jueves, 31 de enero de 2019

CENTRO CATEQUÍSTICO


Querían sus responsables (y creo que siguen en eso) que participara yo las dos semanas que dura ese taller de formación de catequistas, pero me resistía. Primero porque enero es un mes bueno para salir a las comunidades ya que el río está crecido y se llega a muchos sitios; segundo porque me habían contado que los participantes eran muy chivolos. Pero Ana Mª me pidió entonces darles un día de retiro, y ahí piqué.

Encontré a un grupo de 41 catequistas, o más bien proyectos de tales, porque la mayoría tienen entre 14 y 17 años. O sea, adolescentes y jóvenes con su bulla, su desparpajo, su energía desbordante… caí irremediablemente, claro. Y además me atreví a darles el Principio y Fundamento junto con una mezcla del segundo ejercicio de la primera semana y el Rey Temporal, todo cocinado y traducido a su universo (como he podido, ¿eh?). Toma ya.

Por si fuera poco, sugerí estar la jornada entera en silencio total. Dudamos de si serían capaces, lo dialogamos el día antes entre los asesores… y nos lanzamos. ¿Y qué creen? Efectivamente, nada se resiste a la capacidad de los jóvenes de cualquier cultura. En la tarde había algunos ya un poco cansados, pero en general fue impresionante.

Dar el retiro ha sido anunciarles a Jesús, separar un tiempo exclusivo para tratar de provocar su encuentro con Él… no sé si hay una faceta más primorosa de la misión, una tarea más completa. Proponer ideas, elementos, textos, imágenes, pautas… que les ayudaran a sentir y gustar el abrazo de Diosito lindo, qué maravilla. Me conmoví mirándolos sumergidos en el sosiego y la soledad, y me experimenté como un padre aún más que otras veces. Por la edad (cada vez son más pequeños…), por el recorrido y sobre todo por el cariño que sentía por ellos sin conocerlos. Puedo vislumbrar su potencial envuelto en sus cuerpos y mentes todavía inmaduros, pero una fuerza preciosa y vibrante.

Cuando terminaban un ejercicio escribían un tuit, una especie de destilado en pocas palabras de lo que habían vivido, y la maloka se fue sembrando de frases como jirones de vida y de fe, a su estilo y con su lenguaje. Eran ecos de los puntos ofrecidos, las claves ignacianas tan queridas, estudiadas, profundizadas y entregadas por mí, que se me devolvían impregnadas de espíritu joven y amazónico, tuneadas y recargadas, directas a enriquecer mi “conocimiento interno”.

Y luego están las conversaciones con unos y otros, la necesidad tan grande de abrirse, de sentirse acompañados, de crecer, de afrontar los retos y las palizadas que el río de la vida arrastra. Qué privilegio escuchar y poder hacer de espejo, para que la persona se contemple con más claridad, como otras veces han hecho conmigo.

Al regresar a mi misión habitual, que no pasa de la presencia, el silencio y el anonimato, noto que me han hecho bien esos días en Indiana. Disponer de un auditorio ante el que ejercer descaradamente de evangelizador resulta refrescante. En la evaluación los chicos ya me contrataron para retiro del año próximo, ya se verá. El problema es que si los jefes vuelven a intentar ficharme como fijo y ya no eventual, no sé a qué argumentos acudiré para rehusar.

viernes, 25 de enero de 2019

ZONA ROJA


Estábamos en el Yavarí medio, en casa de un animador. Normalmente a las 5 de la mañana, cuando sale el sol, la gente se pone en marcha y no hay más remedio que levantarse. Tres de sus hijos pequeños –entre 6 y 11 años- ya salían a esas horas “a trabajar”, nos dijeron. ¿¿¿A trabajar😮❓❓❓
- ¿Y en qué? - preguntamos
- Pues cosechando coca.

Sabemos que en toda esta frontera mucha gente sobrevive gracias a esa droga, todo el mundo lo sabe, pero es algo de lo que no se habla. Es un secreto a voces que se omite deliberadamente en las conversaciones o se nombra entre dientes o en voz baja, y con eufemismos como “cultivo ilegal”, igual que al referirse al cáncer. Los “compradores” (es decir, los narcos) pagan a un real (0,24 ) el kilo de hoja de coca; hacen falta entre 100 y 150 kilos de hojas (que suponen más de 6000 plantas) para generar 1 kilo de pasta básica de coca (pbc) que luego se lleva a Manaos o a Bogotá y se vende a 3.000 reales (705 €) el kilo. Esa pasta se refina para obtener colhidrato de cocaína (lo que se esnifa) que se paga a más de 30.000 € el kilo en Europa.

¿Echamos cuentas? 30 € de hojas se transforman en 30.000 € de ganancia, restando los gastos en productos químicos, transporte, personal, armas…. El primer tratamiento mecánico y con disolventes para extraer el alcaloide se hace en laboratorios salvajes en medio de la selva. Hace poco, en otra comunidad, una de mis compañeras, al ir al baño, vio con sus propios ojos la olla gigante donde se procesaba la hoja, los primeros bloques de pcb recién salidos colocados sobre un plástico y dos tipos custodiando el bodegón con sendas metralletas. Yo me lo perdí, cosas de ser estreñido.


Un negociazo para los narcos, y para los campesinos apenas un modo de salir adelante y alimentar a sus familias en esta zona de extrema pobreza. De hecho aquel era día de pago; el pueblo había triplicado su población durante una semana, muchos jóvenes durmiendo en la escuela o donde se podía. Saludamos a varios indígenas que conocemos de otras comunidades cercanas, llegados para ganar un poco de plata juntando hojitas. En todo ese cuadro hicimos la celebración de la Palabra con su catequesis de Bautismo, qué te parece.

En otro lugar, algo más arriba, paseábamos en medio de un sembrado cuando alguien preguntó a nuestros acompañantes (el apu y la madre líder de una comunidad nativa) qué plantas eran ésas… Silencio. De nuevo: “¿Qué arbusto es?” – Silencio. Le hacíamos señas para que no insistiera, hasta que la mujer dijo con un hilo de voz: “Coca”. Todo el Yavarí y el Bajo Amazonas son una “zona roja”, área de sembríos ilícitos. Las autoridades lo saben porque fotografían las chacras de coca desde el aire, y cada cuatro o cinco años hacen una campaña de erradicación: llega el ejército y arranca las matas.

Con algunos que va habiendo algo más de confianza casi se puede tocar el asunto de frente. Te dicen que el gobierno arrasa las plantas pero no da ninguna alternativa: otros cultivos, proyectos agrícolas o ganaderos beneficiosos, subvenciones… Viven en un confín, aislados, sin tener adónde sacar sus productos, alejados, justo donde los narcos pueden esconderse y campar a sus anchas. Saben que la droga trae su cortejo de violencia, asaltos y muerte, pero “no queda de otra padre, y más si queremos educar a nuestros hijos y que estudien y sean algo en la vida”.

¿Qué hacer ante esto? ¿Ir por ahí lanzándole sermones a la gente, “esa cochinada mata a distancia, cultivarla es inmoral, etc.”? Sí, podría ser. Toditos en pecado mortal. O tal vez la policía debería detener a toda la población… Es fácil decirlo pero hay que ponerse en el pellejo de estas gentes abandonadas, sin agua potable ni luz. La solución pasa por apostar fuerte por el desarrollo de la región y perseguir a los narcos para acabar con la impunidad. Pero eso supone decisiones políticas y económicas  cero rentables en un territorio insignificante demográfica y electoralmente hablando. Como si la Administración se hubiera anestesiado con un bocado de pbc para volverse como los tres monos: no ver – no escuchar – no hablar.


viernes, 18 de enero de 2019

BOTIQUÍN COMUNAL "SANTA ANA"


Conocí en el encuentro de pueblos indígenas del Yavarí al apu de Pobre Alegre, una comunidad mayoritariamente israelita adonde habíamos bajado del bote apenas una vez, y me invitó a visitarles. Cuando a las pocas semanas fui, me pidieron apoyo para conseguir su botiquín comunal. “Nosotros no tenemos plata para eso – les dije – pero sí podemos buscarla en España, tal vez haya gente que quiera compartir”. Mientras lo decía, sabía que mi pueblo Valle de Santa Ana no me iba a fallar.

El botiquín es una buena iniciativa que permite lograr varios objetivos a la vez. El primero y más importante es que la gente cuente con los medicamentos básicos para tratar las dolencias más comunes: antiinflamatorios, tópico, antipiréticos, antibióticos… En estos lugares no hay medicinas ni forma de conseguirlas, así que es un alivio tener adónde llevar a los niños que enferman o a quién recurrir con una diarrea o un tobillo torcido. El Papa en Puerto Maldonado dijo: “Todos los esfuerzos que hagamos por mejorar la vida de los pueblos amazónicos serán siempre pocos”.

Por otra parte, el botiquín supone un proceso comunitario que lleva un tiempito. Los remedios no se dan empíricamente, sino que tiene que haber en el pueblo uno o dos promotores de salud con formación para prescribir el tratamiento indicado según el caso (si no hay promotores el primer paso es nombrarlos y que se capaciten). Además, la Asamblea comunal tiene que elegir la junta directiva del botiquín, que será el grupo responsable de su gestión junto con los promotores. Por último, se necesita crear las normas del botiquín, para asegurar que éste será autosostenible económicamente.

Esa fue la condición; en las reuniones de preparación tanto en Pobre alegre como en San Sebastián les expliqué que no se les regala el botiquín así nomás, que eso es pan para hoy y hambre para mañana. Se ha de acordar en Asamblea que cada vez que un vecino recibe un medicamento, tiene que aportar una contribución mínima para que, con lo que se va recaudando, se vayan reponiendo las medicinas, de manera que nunca falten. Hemos insistido mucho en que no se trata de “vender”, sino de tomar conciencia de que el botiquín pertenece a toda la comunidad y todos han de sentirse responsables, ser unidos y colaborar para que sea sostenible, puesto que la salud es tarea de todos. Deben ser muy serios, no fiar jamás y ver venir de lejos a los vivos que dicen: “ñañito, mañana te pago” (aquí las carcajadas retumbaban).

El botiquín nos ayuda también a los misioneros a acercarnos a lugares en los que predominan sectas o religiones más refractarias a la Iglesia católica. De esta manera les decimos sin palabas que “no somos tan malos”, como tal vez les han contado desde niños, y más adelante nos seguirán recibiendo para que les acompañemos en otros temas como los derechos humanos, los derechos indígenas o la educación de los hijos. No se asusten, que no perseguimos convencer a nadie de nada.

Finalmente, el botiquín permite concretar la gratuidad de personas buenas y generosas, que desean echar una mano para mejorar en algo la vida de los más pobres. Como varias veces yo había repetido que la ayuda procede de Cáritas de Valle de Santa Ana, al final de la sesión en Pobre Alegre y en medio de un montón de agradecimientos, se levantó un hombre y propuso que el botiquín se llame “Botiquín comunal Santa Ana”. “No se me ocurriría un nombre mejor” – dije, y empecé a aplaudir el primero también por disimular la emoción que sentía.

Gracias a mi pueblo bello y entrañable, gigante en humanidad. Gracias de parte de esta gente de la selva, del Yavarí, humilde como mis Valles. Y gracias también por posibilitarme el privilegio de hacer de puente y asistir al milagro de la solidaridad.

viernes, 11 de enero de 2019

DISGUSTO QUIRÚRGICO GATUNO (LLEVÉ A MI GATA A OPERAR Y ME ARREPENTÍ)


Ya no queríamos ponerle más ampollas anticonceptivas porque eso a la larga causa tumores, pero claro, por más que le aconsejé que no se fuera con ese gato-enamorado que ronda por ahí, pues ella ni caso. Así que planteamos la solución final: esterilizarla. Ni en Islandia, ni siquiera en Benjamin ubicamos un veterinario, solo en Leticia, de modo que tras arreglar todo por whatsapp, Chacha y yo nos pusimos en marcha temprano en la mañanita. Ella en ayunas desde la noche antes.

En la canoa hasta Benjamin, un peque peque lento, los maullidos fueron un puro reproche. Sacando la cabeza de la bolsa de deportes donde la llevaba, la gata me miraba y me decía: “¿Pero esto qué es? ¿Dónde narices me llevas en medio de tanta agua?”. Luego, en el rápido hasta Tabatinga, eran chillidos de puro pánico a tal velocidad y con esos baches acuáticos que hacen brincar el bote. Siempre en medio de las risas de la gente cada vez que se veían sus orejas y bigotes asomar del bolso que yo llevaba debajo del ala.

Cuando llegué al sitio, que es una tienda de comida para mascotas, y vi la mesa de operaciones en el quirófano que está en la rebotica, ya me empecé a arrepentir. “¿Y en qué consiste la operación? - Le vamos a sacar todo; los ovarios y el útero” (arrepentimiento creciente). El doctor me explicó amablemente y le ayudé a sujetar a Chacha mientras le inyectaba la anestesia. A pesar de que por lo visto eso duele, ella no dijo ni mu, creo que paralizada por el miedo. No quería ver más y me marché prometiendo regresar unas tres horas más tarde.

Lo que encontré fue una acabada imagen de la desolación: Chacha en una jaula, acostada, su pelo húmedo y con una especie de bozal, un cono invertido colocado en la cabeza que la hacía parecer un perro fiero pero enano o una gata cosmonauta. Asu, qué estampa. Una manta mojá, dirían en Valencia. La acaricié, la cargué y no me enteré –estaba en shock- de la mitad de las instrucciones que el veterinario me dio sobre cómo curar la herida, darle antiinflamatorios, antibióticos y demás historias del postoperatorio. “Dentro de dos semanas vuelve a quitarle los puntos”. ¿¿Puntos??

Yo que pensaba que esto era algo rápido, como capar a los guarros en mi tierra, zas, se tarda más en decirlo que en hacerlo… pero no. Mientras caminaba por Leticia mi gata iba como desmayada, con la cabeza metida en un bolsillo interior del bolso, extrañamente inmóvil, las pupilas dilatadas, la boca firmemente cerrada… Me la llevé a hacer un encargo y aún tuvimos que esperar más de una hora en la plaza a que unos compañeros nos recogieran. Ahí empezó a espabilarse un poco y se sentía fatal, molesta, tratando de sacarse ese feo casco y moviéndose con dificultad. Incluso empezó a llover para completar el cuadro.

Por fin llegamos a casa de los Maristas, y allí pudo descansar un poco. Pobrecita, no sabía dónde ni cómo colocarse, ni en la cama, ni en un felpudo… Caminaba chueca lentamente de un lugar a otro, sin apenas maullar, desorientada y sin duda dolorida e incómoda. Animalito, qué mal rato pasó. Le dimos una cucharada de analgésico y por fin se metió en una cesta de plástico que a su vez estaba dentro de un armario, y en aquella oscuridad se relajó algo. Sus ojos despedían más súplica que rencor.

Todavía tuvimos que atravesar el Amazonas para recoger a otros compañeros que venían en ferry antes de volver a Islandia, qué paliza. Pero ahí pareció algo más entonada, volvió a dejarse ver y a observar todo sin casi intentar salir a pasear (un poco nomás) ni quejarse mucho. Es curiosa la conexión que podemos llegar a tener con los animales. Claramente sentía lo que ella sufría, y me pesaba no haberla llevado a casa de frente por hacer coincidir su cirugía con otras tareas. Le pedí perdón varias veces. Y noté su alivio cuando se encontró por fin en sus dominios, con sus sillas favoritas de dormir, rodeada por los ratones que no caza y la colcha de Emilia que le chifla.

Estos días le voy administrando sus medicinas y le hago sus curas con las correspondientes reclamaciones, y por supuesto también la engrío dándole carne, pan y cositas que a ella le encantan (como el panetón navideño). Cuando le duele gimotea y me mira con una pizca de resentimiento o reconvención que me hace risa y le vuelvo a pedir disculpas: “El día que toca quitarnos los puntos nos volvemos pa casa como las balas, te lo prometo”. Es increíble pero sí, quiero a mi gata; y ella a mí. Los dos lo sabemos. Tal vez, todavía medio adormilada en la consulta, reparó en una lágrima humana.

viernes, 4 de enero de 2019

CHOCOLATADA EPISODIO II


Después de la avalancha del año pasado, el desorden, la mojadina, la escasez de juguetes y las montoneras a Papá Noel, esta vez quería que la chocolatada saliera mejor para que los niños estuvieran más contentos. Y como la experiencia es un grado, la cosa resultó vacán salvo por algunos pequeños detalles que habrá que limar para el año.

Para empezar hubo mucha más ayuda. De mañanita seis o siete señoras estaban ya cocinando tres enormes ollas (más de 150 litros) de chocolate con todos sus aderezos: canela, clavo de olor, maizena, azúcar, limón… Los niños que veían los peroles se iban acercando a enterarse de la hora de comienzo (las 3 de la tarde), pero desde mucho antes se fue reuniendo un buen grupo debajo de la iglesia porque rápidamente se pasa la voz por el pueblo.

Estos días hay varias chocolatadas en Islandia. Es una costumbre muy peruana, un mecanismo de solidaridad vecinal que permite que muchos niños puedan tener regalos de Navidad. Descubro que, más que el chocolate o el tradicional panetón, lo que los niños desean son los juguetes. Esta actividad es lo más parecido a lo que son en España los Reyes Magos, pero dedicada a los críos más pobres, y por eso me gusta doblemente y la disfruto.

Logramos -más o menos- hacer una única fila para recibir el chocolate. De ahí pasaban a un costado para el panetón (teníamos como 600 de esos personales), y más allá, como en una cadena, a los juegos, en un lado los varoncitos y en otro las mujercitas. Antes de obtener su juguete, cada niño debía meter un dedo en un vasito de tinta llamada “violeta”, imborrable, para evitar que los vivos repitiesen. Miguel (el de la foto de arriba), por ejemplo, trató de pasar dos o tres veces, pero le pillaban más por famoso y trasto que por tener el dedo pintado. Y sí, el reparto se desarrolló con un cierto orden.


Muchos niños salían del panetón y se quedaban zombis, les decíamos adónde tenían que ir a por su muñeca o su carro, pero estaban como paralizados por la ansiedad en medio del alboroto. Varios descalzos, con el vaso de chocolate en la mano y todos muy solemnes. Los encargados les entregaban una sirena, un pony de colores, un camión, una cocinita, un kit de médico, un transformer, unas pinturitas o un avión y ellos recibían serios, sin decir una palabra. “¡Los que ya ganaron pasen para acá, que se van a hacer una foto con Papá Noel!” – y ahí ya reaccionaban y se apuntaban las sonrisas.

La mitad de los juguetes nos los han donado acá en Islandia, y la otra mitad los compré en Iquitos con las colaboraciones de algunas personas en España (ellos saben quiénes son) que me encargaron expresamente que su aportación se destinase a hacer a estos niños un poco más felices. La mamá de Miguel, que se llama Mariela y es discapacitada intelectual, a duras penas encuentra la comida de cada día con la ayuda de unos y otros. Ella, su hijo y muchos otros les agradecen su generosidad. Y yo también porque me encanta servir de cauce, y sin ustedes no se podría lograr, como casi todo en la misión.

De todas partes llegaron niños, muchísimos, hasta el punto de que, a pesar de que hemos repartido más de 450 juguetes, no fue suficiente. Es impagable contemplar las caras de satisfacción y sorpresa de los críos con su carro o su Barbie, y por tanto con la misma intensidad  o más se te clavan esos ojos de decepción cuando llegan y ya no hay… No quiero verlo más, así que el año próximo pienso reunir 700 juguetes. No pararé hasta que no consiga que haya para toditos los niños y sobre.