sábado, 3 de junio de 2023

COMPARTIENDO POBREZA EN SANTA ROSA DE LORETOYACU

 
Subo al ferry en Pebas, llego a Caballo Cocha a las 5 de la mañana, duermo un par de horas, desayuno, lavo un poco de ropa, deshago la maleta para armar otra más pequeña, agarro mi colchoneta y mi carpa, me pongo el cortaviento y sobre las 10, en medio de la lluvia, subimos al bote rumbo a la quebrada Loretoyacu. Un trayecto de más de seis horas en peque-peque. A eso se le llama no parar.

Claro, no es exactamente como el estrés de los yuppies de las películas, que cierran negocios a toda mecha mientras almuerzan frenéticos, con dos llamadas telefónicas simultáneas. Acá nos adentramos en un paraje natural bellísimo, esa especie de caleidoscopio creado por las paredes de esbeltos árboles que se reflejan primorosamente en el agua negra y pacífica. Vamos conversando y disfrutando de la mutua compañía la hermana Berta, Ramón -seminarista en año pastoral-, el párroco Matías y don Aurelio, nuestro motorista.

Para llegar a las dos comunidades que nos proponemos visitar, hay que entrar en el trapecio amazónico y por tanto pasar a Colombia y navegar como inmigrantes ilegales durante más de tres horas, hasta que se sale del trapecio y se regresa a Perú ya cerca de esos lugares. Curiosidades de la vida en la frontera, que yo conozco bien. No recuerdo ya en qué país nos detuvimos a comer un rico arroz con chancho, con mucha más calma que los yuppies.

Es la segunda vez en los últimos seis meses que el equipo viaja hasta este confín, después de más de treinta años sin que nadie visitase a esta gente. La colombiana parroquia de Puerto Nariño atiende todos los pueblos de la zona… menos estos dos; se quedan a solo hora y media de surcada porque Tierra Amarilla y Santa Rosa de Loretoyacu son peruanos. Son los absurdos de los límites eclesiales, que parece que deben coincidir a la fuerza con los nacionales (ojalá la CEAMA revise estas cosas).

De nuevo pruebo la rutina de bajar del bote, mojarme los pies o meterlos en el barro, verme rodeado de una nube de niños, cargar los bultos, batallar contra la mosca y el zancudo… No me cuesta un pimiento acostumbrarme porque me encanta ir de recorrido. Y así, entre bromas (“qué bonita es la vida misionera”, etc.) y sudando, invadimos la casa del teniente gobernador; no cabe otra expresión si consideramos que somos cuatro personas con todo nuestro equipaje.

Nos reciben con sonrisas y la hospitalidad exquisita de quien agradece y ofrece su pobreza. En Santa Rosa son tikunas, de modo que rescato algunas palabras que recuerdo de la época de Islandia: nomai, moenxi, mis neuronas se desperezan, pero es también fácil. No hay cena; solo galletas saladas que compartimos con esta familia mientras hablamos. Porque acá no hay luz, ni siquiera de generador petrolero, solo un foco alimentado con un pequeño panel; y por eso no hay tele, y el rato de la noche es para charlar.

Y así nos enteramos que tampoco hay agua: construyeron una especie de castillo para un supuesto sistema de tanques potabilizadores, pero solo alcanzaron a hacer el armazón, que por cierto me recuerda al esqueleto de un dinosaurio que vi el año pasado en el museo de historia natural de Chicago. Cuando en verano la quebrada se seca se sufre mucho acá, se quedan sin agua y solo pueden salir en canoas varando, empujando, a pie.

Nos cuentan también que en teoría tienen botiquín comunal, pero que no funciona, casi no hay medicinas. Además, son víctimas de los madereros, que entran como por su casa a llevarse el oro de este paraíso: el cedro. Árboles centenarios derribados, animales del monte que desaparecen, tierras ocupadas, derechos vulnerados. Les engañan para que firmen presuntos permisos, se llevan DNIs que nunca devuelven, pagan 50 soles por cada palo, se aprovechan de sus dificultades para comunicarse en castellano… Injusticia e impunidad trufadas de racismo.

La conversación continúa hasta que, de pronto, la señora se levanta y, sin mediar palabra, se sube a un taburete y desenrosca la bombilla. La oscuridad se apodera de la estancia, con naturalidad todos decimos “buenas noches” y nos metemos en nuestras camas. No hay reloj, pero sí un grato silencio. En la siguiente entrada sigue la aventura.

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