos la hermana Rosalba y yo el ponguero “Haydee” rumbo a San Pablo; una travesía de miércoles torturados por una atronadora música de kumbia y luces deslumbrantes que no me dejaron pegar ojo.

No me había detenido en San Pablo en la gira del mes pasado, de modo que llegué un día antes de la presentación del nuevo párroco y así pude convivir un poco con la comunidad EMJ y ayudarlas en algunos asuntos de terrenos, que siempre son desabridos. Recibimos con pancarta y guitarra al amanecer del día siguiente al p. Romel García, de la diócesis de Chimbote, que ha venido por dos años para ayudarnos. Pasamos la jornada juntos, conversamos, nos reunimos con el consejo de pastoral… Un hombre humilde y servidor, quechuahablante, cura en la sierra durante seis años; una buena madera para que la misión te modele y Diosito saque lo mejor de ti en forma de don a la gente.

Comienza la misa y se lee el nombramiento, como hicieron conmigo tantas veces. Me siento un poco extraño en el papel contrario, ahora soy yo el que, en nombre del obispo, presenta y entrega al nuevo pastor a la comunidad, que “toma posesión” de él desde ese momento. Les digo que Diosito les ha querido mucho y les ha bendecido con este gran regalo; qué lindo es dar buenas noticias, la autoridad es un símbolo eficaz para insuflar ánimos, para avalar, para unificar. Hoy me toca a mí y mañana le tocará a otro, lo importante es que la Iglesia acredita que Dios llama y envía, que desea y dispone la misión a su manera, en sus tiempos y con quienes Él prefiere.

Un rato más tarde, esa misma noche, esperamos el ferry, que va surcando con apreciable retraso. Unas quince horas después arribo en Indiana, apenas una escala fugaz camino de Orellana, en la boca del Napo. El p. Cristian Terán es misionero claretiano, natural de Bolivia, joven sacerdote que ha aceptado el reto de ese puesto de misión, durante los ocho últimos años sin misioneros. La iglesia está repleta, no sé si las mascarillas sirven de mucho, el coro se supera, el ambiente es vibrante, hay entusiasmo y palmas.

Pido a la comunidad que cuide a su nuevo párroco, que le acompañe, que le ayude a acostumbrarse a esta realidad, “es chibolo, no conoce el suri, el aguaje o la carachupa”, resuenan las carcajadas. “No piensen que ahora que hay el cura podrán tirarse a la hamaca, es momento de comprometerse más, porque la misión es una tarea que el Señor nos da a todos por igual, y la realizamos juntos, como un cuerpo”.

Me encanta que este grupo de mujeres bravas y chamberas, capitaneadas por Mariana, han logrado invitar a toditos los asistentes a arroz con pollo. A esas alturas de la noche pienso que ya casi he aprendido a manejar este tipo de ceremonias. Es una parte de mi servicio bien agradable y preveo que me quedan dos o tres más este año. Jamás me imaginé algo semejante.

* Warmi es mujer. En kichua. La lluvia puede ser hombre (violenta, ruidosa y breve) o mujer: fina, silenciosa y persistente, no para hasta que te empapa, y aún sigue…

sábado, 19 de diciembre de 2020

LA PERLA DEL HUALLAGA

Hace tiempo que tenía ganas de ir a Yurimaguas, mi compañero Vicente Venega me invita siempre, e incluso recuerdo que estuve a punto de escaparme en carro desde Mendoza, pero algo se cruzó en la agenda. Esta vez se trataba de representar al Vicariato en la ordenación de su nuevo obispo, de modo que no podía fallar y realmente el viaje mereció la pena.

Porque oyes, ¡qué bonito es Yurimaguas! Está emplazada en una confluencia de ríos: el majestuoso Huallaga, el Paranapura y el Shanusi. El clima me ha parecido más fresquito que en mi zona, pero tal vez habrá coincidido nomá. Una ciudad grande y genuinamente amazónica, coqueta en el centro y rodeada de invasiones que desvelan la pobreza sin pudor. En una de ellas vive Vicente, que hizo la opción de irse a la periferia, a vivir con y como los más humildes. Me vino bien ir a visitar su casa y su capilla después de la ceremonia para pisar tierra, y nunca mejor dicho.

Con tantos obispos (diez u once), esa preciosa catedral repleta, los diáconos achuar con sus vistosas tawasas (coronas de plumas), como cincuenta sacerdotes, religiosas… al comenzar la celebración tuve un sentimiento de poderío eclesial: “no somos tan pocos ni tan débiles”. Nunca había estado yo en una ordenación episcopal, y me sorprendieron varias cosas. Realmente los símbolos (la mitra, el anillo, la cruz pectoral, el báculo) son tan poderosos que merecería la pena estudiar desde un punto de vista antropológico la impresión que causan en la gente.

Pero lo que más me impactó del rito fue el momento en que al candidato le colocan el Evangelio abierto encima de su cabeza. Me agarró desprevenido semejante hermosura litúrgica: que la Palabra, la vida del Señor, penetre completamente en ti, te impregne de cabeza a pies, que entre por tus oídos y tu mente,  llegue a tu corazón y colme tus entrañas hasta conmoverte y transformarte según el Buen Pastor. Me encantó y así se lo deseo a Mons. Jesús María Aristín*.

Comparar es inevitable, y caminar por Yurimaguas me hizo pensar que nuestro vicariato no tiene “centro”, nuestra sede no está en una ciudad grande como la Perla del Huallaga, donde viven y trabajan muchos misioneros que se encuentran a menudo, donde hay propiedades que se pueden alquilar para ayudar económicamente a la misión. Nosotros tenemos las oficinas en Iquitos, fuera de nuestro territorio, allí solo vamos puntualmente para gestiones y tareas imprescindibles, cada cual está en su lugar, casi siempre lejos; nuestra sede está en Indiana, una chacra donde los terrenos no nos rinden y más bien sufrimos para defenderlos de las invasiones.

Claro que son las únicas que contamos, nada que ver como el barrio donde vive Vicente, de calles sin empistar y electricidad recién puesta, con los fantasmas muy reales de la droga y la marginalidad rondando a diario. Tampoco en nuestro territorio hay cárcel como la de Yurimaguas, donde él trabaja desde hace años. “Con la pandemia, como no hay visitas a los presos, tengo más trabajo” – me dice. “Me paso la vida sacando dinero del banco para llevarles, y otras cosas también”.

Además de palpar el día a día de Vicente y de convivir con los achuar y los salesianos que trabajan con ellos, he podido conocer al cardenal Pedro Barreto, que era el ministro ordenante. Me ha parecido un hombre apasionado por la Amazonía, accesible y sencillo; hubo ocasión de conversar un buen rato y hasta de compartir una partida de mus con el flamante obispo y los de Chota y Chachapoyas. Esta vez me tocó ganar, y además por tres a cero (queda pendiente la revancha).

En fin, unos días diferentes y enriquecedores, que me sirvieron para aprender y comprometerme más con esta Iglesia con rostro amazónico que tratamos de ir modelando entre todos. También me dio tiempo a tomar helados y a descansar, que no viene mal.

* Beatriz García escribe una bella crónica en la página del CAAAP, aquí.

sábado, 12 de diciembre de 2020

ANIMADORES, CATEQUISTAS Y BUFEOS COLORAOS


Después de toda la pandemia sin ningún tipo de reuniones vicariales ni parroquiales, ya teníamos ganas. Y antes de que acabara el año queríamos vernos con los catequistas y animadores para ir reactivando las cosas (no sé si habremos quebrantado alguna norma de seguridad 😬). Ellos también lo agarraron a deseo, me pareció.
 
Tenemos un problema de relevo generacional en los animadores, que son los líderes de las comunidades cristianas. Cada vez hay menos, y los que quedan son mayorcitos; año tras año repetimos los mismos, sin que podamos hacer nuevos fichajes. Las causas que se ventilan son varias: “la gente joven no se quiere comprometer”, “la sociedad cada vez cree menos”, y otros lugares comunes. Pienso que tiene más que ver con la frecuencia de las visitas de los misioneros, y también con la precariedad económica del Vicariato: en los años 80 y 90, época del boom de este modelo pastoral, los animadores recibían su bote, su motorcito…
 
Lo positivo es que ahí siguen como cedros los supervivientes. En Indiana se arma el encuentro junto con los catequistas, que son chivolos, a menudo niños, que están dando sus primeros pasos en asumir algunas tareas en las comunidades. Esa es una línea de trabajo: contar con ellos, meterlos en el saco, darles responsabilidades en la celebración del domingo, en la formación de críos todavía más pequeños. Los chicos y chicas son sangre nueva que a los viejos rockeros les viene muy bien. Y además leen sin necesidad de lentes.
 
Superados los roches iniciales, el ambiente enseguida se relaja gracias a las bromas y las chapas de costumbre. Los pequeños y los grandes están muy acostumbrados a mezclarse, como en sus pueblos, y resulta fácil orar, trabajar, almorzar y celebrar juntos. Hay un habitual tema acerca de la Biblia, sobre cómo comentar la Palabra (“homilía”) en la reunión dominical; un taller enseña a elegir correctamente los cantos según el tiempo; hay una parte dedicada al cuestionario preparatorio del Plan Pastoral Misionero vicarial, que se está empezando a elaborar…
 
Pero el bloque central, al que dedicamos toda una mañana, trata de conectar las creencias y costumbres culturales tradicionales con las verdades y prácticas de la fe cristiana. Se van narrando mitos, como el del bufeo colorao que sale del río transformado en gringo, enamora a las muchachas, se las lleva y las embaraza o las desaparece; o la runamula, un animal mezcla de caballo y yegua en que se convierten los que transgreden prohibiciones sexuales (el tío con la sobrina, el esposo con la cuñada…); o hablamos del yacucheo, las habilidades del shamán o el silbido aterrador del tunchi.
 
“¿Creemos en esto?” – voy lanzando después de cada historia, y es una pregunta que está de más, porque todas las cabezas indefectiblemente asienten. Incluso hay quienes afirman que han visto con sus propios ojos al shapishico o al chullachaqui (versiones del diablo), a la boa o el bufeo (cuyos zapatos son carachamas y su reloj un cangrejo). Y es que, en palabras de don Herman, “todo está lleno de espíritus, la naturaleza y nosotros mismos”. ¿Acaso no es cierto? ¿O es que el Espíritu Santo no lo habita todo, comenzando por nuestros cuerpos (1 Cor 6, 19)?
 
Sí, esta también es nuestra fe. Fe que celebra la vida con el Señor en la comida eucarística, donde muy bien encaja el masato, símbolo de fiesta, acogida y comunidad en estas culturas. Fe que acude a los santos implorando remedio para las enfermedades, igualito que quienes requieren el soplado sanador del shamán. O que predica que Dios está en los más pequeños (Mt 25), y que lo que se le haga a ellos se recibirá multiplicado por cien, como en el cuento del viejo carachoso. Descubrimos que es fácil hilar las creencias ancestrales con el seguimiento de Jesús, creer a nuestra manera selvática, porque Dios está en la Amazonía desde siempre, mucho antes de que llegásemos los misioneros.
 
Al final del encuentro les digo que ellos son el rostro de Jesús en sus lugares, una enorme y hermosa suerte y responsabilidad. Me doy cuenta de que es un rostro plenamente amazónico, y así debe ser. Luego, en el programa de clausura, aparecen tortas para celebrar los cumpleaños atrasados de todos en este 2020. Salimos a hacernos fotos por grupos, cuatro meses por cada torta. Están buenazas, lo mismo que el chocolate. Me figuro que en la Tierra Sin Mal habrá todos los días para desayunar.

sábado, 5 de diciembre de 2020

LA VELADA


Estamos en Santa Cecilia, corazón de la quebrada Manatí, que conmemora su 99 aniversario y a la vez su fiesta patronal. De manera similar a como se hace en la sierra y en muchos lugares del Perú, la víspera da inicio a las actividades centrales del programa, y entre ellas las celebraciones religiosas. Es 21 de noviembre y los vecinos llevan varios días preparando masato en cantidad.

La cosa arranca con la compostura de la capilla. En la tarde se ubica el santo, en este caso Santa Cecilia, que es un cuadro de la patrona de la música tocando el piano, en una especie de templete que se adorna con guirnaldas, espumillón, flores, luces de Navidad (con las tradicionales y desesperantes chicharras) y por supuesto velas. Colocan también la única imagen que tienen, un híbrido entre la Inmaculada y la Virgen del Rosario.

Mientras los decoradores dan los últimos toques, las cocineras ya están en la trastienda acomodando sus grandes ollas, porque un elemento clave en esta fiesta, como en todas, es la comida. De hecho, “a los danzantes se les darán las mejores presas”, van pregonando los organizadores como eslogan o publi para animar a la participación.

Y sí, funciona; en estos lugares donde hay tantas iglesias y sectas sabemos que nunca encontraremos multitudes, pero se reúne un apreciable grupo de personas para la misa. Es “nuestra gente” más los invitados que viajaron para la ocasión, y por supuesto un montón de niños. Me siento muy a gusto y nos divertimos mientras comentamos el texto de las ovejas y las cabras, los de la derecha tienen que hacer “beeeee” y los de la izquierda “muuuuuuh”. Jaja.

Todo el rato estoy viendo, al fondo, cómo va llegando más público que se queda fuera de la capilla, un clásico universal también. Cuando acaba la misa, se retira el altar y las bancas se disponen contra las paredes dejando un gran espacio central para danzar. Me acerco al santo, prendo las velas y da comienzo el evento.

El p. Regan dice que “El acto ritual tradicional por excelencia en la región es la velada, especie de danza religiosa ante la imagen de un santo, que dura toda la noche hasta el amanecer. La danza es una oración, el baile es una actividad secular”*. Es algo espiritual, las personas se persignan antes de empezar a menearse, y lo mismo al final de cada pieza musical.

Tres pasos adelante y tres atrás con el pañuelo entre las manos (que nunca sé qué hacer con ellas), tal vez hasta yo sea capaz de eso, de modo que me animo y salgo; como veo que Daniela, la aspirante a Misionera de la Misericordia, es una experta, me pongo a su lado y la imito. Al principio el personal se muestra tímido, pero al rato se van lanzando y en torno a las 11 de la noche se ven filas de danzantes sincronizados al ritmo de las melodías ancestrales, interpretadas por los maestros contratados para la ocasión.

Son músicas largas y repetitivas: el Galllinacito, el Solterito… al compás del tambor, caja, maracas y quena (falta el violín). Se van intercalando con vasos de chicha, y más tarde café con pan, hasta que llegue el caldo de pollo resucitador de muertos ya en la madrugada. Le presto mi pañuelo a alguien y he de utilizar el purificador de la misa 😬. Hay un danzante que se empeña en sacar a las hermanas, y eso me hace mucha risa, todas mueven el esqueleto. Los niños me invitan a chicle y me llenan los brazos de calcomanías que me regresan a tiempos de la infancia.

Volando van pasando las horas. Se crea un  clima muy bonito. La orquesta hace un intermedio y es sustituida al toque por equipo con parlantes. Como es natural, se va uno cansando. “¿Cuánto dura esta canción, quince minutos?” – le pregunto a Dani. “¡Media hora!” – me contesta. Diosito. Miro por el rabillo del ojo que ya están sirviendo la sopa, pero no puedo ir a mi sitio porque la tonada no termina, dale que te dale. Entonces hay una pequeña pausa en la música y le digo a Dani: “¡Ahora!”, y me voy flechado a sentarme para recibir mi plato, escuchando las carcajadas de la concurrencia. Luego me preguntarán si quiero repetir; “pero poquito”, le digo a la seño, y me trae un plato más lleno con y con una presa más grande.

Al final, a la 1.30 de la noche, quedamos cuatro danzantes que pedimos la última, pero llegan los habituales borrachos y me voy a dormir. Tenemos que levantarnos a las 4:30 para regresar a casa, y veo que las religiosas se han acostado en el piso sobre las carpas sin desplegar. Me sonrío y hago lo mismo, no hay zancudos. Aunque, después de lo que he disfrutado, todo me da igual. ¡Viva Santa Cecilia!

* Regan, J., “Hacia la Tierra Sin Mal. La religión del pueblo en la Amazonía”, CAAAP-CETA Lima 20113, p. 259.