viernes, 30 de junio de 2023

FRÍO, RISAS, BAUTISMOS Y MASATO


Vamos surcando el río Putumayo en su último tramo peruano en el bote “Ruah Sumak Kawsay”, de la misión de Soplín Vargas. Levanto la vista y me nutro de esta bella soledad, la naturaleza casi virgen derramándose en ambas orillas, dos países -Perú y Colombia- conectados por 300 metros de agua y multitud de peligros emboscados, la muerte que siempre es parte cierta de la vida desbordante.

Son unas tres horas de navegación hasta Refugio, donde hoy pernoctaremos Fernando, el motorista Yako y yo. De modo que tengo tiempo de plasmar más impresiones, que en esta zona siempre me resultan contundentes. Ayer de madrugada estaba en Estrecho y subí en “la línea” colombiana hasta una comunidad llamada Espejo, donde Fernando me había indicado que me recogerían. “– Pero si llego a ese lugar y no les veo, ¿me bajo igual? – Sí “– me escribió. “- ¿Seguro…? – Sí”.

Ya pues. El deslizador me dejó en la orilla desierta, bajo una lluvia ligera y helada a causa del friaje que lleva dos días azotando la región. Un hombre se acercó, le pregunté si “ha pasado por acá el padre Fernando”, me miró con cara de no entender nada. Una inquietud merodeó por mi espina dorsal… ¿y si ocurrió algo y no vienen…? ¿Qué voy a hacer en este sitio perdido en medio de la selva, sin conocer a nadies y sin señal telefónica?

Jaime – que así se llama el vecino- me llevó a casa del animador, Wilmer. Él y su familia me recibieron con sonrisas y de frente me invitaron al primer cañonazo de aswa (masato) de la jornada, inequívoco gesto de acogida en la gramática kicwha. La media tarde transcurrió platicando y riendo, hasta que el ruido del motor anunció la llegada esperada. Abrazos, más charla, apretones de manos y rumbo a Urcomiraño. El frío arreciaba seriamente.

En Urco subimos a casa de Gilberto, su esposa y sus cuatro hijos. Acá se nota que hay confianza, los chistes aderezan la conversación, las risas dan la bienvenida a quienes van acudiendo, porque hay bautismos y en un abrir y cerrar de ojos la casa se llena; “alli tuta”, “samashu”, me impacta hallar acá a los kichwas del Napo, emigrados años atrás, lejos de su territorio ancestral, pero con su cultura intacta: su idioma, las elegantes faldas de las las warmis, sentadas en el suelo, su carácter suave, sus pies descalzos, su humildad.

Se ha hecho de noche y han prendido un motor, DNIs vienen y van para completar los datos, sobre el piso hay preparado un balde de agua, una vela y los óleos. La ceremonia me permite fijarme en Fernando en acción. Es un misionero ya experto, muy carismático, identificado con los indígenas, murui de adopción, militante del diálogo intercultural. En su manera no hay solemnidad, sí cercanía, constantes bromas y el interés por dirigirse a los participantes en sus códigos; intuyo que, hasta alcanzar esta noche, fueron necesarias muchas visitas, horas de escucha, paciencia y amor por estos pueblos.

No hay pollo, pero sí masato, por descontado, y así vamos tragando un par de pates mientras se van despidiendo. Estoy hecho mazamorra después de nueve horas en la “línea” y las aventuras de la tarde. Armamos carpas para irnos a dormir; pienso que, con este clima, no voy a tener suficiente con mi sábana, pero la señora me presta al toque una cobija, en la que me enrosco como esos pescados que asan envueltos en hoja de bijao, y caigo como una piedra (el masato ayuda).

Sí, es cierto que ayer no hubo cena (el almuerzo habían sido dos panes con queso), pero esta mañana, nada más abrir el ojo, nos han ofrecido un café hirviendo y a continuación un plato de sopa de fideos con presa que nos han resucitado y equipado frente al frío. Nos hemos despedido y hemos pasado a Peñas Blancas, en el lado colombiano, donde en casa de la animadora nos han plantado un segundo desayuno: carne de res con arroz y plátano sancochado, y de postre keke con cafesito. De ahí, una breve pasadita por Ipiranga, de nuevo en Perú, donde hemos interrumpido una reunión sobre el proyecto del cacao. Y nos han puesto otro café.

Y así. En el recorrido te olvidas del celular (¿dónde estará?), del baño, abandonas tus rutinas y mecanismos, reutilizas los calcetines y simplemente dejas que la gente te agradezca, con su lenguaje sencillo y veraz, que estés ahí, que hayas ido a visitarlos. Eso es todo. No es mucho, no hace falta que salves el mundo; pero es una pequeña maravilla que compensa riesgos e incomodidades y hace que todo concuerde.

viernes, 23 de junio de 2023

SANIDAD SALVAJE

 
Como parte de la visita al puesto de misión de Santa Clotilde, mis compañeros discurrieron que yo me uniera a una brigada del hospital en campaña en una comunidad, cerquita nomá, para aprender de primera mano cómo es la atención sanitaria en la periferia de la periferia. Y la experiencia no me decepcionó, no.
 
A las 7 de la mañana nos embarcamos obstetra, odontólogo, laboratorista, dos licenciadas en enfermería, la hermana Yanabel -enfermera y religiosa camila-, el motorista y un servidor. Porvernir está a menos de media hora de navegación con ese motor 40, así que nos plantamos allá tan rápido, que agarramos a los alumnos del colegio (hay secundaria) formados para cantar el himno nacional, como cada viernes antes de comenzar las clases.
 
Aunque nadies tenía noticia de nuestra llegada (ya se sabe que la comunicación en la selva es algo misterioso), en un periquete nos brindaron el salón comunal, se avisó a las autoridades y los profes organizaron a la numerosa concurrencia que enseguida se congregó, la mayoría niños, jóvenes y mamás. Un somero barriscón, y al tajo.
 
Enseguida me fijé en el dentista, cuyo desempeño me sobrecogió especialmente. Desplegó sobre una mesa un equipo muy básico (por llamarlo de alguna manera), y, a falta de sillón, disponía de una silla escolar para ocuparse de los niños y adolescentes. Revisaba caries, un diente mal ubicado, etc. Al no poder hacer curaciones (“empastes”), no quedaba otra que extraer. “Colócate detrás”, le decía cada vez el doctor a algún amigo de la víctima, y así ya tenía reposacabezas humano. La anestesia: simples ampollas de mera lidocaína. Esperar un ratito y después tenazas, fuerza bruta y habilidad para sacar el diente entero, porque si se rompe con media raíz dentro, ¿qué hacemos? No hay enjuague, ni desinfección, ni papá y mamá, ni nada. - “El siguiente… a ver… ¿te saco esa muela?” – “Sí. Me duele”. – “¿Seguro…? OK”. Yo no salía de mi asombro.


Mientras esto ocurría, las licenciadas en enfermería administraban vacunas; del protocolo habitual (polio, sarampión, rubeola, fiebre amarilla…) y también las de la COVID. Un poco más allá, frente a otro pupitre, hay una cola de personas con síntomas de fiebre los últimos días, y es preciso hacer descarte de malaria. El laboratorista comienza a sacar muestras de sangre para hacer la gota gruesa. Unos minutos más tarde, tiñe las placas con Giemsa (eosina y azul de metileno). Los adolescentes observan en silencio.
 
Pero hay un full de muchachos al fondo del salón que en este momento no están siendo pinchados, de modo que Yanabel los reúne y les da una charla acerca de la correcta alimentación; en nuestra región la desnutrición remonta por encima del 50%, es un problema enorme con múltiples consecuencias negativas, especialmente en los menores. Le ayudo y hablamos del lavado de manos, de las bondades de verduras y frutas y de la necesidad de desparasitarse cada cierto tiempo. Repartimos comprimidos de Mebendazol como si fueran chicles, y de hecho al tomarlos ríen diciendo que saben a fresa.

La vacunación prosigue lentamente, pero sin pausa. Una de las licenciadas avanza rellenando las hojas FUAS, Folio Único de Atención Sanitaria, un formulario que el profesional debe cumplimentar por cada servicio individual que realiza, sea el que sea. En Perú, el tremendo papeleo acogota a los sanitarios, incluso en zonas de selva profunda como esta.
 
La obstetra lleva un rato con mamás jóvenes y gestantes. La salud sexual y reproductiva es un gran desafío, especialmente en el mundo rural alejado. Yanabel se lleva aparte a un buen grupo de chicas para conversar sobre el tema; la mayoría, a pesar de no superar los 14 años, ya habrán mantenido relaciones sexuales y necesitan información para prevenir embarazos precoces y enfermedades concomitantes.


Una vez secas, el laboratorista estudia las muestras en el microscopio. Le advierto que van a ser negativas, porque para que el plasmodium aparezca, la extracción sanguínea debe realizarse en el pico de fiebre. En otro lado se pesan en la balanza entre bromas; hay gritos y llantos que provienen del rincón del dentista; regresan en tropel las adolescentes de la charla con la hermana; los pequeños del jardín llegan para que les pongan flúor en los dientes; los resultados de la gota gruesa son efectivamente todos negativos. Nos vamos despidiendo del director y los maestros que quedan por allí.
 
Casi es mediodía. Damos caramelos a todos, incluso a los niños que justo salen del flúor (…). En una casa nos han preparado sopa de gallo y fideos. Mastico y trago sorprendido por lo que he presenciado, pensando en el valor de estos profesionales, la precariedad de medios, el esfuerzo, la generosidad y la absoluta urgencia de llegar y ayudar. ¡Bravo!

jueves, 15 de junio de 2023

LA MADRE DE TODAS LAS VISITAS


Una semana entera. Una población de 3000 habitantes. Un hospital y 15 puestos de salud. Un colegio con todos los niveles educativos y más de 1000 alumnos. Un internado de 150 chicos y chicas. Una parroquia que atiende a más de 70 comunidades. Un equipo de 15 misioneros (casi la cuarta parte del total del Vicariato) con tres comunidades religiosas y laicos. Casi nada. Santa Clotilde es un mundo inagotable y fascinante.

Allí me presenté, dispuesto a afrontar el reto de cumplir la agenda que me habían armado: una catarata de reuniones, conversaciones, encuentros, celebraciones. Para que todos se sientan parte activa del Vicariato, para vivir que caminamos juntos con una misma inspiración, y acompañados, respaldados, valorados, cuidados.

COLEGIO: Todos los alumnos en el patio interior. Decoración gigante en el escenario: “bienvenido”. Discursos, saludos, un programa completo: danzas amazónicas, teatro, canción ofrecida por los maestros. Wow. Luego paso por la mayoría de los salones (no me dio tiempo a todos, eran demasiados) para decir hola y arrancar una sonrisa a unos y a otros, y no fue difícil.

Más tarde, con el equipo directivo, una sesión más técnica, revisando aspectos de la organización de la institución, de su problemática y su momento actual. Escucho, pero también doy sugerencias y pido algunos ajustes en la línea de trabajar más cada vez más articuladamente con la oficina de la ODEC, que es el brazo que tiene el Vicariato para apoyar la gestión educativa de nuestros cuatro colegios, uno de ellos este.

HOSPITAL: Momento de buenos días con todo el personal al comienzo de la jornada y recorrido por las instalaciones. La micro-red de salud Napo, igual que el colegio y el internado, la tenemos en convenio con el Estado peruano. Dos largas reuniones demostrativas de las áreas de trabajo del centro, su estructura y funcionamiento, sus indicadores de logro, sus dificultades, sus perspectivas. Acá se lucha por dar a esta población, mayoritariamente indígena y en condiciones de extrema pobreza, una atención sanitaria de calidad humana y profesional. Mis respetos para los médicos, enfermeros, técnicos, laboratoristas (todos ellos y ellas)… Especialmente cuando salen de brigada a las comunidades; adonde también me fui una mañana, y lo cuento en la siguiente entrada.

INTERNADO: Pancarta en la puerta y atronador aplauso cuando ingreso en el comedor de las chicas, donde me esperan toditos. Adolescentes de entre 11 y 18 años, llegados de las comunidades del río, gente humilde que disfruta de esta oportunidad de estudiar. Palabras de acogida en español y en kichwa (alli shamushka turi César) y programa en el que me sacaron a bailar. Después diálogo con preguntas sobre mi juventud, mi vocación (¿Cómo decidiste ser sacerdote?)… risas, más palmas… en fin. Felicitación a los profes que viven con los jóvenes, a los que les dan reforzamiento escolar; son como sus padres.

PARROQUIA: Encuentros con el grupo de pastoral juvenil, con los catequistas, con el consejo de pastoral. Otro cartel, gaseosa y galleta para compartir, muchas manos estrechadas, el POA, inquietudes, líneas de trabajo, información sobre los próximos eventos vicariales… La vigilia de Pentecostés a la amazónica, con danzas y una tremenda lluvia descolgándose. Y la Eucaristía del domingo repleta, el coro con competencia, el pueblo de Dios vibrante; presido y veo a personas que he conocido durante la semana en todos los ámbitos pastorales, en la mesa del Señor confluye todo, las esperanzas se suman, la ofrenda juntos es la más veraz y la más luminosa.

Muchos impactos me deja el periplo de estos días. El bien que se hace es inmenso; la Iglesia está comprometida desde hace décadas por mejorar la vida de estas poblaciones, acá donde el Estado se pone de perfil y no llega (educación, salud, servicios básicos). Admiro a los misioneros, su coraje, su creatividad, su determinación, su entrega; a pesar de que no tienen fácil coordinarse como equipo y vertebrar la acción en tantos frentes. Cuentan con laicos muy capaces, con trayectoria, formación, responsabilidad y posibilidades de liderazgo. Es una garantía de futuro.

Y, claro. Me quedo con el cariño, el reconocimiento, el agradecimiento que en todo momento he sentido, por parte de los misioneros y la gente, hacia el Vicariato, al que represento. Un orgullo y un gusto.



sábado, 10 de junio de 2023

EXPERIENCIA DE LIMPIEZA INTERIOR (LORETOYACU 2)


En Santa Rosa de Loretoyacu todos se ponen en marcha apenas amanece. No son aún las 6 y estamos ofreciendo café y pan para compartir en el desayuno. Los hombres se han ido a la chacra muy temprano, aunque regresarán antes de lo acostumbrado porque hoy hay bautizos. Alguien trae dos pescados recién sacados de la quebrada, para el almuerzo, y me digo que hará falta alguna suerte de milagro de multiplicación.

Con la preparación al Bautismo ayuda don Jaime, catequista clásico, ya mayorcito, que vive en Tipishca, otra comunidad tikuna que está cerca, pero en la parte colombiana. Es muy eficaz anotando los datos y dando las charlas, y hasta toca la guitarra. El equipo de Caballo Cocha le colabora con su gasolina y así se posibilita su venida hasta acá.

La escuelita, minúscula, está lista para la celebración. Solo hay ocho o diez casas, pero la proporción de niños es como siempre asombrosa. Matías comienza haciendo sonar en un parlante canciones tikuna que le pasaron los de Belén de Solimoes (Brasil). La gente escucha encantada y va traduciendo lo que dicen las letras. Acá sí está vivo el idioma, oigo a los pequeños hablarlo y me reconforta, esta cultura no morirá.

Aunque no pasa lo mismo cuando les mostramos láminas de escenas, personas y vestimentas típicas. Apenas un par de ancianitas reconocen al gran apu tikuna del siglo pasado, la mayoría no distinguen lo que ven, toman una corona o una kushma como yaguas, no saben los mitos ancestrales, tienen una noción lejana de la pelazón, que ya no realizan hace mucho… En definitiva, están olvidando sus tradiciones, los rasgos que configuran su identidad; me preocupa, esta cultura está enferma.

Festejamos el bautizo con un caramelo por cabeza. Casi no hay fotos, si siquiera el habitual photocall que se arma al final de estas ceremonias; sencillamente, casi nadies tiene celular. Regresamos a “nuestra” casa y hallamos dispuestos los platos de arroz con pescado y frejoles: el prodigio ha consistido en partir aquellos dos peces en diez o doce partes, una modestia que hace juego con el escueto caramelo.

Está don Fernando haciendo un remo. Es viejito y delgado, y maneja el machete con gran destreza, se ve que tiene experiencia. Seguimos conversando, no se mira la hora porque tampoco hay reloj, es relajante contemplar su manera de tallar, raspar y suavizar. Pienso que los abuelos indígenas son un pozo de sabiduría adonde hay que acudir si queremos ayudar a preservar estas culturas. En el Putumayo así lo hacen.

Nos avisan de que estamos invitados a un segundo almuerzo: sopa de gallina, fideos y yuca. Esta otra casa está repleta de mamás y papás jóvenes con sus hijos, todos orgullosos de agasajarnos. El guiso es delicioso y me sienta de miedo, “me pone en orden”, como decía Fernando, el amigo de Jerez, ante un caldo de madrugada en la feria. Siento que es el cariño puro de esta gente penetrando en mi cuerpo y sosegando mi alma.

Al caer la tarde, antes del ataque de los zancudos, nos vamos a la quebrada a bañarnos (tampoco hay baño, claro). Es un privilegio y una maravilla dar unas brazadas en esa agua cristalina, sentir el frescor, levantar la vista hacia el verde infinito de las plantas, conectando con el rumor remoto y salvaje de la selva, que es como un tapiz de fondo del silencio inmenso.

Casi no me queda espacio para la otra comunidad, que se llama Tierra Amarilla y es yagua. Solo diré que la fiesta era gorda (más pobladores, más bautizos, con fotos), por tanto había masato en cantidad, nos invitaban por dondequiera que íbamos, tomamos bastantito, la sonrisa se nos esculpió en la cara, los ojillos pintones y el “gracias” casi en cada frase, que en yagua no se decirlo.

En estos lugares tan lejanos, por donde no se pasa nunca a menos que se vaya expresamente, sin señal, incomunicados, el recorrido es una experiencia de limpieza interior; días en que se ralentiza mi ritmo a veces demasiado atropellado; ocasión (kairós) de encuentro íntimo y apacible con la naturaleza, conmigo mismo, con la gente linda y con los espíritus del río, el bosque y los animales. Con el Espíritu reparador, en definitiva. Y cómo disfruto.

sábado, 3 de junio de 2023

COMPARTIENDO POBREZA EN SANTA ROSA DE LORETOYACU

 
Subo al ferry en Pebas, llego a Caballo Cocha a las 5 de la mañana, duermo un par de horas, desayuno, lavo un poco de ropa, deshago la maleta para armar otra más pequeña, agarro mi colchoneta y mi carpa, me pongo el cortaviento y sobre las 10, en medio de la lluvia, subimos al bote rumbo a la quebrada Loretoyacu. Un trayecto de más de seis horas en peque-peque. A eso se le llama no parar.

Claro, no es exactamente como el estrés de los yuppies de las películas, que cierran negocios a toda mecha mientras almuerzan frenéticos, con dos llamadas telefónicas simultáneas. Acá nos adentramos en un paraje natural bellísimo, esa especie de caleidoscopio creado por las paredes de esbeltos árboles que se reflejan primorosamente en el agua negra y pacífica. Vamos conversando y disfrutando de la mutua compañía la hermana Berta, Ramón -seminarista en año pastoral-, el párroco Matías y don Aurelio, nuestro motorista.

Para llegar a las dos comunidades que nos proponemos visitar, hay que entrar en el trapecio amazónico y por tanto pasar a Colombia y navegar como inmigrantes ilegales durante más de tres horas, hasta que se sale del trapecio y se regresa a Perú ya cerca de esos lugares. Curiosidades de la vida en la frontera, que yo conozco bien. No recuerdo ya en qué país nos detuvimos a comer un rico arroz con chancho, con mucha más calma que los yuppies.

Es la segunda vez en los últimos seis meses que el equipo viaja hasta este confín, después de más de treinta años sin que nadie visitase a esta gente. La colombiana parroquia de Puerto Nariño atiende todos los pueblos de la zona… menos estos dos; se quedan a solo hora y media de surcada porque Tierra Amarilla y Santa Rosa de Loretoyacu son peruanos. Son los absurdos de los límites eclesiales, que parece que deben coincidir a la fuerza con los nacionales (ojalá la CEAMA revise estas cosas).

De nuevo pruebo la rutina de bajar del bote, mojarme los pies o meterlos en el barro, verme rodeado de una nube de niños, cargar los bultos, batallar contra la mosca y el zancudo… No me cuesta un pimiento acostumbrarme porque me encanta ir de recorrido. Y así, entre bromas (“qué bonita es la vida misionera”, etc.) y sudando, invadimos la casa del teniente gobernador; no cabe otra expresión si consideramos que somos cuatro personas con todo nuestro equipaje.

Nos reciben con sonrisas y la hospitalidad exquisita de quien agradece y ofrece su pobreza. En Santa Rosa son tikunas, de modo que rescato algunas palabras que recuerdo de la época de Islandia: nomai, moenxi, mis neuronas se desperezan, pero es también fácil. No hay cena; solo galletas saladas que compartimos con esta familia mientras hablamos. Porque acá no hay luz, ni siquiera de generador petrolero, solo un foco alimentado con un pequeño panel; y por eso no hay tele, y el rato de la noche es para charlar.

Y así nos enteramos que tampoco hay agua: construyeron una especie de castillo para un supuesto sistema de tanques potabilizadores, pero solo alcanzaron a hacer el armazón, que por cierto me recuerda al esqueleto de un dinosaurio que vi el año pasado en el museo de historia natural de Chicago. Cuando en verano la quebrada se seca se sufre mucho acá, se quedan sin agua y solo pueden salir en canoas varando, empujando, a pie.

Nos cuentan también que en teoría tienen botiquín comunal, pero que no funciona, casi no hay medicinas. Además, son víctimas de los madereros, que entran como por su casa a llevarse el oro de este paraíso: el cedro. Árboles centenarios derribados, animales del monte que desaparecen, tierras ocupadas, derechos vulnerados. Les engañan para que firmen presuntos permisos, se llevan DNIs que nunca devuelven, pagan 50 soles por cada palo, se aprovechan de sus dificultades para comunicarse en castellano… Injusticia e impunidad trufadas de racismo.

La conversación continúa hasta que, de pronto, la señora se levanta y, sin mediar palabra, se sube a un taburete y desenrosca la bombilla. La oscuridad se apodera de la estancia, con naturalidad todos decimos “buenas noches” y nos metemos en nuestras camas. No hay reloj, pero sí un grato silencio. En la siguiente entrada sigue la aventura.